Martín Caparrós: Buenos Aires, la ciudad abrumada
Uno de cada tres argentinos vive en ella y sus alrededores. En total, 15 millones de personas que últimamente sonríen poco. La incertidumbre de la economía hace que Buenos Aires parezca un mundo combustible. Pero esta sigue siendo todavía una gran ciudad que se jacta con justicia de la ambición cultural de muchos de sus pobladores. Nueva entrega de una serie en la que Martín Caparrós toma el pulso a grandes urbes de Latinoamérica
YA SÉ QUE son azares. Yo caminaba lento, casi preocupado, porque venía de la lavandería donde había dejado mi ropa el día anterior y donde, en lugar de la empleada colombiana, me encontré una policía que me dijo que el local estaba clausurado porque “anoche hubo un incidente”. Le pregunté qué había pasado y me contestó que no sabía, que no era un robo sino “algo entre los propietarios”.
–No, qué fue no sé, no le puedo informar, pero al fondo está lleno de sangre, no sabe la sangre que hay ahí.
Me dijo y yo caminaba lento, casi preocupado, pensando en mi ropa secuestrada quizás ensangrentada y en los azares y esas cosas de la vida –llovía suave, el viento picoteaba– cuando ví, unos metros más allá, un muchacho de camiseta y pantalones cortos sucios que metía una pierna en un contenedor de basura, después la otra, después el torso y la cabeza y cerraba la tapa. Esperé unos minutos, no salía, me dio miedo mirar.
Algo no terminaba de estar bien.
La ciudad se llama Buenos Aires.
Lo sé: no puedo hablar de esta ciudad como de las demás. Yo nací acá y acá viví más de cuarenta años, acá nacieron mi madre y mi hijo, de acá es el idioma que hablo o el que escribo. Soy de acá. No vivo acá.
(–Uy, vos acá. Hace mucho que no te veo por el barrio.
–Bueno, ahora estoy viviendo afuera.
–Ah, qué envidia.)
Buenos Aires fue, para empezar, un puerto. Porteño, el gentilicio de sus habitantes, lo delata. Buenos Aires surgió como un puerto para exportar los productos de un campo rico y concentrado: primero cuero y carne salada; más tarde trigo y carne fresca. Buenos Aires siempre vivió del resto del país. A principios del siglo XX atrajo a millones de inmigrantes europeos; a mediados de siglo, a millones de inmigrantes provincianos; a fines, a millones de inmigrantes bolivianos, peruanos, uruguayos, paraguayos. Ahora uno de cada tres argentinos vive en ella y sus alrededores: unos 15 millones de personas.
Buenos Aires, como toda capital, es muchas, pero si tiene un centro es la plaza de Mayo. En esta plaza se fundó la ciudad –la segunda vez, porque la primera fracasó– en 1580. En esta plaza criollos y españoles se alzaron contra el rey de España; aquí se levantaron cabildo y catedral y casa de gobierno; aquí debía erigirse en 1910 la gran columna patria que, de puro coherente, nunca se hizo; aquí se plantaron, hace 40 años, unas madres que buscaban a sus hijos y que impusieron la palabra desaparecidos; aquí se juntaron multitudes para torcer el destino del país de tanto en tanto; aquí, ahora, hay grandes rejas que intentan impedir que lo repitan. Aquí, ahora, pocos creen en rejas.
Y es cierto que el centro de la ciudad se ve “europeo”. Europeo, aquí, significa edificios de siete u ocho pisos de tiempos y estilos tan diversos mezclados al tuntún, a la argentina: flashes de Barcelona, de París, de Atenas, de Casablanca en una misma cuadra. Europeo significa también que los rastros del pasado colonial fueron cuidadosamente eliminados por gobernantes y ciudadanos que detestaban –o despreciaban– todo lo español. Así que los europeos que llegan se preguntan si de verdad están en América Latina; la primera mirada les dice que siguen en su mundo. Después, poco a poco, la van viendo.
O no.
