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El llamado de Sefard

imagesAquel era un rincón de Viena en Cotiza.  Diagonal al Mercado de la Flores,  en una casa donde hoy funciona una clínica veterinaria, vivían rodeados de libros, recuerdos y olor a repostería austríaca los esposos Hugo y Federica Ritter.  De vez en cuando Papá nos llevaba a la hora del kaffe un kuchen, equivalente germánico a la hora del té,y así, mientras comíamos el Kugelof que hacía Federica, ellos se enfrascaban en largas tertulias en alemán que, a mis siete u ocho años, entendía fragmentariamente (y que hoy creo que no entendiese para nada).  Desde cuentos sobre la pequeña comunidad de austríacos en Caracas hasta discusiones sobre literatura e historia, se sucedían en aquellas tardes vienesas acariciadas por la brisa del Ávila.Los esposos Ritter habían llegado en 1938, cuando Eleazar López Contreras, en un gesto que lo honra, les abrió las puertas a los judíos perseguidos por el régimen nazi, y desde el primer momento se dieron a la tarea de hacer de Venezuela un país más culto y más libre.   Dieron clases durante décadas, tradujeron textos fundamentales y ejercieron con ejemplaridad la ciudadanía que su patria en algún momento les negó.  Por eso hoy que leo la noticia de que España ha decidido resarcir la injusticia histórica de haber expulsado a los sefarditas otorgándoles la nacionalidad a sus descendientes, me acuerdo especialmente de los Ritter.  En alguna medida, el sino de los judíos de Sefard ha sido el que pude conocer con la pareja de ancianos austríacos en mi infancia en la parroquia de San José.

Los Ritter no eran, obviamente, sefarditas.  Eran unos azhkenazis ultraliberales que tenían una observancia más bien laxa de las tradiciones hebreas, que, hasta donde recuerdo, habían abandonado el yiddish incluso cuando hablaban entre ellos y que no tenían problema en regalarme estupendos libros de Navidad.  Lo que en ellos me hace recordar a los sefarditas es su apego, su verdadero amor, a la patria de los que los habían desgajado y aventado muy lejos.  Aquella casa con vista al Ávila y jardín con mangos era un santuario de Austria, sus costumbres, su historia y su idioma en uno de los rescoldos más tradicionales de Caracas.  La Dra. Ritter (como, reverente, siempre la llamó Papá) había fundado el Departamento de Alemán en la UCV y se encargó de traducir algunas de los textos más representativos de la literatura alemana para que sus alumnos aprendieran a disfrutarla. También tradujo textos de viajeros alemanes que visitaron nuestro país en el siglo XIX y que hoy constituyen fuentes de alto valor para nuestros estudios históricos.  Tanto ella como su hermana Mariana Tengler (su apellido de solteras era Wechsler) le dedicaron la vida a enseñar el alemán en Venezuela. Era un amor a su cultura y su lengua notable, sobre todo cuando se piensa en lo que sus connacionales llegaron a hacerle. Aunque la Dra. Ritter alcanzó a vivir para que la democrática Austria de la postguerra la reivindicara y hasta premiara con la Orden del Arte y la Ciencia, no pareció albergar resentimientos con la sociedad que apoyó entusiasmada el Anschluss (la unión con el III Reich en 1938), aplaudió la aplicación de leyes anti-judías, la obligó a separarse de su hija, que envió a Gran Bretaña mientras encontraba a adonde marcharse, para no volver a vivir juntas jamás; y la hizo abandonar una Viena con la que estaba orgánica y existencialmente unida, para rehacerse en el trópico.  Menos mal que en Venezuela, hasta donde sabemos, fue feliz.

