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Viaje a Comala

 

Vine a Comala porque por acá vive mi hijo y le prometí que vendría a recorrer con él estas tierras. No llegué hasta Comala –cincuenta kilómetros al noreste de Colima, la capital del estado del mismo nombre– porque el lugar que buscaba no existe más que en la imaginación de Juan Rulfo, y fue desolado por Pedro Páramo hace muchos años y habitado por los espectros. Seguimos, desde Guadalajara, rumbo al Pacífico, por una carretera que serpentea entre la espesura y desemboca en Puerto Vallarta. A veces parece que va a desparecer en la siguiente curva, entre la fronda. La bahía de Banderas forma unas playas calmas de intenso atardecer en las que las medusas, aunque te rocen, no causan irritación.

Veníamos de recorrer Querétaro, Guanajuato y Jalisco, con ciudades monumentales, rincones coloridos y gentes tan cálidas como el mar y sus medusas. Habría sido más adecuado bajar desde Guadalajara, entre las lagunas, hasta Sayula, localidad natal de Rulfo, o mejor seguir hacia el sur, a San Gabriel. El escritor vivió aquí su infancia, y aquí, cuando tenía siete años, fue asesinado su padre de un tiro en la espalda; su madre falleció de un ataque al corazón cuatro años más tarde. Le enviaron a un orfanato de Guadalajara y regresó muchos años después. Vino a San Gabriel por casualidad, hacia 1947, y halló un pueblo casi desierto que, según le dijeron, había sido asolado por la actuación cruel de un cacique. De siete u ocho mil habitantes no quedaban más que unos ciento cincuenta. Por qué trasladó la acción de su novela a Comala, un pueblo cercano pero ya de otro estado, es una de esas preguntas que no vale la pena hacerse, como casi ninguna en la obra de Rulfo. Tal vez porque en el comal se cuecen las tortillas de maíz y es un lugar tan ardiente como la boca del infierno; tal vez para hacer de Comala un destino universal a salvo de curiosos.

Uno viaja para descubrir territorios desconocidos, intuidos la mayoría de las veces a partir de la literatura. Era el tercer o cuarto intento de desvelar uno de esos relatos apasionantes que te persiguen toda la vida. El argumento no puede ser más simple: un hijo que sale de viaje en busca de su padre y un viejo cacique obsesionado por un amor puro de la infancia. El pueblo, arrasado y abandonado, está habitado por sombras y murmullos (Rulfo barajó titular su obra Los murmullos) cuyas voces se entrecruzan, se envían mensajes y recomendaciones y colocan a la muerte en el centro de una existencia a caballo entre los dos mundos. Como los autores con los que comparte espíritu –Joyce, Faulkner, Borges, Benet–, a Rulfo le gustaba desconcertar a sus exégetas y analistas con una malignidad disfrazada de indiferencia, y dijo que había recortado tanto su primer planteamiento narrativo para dejarlo en lo esencial que ni él mismo lo entendía ya. Su novela, sin embargo, es un prodigio de precisión que exige al lector no una interpretación sino su involucración plena en los misterios que plantea.

Para llegar al sur del estado de Jalisco hay que pasar por Guanajuato, una ciudad escondida a la que se accede por diversos túneles, como las que surgen tras una catarata en plena jungla o entre las dunas del desierto. Fue la meca del oro para Nueva España y aquí se libró la primera batalla de la insurgencia cuando Hidalgo decidió conquistar la plaza por la fuerza en 1810. El héroe de aquella jornada fue El Pípila, un minero picador que avanzó hasta la puerta de la fortaleza de la Alhóndiga de Granaditas, donde se refugiaban los realistas, con una piedra a la espalda para no ser abatido. Un monumento desde el que se contempla la mejor vista de la ciudad le conmemora, con una inscripción que hace reflexionar a los viajeros que llegan de una jornada electoral en España: “Aún hay otras Alhóndigas por incendiar”.