Se mueven al compás, caras pegadas, pechos juntos, pelvis púdicamente separadas, los pies en firuletes compartidos: bordan un orden con el cuerpo, lo que se toca, lo que no se toca, lo que se puede y lo que no se puede. Bailan: en la pista de madera pulida del salón Canning, en la frontera de Palermo, dos docenas de parejas dan las vueltas previstas, repiten gestos aprendidos. El tango es la forma más controlada en que dos cuerpos pueden abrazarse –en público y sin pretextos amorosos. Son encuentros efímeros: tras dos o tres piezas, menos de diez minutos, los bailarines se darán las gracias y volverán a sus mesas respectivas. Se supone que vienen a bailar, no a seducirse. Y a respetar las reglas.
–Claro que hay códigos, la milonga tiene muchos códigos. La mujer, por ejemplo. El hombre tiene que invitarla a bailar, pero no va a ir a buscarla a su mesa porque la pone en un compromiso, así que la cabecea desde lejos y si ella lo mira y le sostiene la mirada entonces sí se levanta y la saca.
Me explica Estela Báez, bailarina y anfitriona de la milonga de esta noche. La milonga es un tipo de canción pero es, sobre todo, el lugar donde se bailan tangos: este salón, esos retratos de tangueros muertos, las luces tenues, el centenar de hombres y mujeres.
–No sabés cómo me gusta verlos acá, bailando, disfrutando. Pero todo con mucho respeto, por supuesto.
Me dice Estela –baja, llena, su vestido apretado– y que el tango es una forma de vida, su vida entera, su pasión, su lugar: que el tango es Buenos Aires.
Hace poco más de cien años, esta ciudad inventó un género que acabaría por inventarla. Era una música con ecos de negros y de gauchos, guitarras y tambores, que se bailaba hombre con hombre en los prostíbulos del Bajo; lo bautizaron tango. Más tarde los terratenientes argentinos fueron moda en París y lo impusieron; poco antes de la Primera Guerra el Vaticano condenó –es lo suyo– “esa danza del demonio” y eso le dio, por supuesto, más morbo y más caché.
Pero entonces era pura música. El primer tango con palabras –sin palabras el tango no habría sido– se estrenó en 1917, se llamó Mi noche triste y fue elocuente: “Percanta que me amuraste/ en lo mejor de mi vida,/ dejándome el alma herida/ y espinas en el corazón…”. Su principio era solo porteño: “percanta que me amuraste” no se entendería en ningún otro rincón del castellano. (“Muchacha que me dejaste” sería una traducción aproximada). El tango, así, consagraba al mismo tiempo una lengua local y una forma de ser. Lo cantó como nadie Carlos Gardel, un bastardo francés con la sonrisa de un príncipe italiano que incluso se dio el gusto de matarse en un accidente de avión en Medellín, y sus historias armaron una forma de ser: hablaban de abandonos, traición, melancolía, sus quejas respectivas.
Estela mira alrededor, atenta, vigilante, y dice que le gusta tanto ver cómo los extranjeros aprenden esas reglas, las respetan, y que esta noche hay franceses, polacos, rusos, italianos, americanos, brasileños, chilenos y quién sabe qué más. Las mujeres trajeron sus zapatos de tacón en una bolsa, polleras ajustadas; los hombres van en mangas de camisa. Algunos beben espumante, otros cerveza, muchos agua o café o cocacola; hay tres o cuatro menores de 40.
–Yo una vez por año vengo a Buenos Aires, a bailar. Ahorro, no es barato, pero me da vida, me hace sentir distinto.
Dice Jean-Paul, comerciante de Nîmes, la cincuentena bien llevada, el pelo lacio y entrecano.
–Los argentinos no saben lo que se pierden.
–¿Los franceses, querés decir?
–No, quiero decir los argentinos.
