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Las playas de Varda

Cuando nació su segundo hijo, la cineasta Agnès Varda inventó un proyecto para estar cerca del bebé. Saldría a la calle, a su calle para documentar las aventuras cotidianas. Cámara en mano, filmó la vida del íntimo ecosistema de su cuadra. Las tiendas, los cafecitos, la panadería, el taller de acordeones, la ferretería. Los protagonistas son sus vecinos: el que vende perfumes, la pareja recién casada, los ancianos, el peluquero, el sastre. Las conversaciones del clima, la salud, los intercambios más ordinarios. “Cada mañana, decía ella, se levanta el telón del teatro de lo cotidiano” . Para no incomodar demasiado, avisó a los vecinos que usaría su propia corriente. No se colgaría de la luz de nadie. De ese modo, un cable de 90 metros definiría el alcance de la expedición diaria. “Daguerrotipos,” aquel proyecto de 1975, captura a la perfección el espíritu creativo de la artista que acaba de morir, a los 90 años. La magia de lo cotidiano.

Su cine es una invitación a contemplar, a adorar quizá, lo desechable. Lo que descartamos sigue teniendo vida. Hay que agacharse para recoger lo abandonado, lo que tendemos a ignorar, lo que olvidamos. Prestemos atención, por ejemplo, a la papa, la más modesta de las verduras. La directora no se escondía tras la cámara en esos documentales que eran mucho más que registro de hechos. En sus documentales, podemos ver el rescate de viejas imágenes, conversaciones y testimonios, pero también podemos apreciar el juego del teatro, el disfraz, la representración. Varda aparece con frecuencia a cuadro. Su presencia era adorable. Una mujer inteligente y fresca; sensible y afectuosa sin ser sentimental, naturalmente profunda y a la vez suave. Al ponerse del otro lado de la cámara y aparecer en pantalla, la directora se burla de la autoridad del director invisible. Como decía A. O. Scott, crítico del New York Times, Varda se nos muestra indicándonos que su cine es una manera de ver juntos. Ahí puede estar el secreto íntimo de su cine: proyectar la emoción de la amistad.

He vuelto a ver “Las playas de Agnès,” la preciosa autobiografía que filmó hace diez años. Se trata de un documental extraordinario en el que no solamente rememora sino recrea su vida. Recordar es revivir imaginando. En la primera escena aparece ella caminando hacia atrás sobre la arena. Soy una anciana gordita y habladora que cuenta su vida. Pero lo que me importa son los otros. Es a ellos a los que quiero filmar: mis amigos, mis amores, mis colegas, mis hijos. Son ellos quienes me motivan, quienes me intrigan, quienes me cuestionan y me desconciertan. Despliega así una centena de espejos para retratar a los otros, no a ella. Si pudiera ver a los otros, vería paisajes, si me pudiera ver a mí, vería una playa.

Esta memoria radiante y también dulcemente triste brinca de un tiempo a otro, de un recuerdo al siguiente. El pasado es caprichoso como el revoloteo de las moscas. El documental pasea entre la música de la infancia, las cartas que escribió enamorada, los mercados de pulgas, el primer coche, sus viajes, sus cariños, las enfermedades, la muerte y, por supuesto, el cine. Una casa que filtra la luz, como puede verse en una de sus escenas. Al cine llegó sin preparación alguna, después de dedicarse a la fotografía. ¿Por qué brincaste de la foto al cine,? le pregunta el artista Chris Marker representado en la película por la caricatura de un gato. “Me recuerdo necesitada de palabras,” responde ella. Las encontró en conversación con la luz y las imágenes.

 

 

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