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La risa del asesino

El país en el que ETA ejerció su maléfico poder era otro, más gris y más feo, donde camparon seres con falta de empatía que se reían.

Un amigo abogado me dijo hace un año: “Juzgan a un etarra en la Audiencia Nacional. Se puede ir a ver el juicio. ¿Te vienes?” Yo nunca había ido a un juicio, menos en la Audiencia Nacional y jamás había visto en persona a un militante de ETA. Este, además, no era uno cualquiera sino Antonio Troitiño, uno de los míticos. De “los que te suenan”. Así que acepté la propuesta de mi amigo.

La sala de la Audiencia Nacional donde se le juzgaba estaba en el subsuelo de la plaza de la Villa de París en Madrid. La entrada impresiona porque tienes que descender unos cuantos metros como si fueras a un lugar que queda lejos de la realidad. Y, en el fondo, es algo parecido. Abajo era ciertamente lúgubre. Silencioso. Mi amigo y yo llegamos a las puertas de la sala. En los bancos hablaban el abogado y amigos del acusado. Y lo demás, silencio funerario.

En este proceso a Troitiño no se le juzgaba por sus delitos de sangre. Como miembro del comando Madrid en los ochenta entre sus atentados se encontraba el de doce miembros de la Guardia Civil al hacer estallar un coche bomba en la plaza de la República Dominicana de Madrid en 1986. Yo recordaba vagamente las imágenes de aquello, aunque creo que el primer recuerdo de un atentado de ETA fue el de Irene Villa y su madre. Al menos fue el primero en impresionarme. Troitiño había sido detenido –junto a otros asesinos como De Juana Chaos- en 1987. Fue condenado a 2.232 años de prisión por sus asesinatos. Y había salido de la cárcel en 2011.

Pero ahora se sentaba en el banquillo por un asunto jurídicamente más complejo: tras ser puesto en libertad en 2011, la Audiencia Nacional revocó la decisión a los pocos días por un recurso de la Fiscalía que señalaba que Troitiño debía cumplir su pena hasta 2017. Sin embargo, a esas alturas, el etarra había desaparecido del mapa y había huido a Londres. Fue detenido allí en 2012 por una acción conjunta de la Policía Nacional, las fuerzas de seguridad británicas y la policía metropolitana. Por diversas razones de índole jurídica volvió a quedar en libertad condicional, pero en 2014 fue de nuevo detenido ya que las investigaciones señalaban que se había reintegrado de nuevo en ETA.

Y este era el juicio al que ahora se atenía el etarra, si formaba parte o no de la banda armada. A la sala llegó el hombre enjuto, canoso, avejentado. Pese a ello, impactaba. No sabía exactamente por qué, pero a los pocos minutos me di cuenta: era la sonrisa. Al entrar sonrió a quienes habían acudido a apoyarle, que estaban sentados justo a mi lado y que a su vez sonrieron también. Su declaración también tuvo momentos de chanza: dijo que quien le había acompañado en un coche de Bayona (la casa de su hija en Francia) hasta París (para luego pasar a Londres) era un amigo que ya había fallecido. El fiscal no pudo reprimir decir que había hecho algo tan español como echarle la culpa al muerto. Sonrisas y risas del acusado.

Y eso era lo peor: la risa. Nunca había tenido tan cerca –al menos sabiéndolo- a un asesino. Uno no sabe cómo son realmente. Pero lo que más incomodaba es que en aquella sala revoloteaba un halo de falta de empatía, como de no saber qué daño se había cometido, qué sufrimientos se habían provocado.

Soy de una generación que vivió los años más terribles de ETA –los atentados contra la casa cuartel de Vic, Hipercor, el de República Dominicana- durante la niñez, con más o menos inconsciencia. Irene Villa nos despertó a muchos, aunque supongo que fue el asesinato de Miguel Ángel Blanco el mayor revulsivo. También para gran parte de la sociedad civil. Ahí estaban también las manos blancas de José Luis Borau en la gala de los Goya. Después el atentado de Ernest Lluch, que viví fuera de España y por el que me preguntaron amigos alemanes. O el de la T4, cuando tampoco estaba en España. Era inconcebible y doloroso que ocurriera eso en tu país. Vivía fuera, en un país europeo y desde lejos, parecía todo tan del siglo pasado. Antiguo, imposible de entender. Y, por eso, con total conciencia adulta, cuando ETA puso fin a su sanguinaria trayectoria el 20 de octubre de 2011, fue una alegría descomunal.

Cuando salimos de la Audiencia Nacional tras el juicio a Troitiño le dije a mi amigo que tenía mal cuerpo. Me resultaba difícil asimilar cómo alguien había podido dedicar su vida a defender unas ideas matando a otras personas. Y no hacía faltar haber leído a Albert Camus para tener esas sensaciones. Todo estaba retratado en esas risas por lo bajini.

Leer ahora sobre la detención de Josu Ternera reproduce aquella impresión de que no hace mucho existía otro país. Porque el país en el que el etarra ejerció su maléfico poder era otro, más gris y más feo, donde camparon seres con falta de empatía que se reían. La risa de los asesinos.

 

 

 

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