El tango agonizaba. Muy pocos lo bailaban, los jóvenes lo creían cosa de viejos, no se componían: ningún tango clásico fue escrito después de 1950. Hasta que, en los 90, jóvenes europeos llegaron y lo descubrieron. Tomaron clases, se entusiasmaron, revivieron los viejos salones. Alguien creyó que les gustaba porque era una de las pocas formas en que una alemana o neoyorquina post-feministas podían dejarse llevar por un hombre sin faltar a sus ideas, con espíritu de chiste folclórico. Lo cierto es que el tango volvió, y se volvió una postal de Buenos Aires.
El tango fue producto de la mezcla: el milagro de una ciudad que tenía 200.000 habitantes en 1870 y dos millones en 1920 –y más de la mitad eran inmigrantes. En esos años Buenos Aires era una de las ciudades más pobladas y potentes del mundo; era, dijo Malraux, “la capital de un imperio que nunca existió”; era, también, la cabeza desmedida del país del futuro y quería que se viera. Era, entonces, una ciudad de nuevos ricos que querían hacer olvidar su novedad a fuerza de riqueza y encargaban palacios que trataban de parecer reales. En esos años, entre 1890 y 1940, sus dueños construyeron las mansiones de la plaza San Martín, el Congreso, la Avenida de Mayo, los edificios Estrougamou, Kavanagh y Barolo, el Obelisco, la avenida Nueve de Julio, la Bombonera, el subterráneo: casi todos los monumentos que aún la identifican. Y el tango. Lo que ven quienes vienen a mirarla es una ciudad que se armó hace casi un siglo. Buenos Aires alguna vez fue tango; ya no es.
Al filo de Buenos Aires hay un río, el más ancho del mundo, pero alguien puede pasar años sin verlo. El río no está en la ciudad; la bordea, la abre y la confina. Buenos Aires empezó en el río, se termina en el río, lo desdeña. “¿Y fue por este río de sueñera y de barro/ que las proas vinieron a fundarme la patria?”, se preguntaba Borges en un poema de sus 20 años. Tardaría otros 40 en definir para siempre –casi tanguero– la relación de los porteños con su ciudad: “No nos une el amor sino el espanto;/ será por eso que la quiero tanto”.
Pero nos sentíamos tan privilegiados por vivir acá, por ser de acá –y nos odiaban por mostrar ese orgullo.
El río se llama de la Plata aunque nunca la hubo: porque unos ávidos quisieron creer que sí. Por lo que debería haber habido pero no, ya desde entonces.
La nena dice que llevaba dos días sin comer. La nena no tiene más de 11, el pelo largo desgreñado, ojos grandes y oscuros, la remera rojita con sus manchas. La nena come con denuedo.
–Ah, qué rico, qué rico. Qué hambre que tenía.
La nena termina su plato de lentejas con arroz y pide más. En su mesa hay otros siete nenes y nenas que comen lo mismo en platos iguales, plástico de colores, sus cucharas de lata; alrededor hay otras ocho mesas. Luis le sonríe y le dice que espere un poco, que primero hay que ver si alcanza para todos.
–Dale, tío, por favor. Por favor.
Luis le acaricia la cabeza, me mira como quien dice ves, por eso.
–Dale, tío, dale, qué te cuesta.
Se llama Comedor Por los Chicos y es un cuarto de 30 metros cuadrados, una cocina, un baño, un toldo a la entrada de un barrio bravo muy cerca de la General Paz, la avenida de circunvalación que separa la Ciudad Autonóma de Buenos Aires de sus suburbios infinitos. Luis y Silvia lo fundaron hace seis años porque, dicen, no soportaban que esos chicos se fueran a la cama sin comer. Ahora dan de cenar a unos setenta todos los lunes, miércoles y viernes, la merienda los martes y los jueves.
–Pero no nos alcanza la mercadería, la comida. Nunca nos alcanza, pero ahora menos: no sabés cómo creció en estos meses la cantidad de chicos que vienen. Vienen los padres, también, a ver si les podemos dar algo. Hay hambre, hermano, hambre.