Pero la conmoción, en Guanajuato, llega cuando sin saber bien cómo ni por qué te ves conducido a la principal atracción de la ciudad, arriba de un cerro, en el panteón municipal. Te cuentan que, en realidad, son solo los muertitos que no pagaron su cuota –sus herederos, hay que entender– los que fueron desenterrados, y que el resto descansa en paz. Te envuelven en bromas y provocaciones y te ves inmerso en unos pasadizos de los que emergen más de un centenar de momias. Gracias a las especiales condiciones del subsuelo, a la posición en la que se efectuaban los enterramientos o a la familiaridad con la que se convive aquí con los muertos, los cadáveres se deshidrataron y momificaron de forma natural y hasta hace no muchos años los mostraba el sepulturero, en las catacumbas del cementerio, de forma clandestina por unas monedas.

Colgados de la pared o en urnas, presentan todo tipo de muecas y actitudes, a menudo con parte de sus ropajes y de su calzado; su cabello, barba, dientes, pestañas… Algunos tienen nombre y fotografía, otros muestran la huella de su muerte violenta y una mujer, su horror porque fue enterrada con vida. No se oyen los murmullos porque, a medio camino entre la atracción de feria y la broma macabra, la ingente cantidad de visitantes –compuesta en gran parte de niños– no para de revolotear y vociferar asustándose unos a otros. A la salida, el chofer observa con media sonrisa tu cara pálida y te espeta: “Hay que pagar la perpetuidad”.

Los personajes de Pedro Páramo dialogan con naturalidad entre la vida y la muerte. Juan Preciado va en busca de su padre, pero no para cobrar la deuda que le pide su madre en el lecho de muerte, sino para “darle vuelo a las ilusiones”. Llega a un pueblo transitado por los muertos, conducido por Abundio, hijo también de Pedro Páramo, que define al padre común como “un rencor vivo”. Eduviges Dyada ha recibido el aviso de su llegada de la madre fallecida que, según afirma, le lleva ventaja: “Pero ten la seguridad de que la alcanzaré”. La peripecia del cacique articula el relato: su dominio sobre las vidas de los habitantes de Comala, la muerte de su hijo Miguel, que le indica que va a “comenzar a pagar”, su amor puro e imposible por Susana San Juan. Las voces de los habitantes de Comala se cruzan y se interpelan.

Las frases, como escribió Juan Villoro, “se muerden la cola y forman anillos de polvo”. Es posible, como en el Ulises de Joyce, oír el latido del pueblo. Pero la tragedia –al menos eso me pareció en esta lectura– está transida de humor y de ironía. Al final, Damiana Cisneros, la mujer que cuidó a Juan Preciado de niño, la loca oficial del pueblo que se pasea con un hijo ficticio, es la más cuerda en la otra vida y le acompaña en la sepultura, donde le aconseja que piense en cosas alegres porque deberán estar allí mucho tiempo. Los campesinos se levantan para hacer la revolución, aunque no saben a quién sirven y se dejan embaucar por Pedro Páramo. El padre Rentería, un cura ruin que condena a los pobres y salva a los ricos, vive atormentado por la culpa bajo el yugo de su señor hasta que abraza la causa de la guerra cristera, una de esas revueltas inútiles que tan de cerca vivió Rulfo.

Es la epopeya de un país, pero también una reflexión sobre la banalidad de las ilusiones de la vida. Los que las tienen son condenados y están “untados de desdicha”. Solo se salvan los indios, que las desconocen, y acuden al mercado del pueblo a vender sus plantas y se van por el camino “contándose chistes y soltando la risa”. Ilusiones, ambiciones, amores… todo es fútil en la existencia humana.

“¿La ilusión? Eso cuesta caro”, dice Dorotea al protagonista, cuando se sabe ya muerto. La novela tiene un sobrecogedor inicio, con la llegada de Juan Preciado a un pueblo de muertos y donde morirá. Solo comparable con el final en el que Pedro Páramo, para paliar su dolor por la pérdida de Susana San Juan, manda tañer las campanas sin parar y los habitantes de Comala lo confunden con una fiesta que celebran desinhibidos, como alegres son los visitantes de las momias de Guanajuato. “Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre”, amenaza Pedro Páramo. Y así fue.

27 de julio, 2016

Carlos García Santa Cecilia (Madrid, 1957) es doctor en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado como redactor y ha sido subjefe de la Sección de Cultura de El País (de 1982 a 1990), ha sido redactor jefe del Área de Cultura de Diario 16 y escribió una sección diaria durante un año en El Mundo (1998).

 

 

 

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