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La clase política de Perú afronta el reto de su regeneración

Los casos de corrupción desgarran al país andino, aún sacudido por el suicidio de Alan García

En tres días se agrietaron tres décadas. Y lo que todo Perú ya sabía, que los cuatro últimos presidentes estaban investigados por corrupción, adquirió el pasado miércoles una nueva dimensión a través de un símbolo trágico. El exmandatario Alan García, que había gobernado en dos periodos no consecutivos, desenfundó el revólver Colt que guardaba en un cajón junto a su cama y se disparó minutos antes de ser detenido por su vinculación con el caso Odebrecht. Dos días después, la justicia impuso tres años de prisión provisional a Pedro Pablo Kuczynski, que está acusado de lavado de dinero y se encuentra ingresado en una clínica privada.

La investigación de la gigantesca trama de sobornos millonarios tejida por la constructora brasileña en varios países de América Latina ha desnudado al poder político peruano, que se enfrenta a la urgencia de una regeneración. Mientras el Gobierno de Martín Vizcarra enarbola la bandera de la lucha anticorrupción, el equipo de fiscales encargado de esclarecer el escándalo no se detiene. Tienen el apoyo de amplios sectores de la sociedad, aunque encuentran la resistencia de varios parlamentarios que cuestionan el empleo de medidas preventivas.

García estaba investigado por la concesión de la línea 1 del Metro de Lima. Según la resolución judicial, varios altos cargos de su Gobierno recibieron 24 millones de dólares. Se fue defendiendo su inocencia y con una carta, conocida el pasado viernes antes de un cortejo fúnebre que recorrió el centro de Lima, que describe su suicidio, premeditado, como “muestra de desprecio” hacia sus rivales. Su despedida fue de alguna manera una fotografía de un Perú que está dejando de existir. Cientos, quizá algunos miles de seguidores del Partido Aprista, que hoy apenas cuenta con cinco representantes en el Congreso, acudieron a decirle adiós.

Muchos parecían más fieles que simpatizantes. “Le debo mucho a ese hombre, le debo mi vida. Por envidia han tratado de traerlo abajo. Prefirió matarse antes de que a un presidente como él, inocente, le metieran en la cárcel”, lamenta Pedro Romero, con una bandera nacional al hombro. “Creo que soy aprista desde que nací. Soy aprista hasta en los huesos”, aseguraba también Carmen Arroyo, de 73 años.

Los casos de corrupción han repercutido en la vida política y alimentan la disputa entre los partidos, aunque las sospechas rodean a prácticamente todo el mundo y las investigaciones han implicado a dirigentes de distinto signo. La politóloga Jessica Bensa reconoce los riesgos de la crispación, pero considera que esta situación puede ser una oportunidad para pasar página. “Estamos en una encrucijada, porque por un lado nos revela lo mal que funcionaba nuestra política desde la transición y todos los problemas que hemos tenido: una política que ha sido muy vulnerable a la corrupción, que ha funcionado de manera desinstitucionalizada, que ha priorizado personas o intereses antes que a la sociedad. Pero, por otro lado, el enfrentarnos a esta realidad también nos abre la posibilidad de hacer justicia, si es que logramos hacerla, y abrir un debate político”, señala Bensa, profesora e integrante de la comisión designada por el actual mandatario para desarrollar una reforma política y modernizar el funcionamiento de las instituciones. “En este momento las élites políticas tienen que reaccionar”, añade; la discusión “puede llevar a una polarización terrible o a un populismo a lo Bolsonaro o puede avanzar hacia un pacto entre las fuerzas políticas actuales”. «Por supervivencia de ellos mismos, yo creo que lo tendrían que hacer», considera.

Se trata de un reto enorme porque supondría una impugnación de los engranajes del sistema que ha resistido hasta ahora. Los tentáculos de Odebrecht fueron los que más golpearon a la Administración pública, pero los datos sobre corrupción a escala local y regional demuestran que el fenómeno va mucho más allá. En 2018 había abiertos 4.225 casos por delitos de corrupción que afectan a 2.059 autoridades y exresponsables territoriales como imputados. Entre ellos figuran 57 gobernadores y exgobernadores regionales; 344 alcaldes o exalcaldes provinciales, y 1.658 regidores o exregidores de distrito.

Investigar los escándalos, según Rafael Vela, coordinador del grupo de fiscales que investiga el caso Odebrecht en Perú, debería ser lo normal. Sin embargo, critica en declaraciones a EL PAÍS que los cuestionamientos de la clase política y algunos grandes empresarios a la justicia suponen el principal obstáculo. Además de García y Kuczynski, la sombra de la corrupción alcanzó al expresidente Alejandro Toledo, prófugo desde hace dos años, mientras que Ollanta Humala ya ha pisado la cárcel. La líder opositora Keiko Fujimori está en prisión preventiva por una operación de lavado de activos y su padre, Alberto Fujimori, que en 1992 dio un autogolpe al anular el Congreso y gobernó sin contrapoderes, también se encuentra detenido, aunque en su caso por responsabilidad en dos matanzas perpetradas por un destacamento del Ejército, el llamado Grupo Colina.

De la acción de la Fiscalía y del Poder Judicial depende ahora, en buena medida, el futuro de Perú. “El proceso anticorrupción, hasta ahora con altos y bajos, ha logrado estar enganchado con la ciudadanía y esa ha sido su fortaleza”, opina el abogado y politólogo Eduardo Dargent. “La población ha ido aprobando el trabajo [de los investigadores] más allá de que pueda haber algunas discrepancias sobre temas complejos como la detención preventiva, de 36 meses, que se vuelve exagerada para una persona sin sentencia, algo que no debería tener nadie, ni un político ni un ciudadano de a pie”. Así, cree que “los últimos sucesos van a requerir mucha capacidad política de los fiscales, aunque suene contradictorio, de entender mejor el entorno que les toca, ya que alguna de la paciencia o los apoyos hacia ellos pueden comenzar a flaquear, y eso sería muy complicado dado que su mayor apoyo hasta el momento sido la indignación ciudadana”.

DEBATE SOBRE EL SUICIDIO

JACQUELINE FOWKS

Después del suicidio del expresidente Alan García se instalaron en el debate dos interpretaciones legales sobre las supuestas responsabilidades de terceros. Su familia reveló el viernes la carta en la que el político explicaba por qué decidió dispararse y su secretario personal, Ricardo Pineda, ha relatado las conversaciones e instrucciones que recibió en los últimos días. El abogado Luis Vargas Valdivia sostiene que si hubo personas del entorno de García que supieron de su intención de suicidarse debieron notificarla a las autoridades. “Hay responsabilidad penal, pues se afecta el principio de solidaridad que debe existir entre los seres humanos”, comentó a EL PAÍS Vargas, especializado en Derecho Procesal.

Sin embargo, otros dos abogados especializados en Derecho Penal, interpretan de manera más restringida la ley. Romy Chang y Luis Lamas Puccio refieren que solo los médicos, psiquiatras o psicólogos de una persona que expresa que quiere suicidarse tienen la obligación de hacer algo.

“Ellos están en posición de garante como profesionales al cuidado de un paciente. Los médicos que no evitan el suicidio podrían ser responsables por homicidio culposo por comisión o por omisión, si por imprudencia o si por no generarse complicaciones no lo persuadieron a evitarlo o no informaron”, opina Chang. Lamas Puccio afirmó que solo está penalizada la «instigación o la ayuda al suicidio”. “Tener conocimiento no tiene connotaciones, a no ser que hubiera una situación de tutela sobre el que se suicidó, en todo caso es una responsabilidad profesional o deontológica”, explica.

 

 

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