Dice Luis, 53, la sonrisa acuciante, los pelos negros en un gorro de plástico. Luis se queja de que no tienen apoyo de las autoridades, que parece mentira que en un país como el nuestro pasen estas cosas pero pasan demasiado. Luis es peronista, dice, pero que su ideología no tiene nada que ver en todo esto: que él lo que quiere es darles de comer.
–En mi casa a veces no me dan, porque no hay. Pero acá cuando vengo sí me dan.
Dice un flaco de 9, camiseta de Boca. El cuarto está lleno de gritos y de chicos, fotos en las paredes, una cara de Guevara, otra de Eva Perón, otra de su marido, una tele con dibujos animados. En Buenos Aires y sus suburbios hay cientos de comedores y no dan abasto. Buenos Aires es la capital de un país que se dedica a producir y exportar comida: que produce, dicen, comida que alcanzaría para 400 millones de personas. Pero el Observatorio de la Universidad Católica dice que la exclusión social y la zozobra económica consiguen que uno de cada diez chicos pase hambre.
–Bueno, hoy son menos, algunas madres tuvieron miedo de mandarlos. Como hubo esos problemas…
Silvia habla a medias, con miedo, y no termina de contarme que esta tarde la policía entró en el barrio. Dijeron que era un operativo contra unos vendedores de paco –o crack o basuco o bicha, pasta base, los desechos de cocaína que son, en toda América, la droga de los pobres. Los policías se llevaron a varios y derribaron tres o cuatro casillas: dijeron que eran “búnkers de la droga”.
–Bueno, sí, es cierto que acá hay falopa. Acá son muy pocos los que tienen un trabajo, así que muchos pibes andan vendiendo. Se creen que es la única salida que les queda…
Dirá Luis, y qué pobres pibes pero les hacen mucho mal a todos y que el barrio se les volvió violento, que los chicos ya no pueden andar solos por las calles porque hay armas, tiroteos, y todo porque algunos pobres pelotudos quieren venir a comprarse sus drogas, dice.
–Del centro, vienen, muchos. Por qué no se quedarán allá.
Buenos Aires siempre fue, sobre todo, clase media. Eso la hacía mucho más europea que sus mansiones parisinas y sus chalets normandos y sus casas italianas y sus escasos rascacielos neoyorquinos y sus iglesias dizque góticas, dizque barrocas, dizque rusas; mucho más europea que sus teatros y avenidas y sus pieles lechosas.
La ciudad es por lo menos dos ciudades, y las separa otro río que no es río: la avenida Rivadavia. (Bernardino Rivadavia fue el primer presidente argentino y, como tantos de sus grandes compatriotas –como San Martín, Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mansilla, Roca, Borges, Cortázar, Maradona–, murió fuera. Como varios de ellos, dejó escrito que no devolvieran su cuerpo a su ciudad; como a varios, no le hicieron caso: su tumba está en una plaza que su avenida cruza, junto a una estación de tren, en una zona dura. Muy pocos de los que pasan saben que ahí, bajo ese mármol, yace un cuerpo.)
La avenida Rivadavia –que la ansiedad local supone “la más larga del mundo”– corre desde la Plaza de Mayo hasta el suburbio, quince kilómetros más lejos; a su derecha están los barrios pretigiosos; a su izquierda se extiende una pampa de casas semejantes. Muchos habitantes de la orilla derecha no van del otro lado; si acaso, últimamente, se arriesgan a un restaurante de San Telmo, el barrio viejo, la zona que los ricos abandonaron en 1870 para huir de la fiebre amarilla.
San Telmo se volvió el barrio favorito de los extranjeros jóvenes: calles empedradas, casas bajas, bares enrollados. También los hay en Palermo, el otro gran lugar de paso y de paseo. Alrededor de su centro, la placita de Serrano, se levantan diez o quince bares; nada que no sean bares. Uno se llama Madigan, otro Flannagan, otro Whoppies, otro Ragnar, otro Madagascar, otro Dixx, Bad Toro, Antwerpen, Valk, Kentucky, y siguen firmas. Pero la plaza, ahora, se llama Julio Cortázar; yo estuve, hace unos 30 años, en el acto en que la bautizaron; ese día pasé por los parlantes una grabación donde él decía que nada le daría más horror que dejarle su nombre a una calle o a una plaza.