Pues bien, la vida de la azhkenazi Ritter es la que, en colectivo, han vivido por seis siglos los sefarditas repartidos por el mundo.   Como subrayan las autoridades españolas que han impulsado la medida, ellos no dejaron de soñar un día en Sefard (España),  mantuvieron el idioma tanto como les fue posible e incluso lo impulsaron a algunas de sus expresiones más altas, como quiera que en el ladino judeoespañol están algunos de los poemas más hermosos de nuestra lengua.   Como los Ritter con Austria, no denigraron de la España que los expulsó, maltrató y vejó, sino que al contrario la veneraron como una especie de segundo e idílico Sión; la hicieron cotidiana en Salónica y en el Magreb; se empeñaron en que sus hijos, y los hijos de sus hijos, siguieran hablando con esa mezcla de español del siglo XV con hebreo que es el ladino, incluso cuando se abrieron las juderías y pudieron establecerse donde mejor les pintaba el destino.   Los judíos sefardís, como los judíos austríacos de principios del siglo pasado, maltratados por sus coterráneos, terminaron siendo unos de los mejores custodios de la cultura y de las tradiciones de su nación.  El llamado que hoy Sefard le hace a sus hijos, como hizo la Austria que condecoró a la Dra. Ritter, que ahora exalta como valores nacionales a Freud y a Kafka y que llegó a elegir canciller al gran Bruno Kreisky, no es sino la expresión de quien se rinde ante esta evidencia. Para su bien y el de los grandes valores de libertad y tolerancia que han de regir a la humanidad.

Se calcula que con la medida unos cien mil sefardíes de todo mundo podrán reclamar la nacionalidad española.  Muchos de ellos, según las mismas estimaciones, están en Venezuela y Argentina.   Aunque las solicitudes aún no son muchas, todo indica que irán creciendo, en especial porque se trata de dos países que, en grados distintos, están atravesando momentos de crisis.   Tal vez por eso los requisitos para demostrar el vínculo con Sefard requieran de cierta rigurosidad, como por ejemplo una certificación emitida por una entidad sefardí.  Veamos nada más lo que esto puede implicar para Venezuela.   Que el presidente de la república y el principal líder de la oposición sean descendientes de sefardís demuestra la dimensión de nuestras relaciones con esta comunidad, por lo que el número de los que puedan presentarse ante el consulado español podría ser enorme.  Desde que, por la vía de Holanda, en el siglo XVII comenzaron a llegar familias sefarditas a Surinam y Curazao, las relaciones con Venezuela se hicieron constantes e intensas.   Ya en el siglo XVIII encontramos sefardís viviendo en el área de lo que hoy es Falcón, pero será con la independencia y el levantamiento de la prohibición del judaísmo, que la comunidad coriana creció y prosperó.  No sólo se establece en Coro el primer cementerio judío de Sudamérica, sino que pronto uno de los líderes, David Hoheb, se nacionaliza y llega a alcalde segundo.  Así, apellidos como Senior, Curiel, Lobo, Capriles, Maduro y otros más entrarían a la trama de la vida venezolana.  Muchos de sus descendientes se integraron a la dinámica del mestizaje y terminaron bautizándose, otros siguieron en el judaísmo.

Por eso no es posible terminar esta nota sin reflexionar sobre lo que significa para los venezolanos.  El día de hoy la comunidad judía en nuestro país se ha disminuido producto de la emigración que sacude a un sector importante de la clase media.   Pero, y esto da vergüenza, a los problemas económicos, políticos y de delincuencia que afectan al resto de los venezolanos, en su caso hay que sumar el de los temores a posibles brotes antisemíticos que se escenificaron durante el gobierno de Hugo Chávez.  No es el caso determinar qué tan fundados eran esos temores, pero cualquiera que hubiera conocido el caso de los doctores Ritter o leído sobre el Holocausto, tenía razones para, al menos, poner a sus hijos a buen resguardo, del mismo modo que lo hicieron la pareja de profesores austríacos que vivía en Cotiza.  Cuando un presidente vuelve a la vieja infamia de acusar a “aquellos que mataron a Cristo”, o cuando se profanan sinagogas, es llegado el momento de tomar las cosas muy en serio.

Asimismo, en momentos en los que comienza a emplearse la palabra diáspora para la creciente emigración venezolana, la experiencia de las diásporas más grandes y anteriores pueden servirnos de guía para enfrentar los grandes desafíos que esto implica, en especial cuando se trata de mantener viva la llama de una cultura y de seguir amando a una patria que te ha dado algunos motivos pata denostarla.  Cuando, por pocos que sean, aparecen algunos venezolanos denostando de su patria en Miami o Panamá, o familias que con celeridad quiere borrar las huellas de su identidad, resistir y amar en vez de hablar mal o desentenderse como han hecho los sefardís desde el siglo XV, representa un ejemplo aleccionador.  Es, también, lo que me enseñaron Federica y Hugo Ritter cuando compartían sus Schokoladen-orangen-kuhen y sus Kugelof en las frescas tardes de San José.  Es un camino que vale la pena seguir.

@thstraka

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