–Uy, qué espanto. Ojalá no lo hagan.
Dijo, aquella vez, Julio Cortázar.
Y ahora la voz en la radio anuncia unos créditos del aisibisí y no necesita explicar que está hablando del banco ICBC: el orgullo de seguir pareciendo más o menos educados, más o menos cosmopolitas –o eso que, aquí y ahora, pasa por cosmopolita. Pero es cierto que Buenos Aires fue una ciudad módicamente culta, donde la educación pública funcionaba bien, donde una o dos generaciones de inmigrantes pobres se sacrificaron para hacer de sus hijos dotores: donde ser doctor era la forma de cumplir aquellos sueños gallegos, tanos, rusos.
Cada noche, en Buenos Aires, abren infinidad de bares, restoranes, conciertos, teatros, los puntos más variados y entusiastas. Buenos Aires sigue siendo una gran ciudad para tener 20 o 30 años y algún dinero en el bolsillo. Y se jacta –con justicia– de sus actividades culturales y de la ambición cultural de muchos de sus pobladores y ahora, además, de tener “la librería más bella del mundo”. La librería Ateneo fue, durante décadas, un cine y se llamaba Grand Splendid. Hay artes que tuvieron un destino aún más cruel que la literatura: aquel cine fue convertido en librería y trepó en esos rankings improbables. La librería es un teatro vaciado de sí mismo, sin escenario, sin butacas –sin lectores. Rebosa de turistas que cumplen el ritual y, teléfono en alto, se selfean como corresponde. El decorado es espectacular: miles de libros en un idioma que no entienden.
(–¿Y seguís viviendo en el Botánico?
–No, me fui a Madrid.
–Ah, qué suerte, qué hijo de puta.)
–Y pensar que al final nuestras vidas consistieron en lidiar con todo esto, ¿no?
Me dice un taxista de mi edad. “Todo esto” es un estado de zozobra casi permanente: la sensación de que nada va a ser como lo imaginabas, que detrás de cada promesa hay un engaño, que todo se derrumba o puede derrumbarse. Hace décadas que los porteños –la mayoría de los porteños– perdieron la confianza en el futuro, que lo esperan con miedos. Son décadas de vivir al ritmo de una economía descontrolada, su inflación, sus penurias. Los porteños –la mayoría de los porteños– ya no saben relajarse: viven atentos a la puñalada por venir.
–Siempre pensamos que era por un tiempo, que iba a mejorar, que iba a cambiar, pero se alarga y se alarga y es toda la vida, la concha de su madre. Al final se nos fue la vida en esta mierda.
Los porteños, últimamente, sonríen poco.
Se los ve tensos. Agresivos, incluso. Buenos Aires parece un mundo combustible, siempre a punto de saltar por los aires. Y te explican, después, que tienen sus razones. La economía, sobre todo: la incertidumbre de la economía.
–Acá nadie guarda plata en pesos, todo es dólares. Y muy pocos la tienen en el banco; la mayoría la mete abajo del colchón.
La Argentina lleva muchos años sin tener una moneda verdadera: las operaciones significativas –comprar o vender una casa, un coche, ahorrar lo que se pueda– se hacen en dólares, la única certeza.
–Es muy difícil, un país sin confianza…
Me dirá P., sorbiendo su café de cadena americana. En Buenos Aires los hombres se saludan con un beso. Salvo la clase alta y asimilados varios, que son tan hombres que se dan la mano. Cuando llegó, P. me dio la mano.
–Tantos años de pasar por todo tipo de planes fracasados, devaluar la moneda una y otra vez, sacar ceros y más ceros, seguir con la inflación, seguir imprimiendo billetitos… Así no hay quien les crea.
P. tiene 38 años, dos hijas chicas, el cuerpo curtido por el rugby, poco sueño; cada mañana hacia las 9, después de un rato de ejercicio, llega a una oficina en el centro de la ciudad –lo que los porteños llaman “la City”–, enciende su computadora y se dispone a imaginar qué hará “el mercado”. El mercado de divisas de Buenos Aires solo mueve unos 300 millones de dólares al día pero su sombra cubre todo.
–Sí, cada mañana cuando llego prendo los sistemas, empiezo a ver cómo viene la cosa, la volatilidad, los cambios permanentes. Y ahí tenemos que ir decidiendo qué hacemos, si compramos, si vendemos…
P. lleva el nuevo uniforme de negocios cool: el traje azul oscuro o agrisado, la camisa blanca o celeste con el cuello abierto. Su empresa compra y vende dólares y maneja inversiones.
–No, no es un trabajo salubre, no en este país. Hay que tomar decisiones que te pueden dar pérdidas importantes. Pero tenés que aprender que vas a tener errores y que lo importante es tener más aciertos que errores.
Y pese a eso, dice, le gusta su trabajo. Le pregunto por qué, y me dice que la adrenalina:
–La adrenalina, eso me gusta. Y que tomás decisiones y tenés la respuesta en el momento. Cuando trabajaba en la economía real, de pronto me metía en un proyecto de construcción que tardaba dos años en funcionar o no. Acá, para bien o para mal, ves los resultados cada día.
Hace un año un dólar costaba 20 pesos argentinos; hoy, más de 40; la inflación, en ese lapso, ya pasó del 50 por ciento. La inflación desconcierta y desalienta: cualquier plan personal se derrumba, todo se descontrola; cunde la sensación de que nadie sabe, que no hay manera de arreglarlo: que un chofer borracho te lleva al precipicio.
P. fue a un colegio distinguido, de curas elegantes, y habla con ese acento de porteños ricos que ahora llegó a la presidencia.
–¿No te da culpa la idea de que podés hacer este trabajo porque este país es un quilombo, que se están aprovechando de todo eso?
–No, a nosotros nos convendría tener un país normal, tranquilo. A nosotros también nos joden las mismas cosas que lo joden al tipo que hace panes. Es cierto que yo a veces puedo aprovechar una crisis para comprar mejor, para conseguir ciertas ventajas. Pero eso no me da culpa; lo que me da culpa es que no podamos hacer un país donde todos podamos ganar plata trabajando. Con un país normal ganaríamos todos. Como no lo tenemos, algunos podemos aprovechar las oportunidades, pero son efímeras. Hoy la pegan, mañana se la van a pegar…
Dice P., y el teléfono interrumpe. P. lo atiende, habla parco, dice que ya va, que él se ocupa.
–Está subiendo mucho el dólar.
Me dice, el gesto cómplice, y que tiene que irse; le pregunto si ayer compró dólares.
–Sí, compré. Por suerte me cubrí.
–Así que seguimos ganando.
–Sí, pero yo no gano si esto no se sostiene, si la gente no tiene plata para comprarlos.
Dice, y que ya se va, que se le quema el rancho.
–Bueno, como todos los días.
Dice, con la sonrisa del bombero satisfecho.
Buenos Aires es una ciudad fundada por personas que vinieron desde lejos para hacerse un futuro, que creían en el esfuerzo y la recompensa de construir ese futuro: ahora sus nietos y bisnietos la ven caer sin saber qué hacer para evitarlo. Con la convicción de que no saben evitarlo, que no pueden; con el miedo de lo que puede pasar, que nunca se sabe qué será. Si me resignara a generalizar diría que muchos porteños son personas asustadas: personas que viven en un tembladeral sin referencias, sabiendo por experiencia que en cualquier momento les sacan el suelo sobre el que se paran, los planes que creyeron, las normas que aceptaron: que el dinero, la gran certeza actual, es incierto, que hoy vale y mañana quién sabe; que el futuro es amenaza, no promesa.
La conciencia de que todo cambia todo el tiempo, que todo se te escapa. La civilización es el aparato que inventamos para ocultar que todo es provisorio. A veces lo consigue.
Son memoria que recorre las calles, presente tan presente. Son personas –hombres, mujeres, sus hijos a veces– que llegan desde la periferia y empujan esos carritos de fortuna donde juntan lo que queda en la basura, los despojos ajenos. Los llaman cartoneros porque empezaron recogiendo cartones en 2001, la penúltima crisis, y se volvieron parte de la ciudad, una imagen constante. Hace años le pregunté a Mauricio Macri, alcalde entonces, qué iba a hacer al respecto y me dijo que los estaba ordenando y que iba a darles uniformes. Le dije que me refería a que ya nadie tuviera que andar hurgando en las basuras y él me dijo que sí, que con el tiempo, que si llegaba a gobernar. Ya pasaron diez años, Macri lleva más de tres de presidente –y antes Kirchner y Cristina de Kirchner– y los cartoneros siguen en la calle; ahora tienen un chalequito fluorescente. Estos días el municipio empezó a instalar unos contenedores inteligentes –italianos– que solo pueden abrir los vecinos con tarjetas magnéticas: “Esto es para evitar que la gente se meta y saque basura; así va a mejorar mucho la limpieza”, dijo, cuando los inauguró, el ministro del Espacio Público.
Ciudadanos que se defienden de sus conciudadanos, se asustan, los rechazan. Técnicamente, Buenos Aires es una ciudad de casi tres millones de habitantes rodeada por un conurbano que alberga a doce millones más.
–¿Vos dónde vivís?
–Yo, en el Gran Buenos Aires.
–Bueno, no será para tanto.
En el Gran Buenos Aires hay barrios ricos, barrios cerrados, barrios medianos, tantos barrios muy pobres. Para muchos porteños esos conglomerados marginales –las “villas miseria”– son una sombra que amenaza: de allí vienen todos los días miles y miles de trabajadores que los sirven pero también –en su imaginario– los pacientes que ocupan sus hospitales, los manifestantes que cortan sus calles, los ladrones que los roban. En las villas viven millones de personas sin un trabajo regular, menguada la esperanza. Y proyectan sobre la ciudad esa imagen o fantasía de un lugar sin ley, sin solución, sin diques, que se desborda cada vez más sobre sus calles: un cambio anticlimático.
–Lo que no se puede más es dejar que estos negros nos caguen la vida.
Me dice una señora muy teñida de rubio al volante de un coche casi nuevo atrapado en una fila inmóvil. Estamos en el Obelisco, una aguja blanca que Buenos Aires levantó en 1936 para festejar sus 400 años y su prosperidad y que, desde entonces, la representa en las postales. Alrededor hay cientos de mujeres y hombres con pancartas y bombos y banderas: es rara la mañana en que no hay, en el centro de la ciudad o sus accesos, algún corte de calles. Algunas veces son trabajadores despedidos; muchas, pobres suburbanos que reclaman sus subsidios, sus derechos. Son gordos, son oscuros, tienen menos dientes, tienen bebés en brazos, ropa vieja.
–Pa’ que nos vean, hermano, qué querés. Si nos quedamos en los barrios, ¿sabés qué fácil que se olvidan de que existimos, los políticos? Y la gente, los garcas de acá también se olvidan. Que se maten entre ellos esos negros, dicen, que se mueran. Si se mueren estamos más tranquilos, dicen. O no lo dicen pero seguro que lo piensan.
Me dice, torrencial, una mujer de 50 baja, sólida, su mochila con el termo y el mate, su pelo recio con una raya al medio y la coleta, su camiseta azul que dice “Movimiento Evita”. Suenan bombos: sin cesar suenan bombos. Los manifestantes se quejan de que el Estado abandona sus políticas sociales –clínicas, comedores, asignaciones, cooperativas de trabajo– y amenazan con seguir en la calle: se vienen elecciones, es buen momento para hacerse oír.
–Este gobierno oligárquico quiere deshacerse de nosotros. Nosotros estamos acá para decirles que no lo conseguirán… Grita un hombre de pelo largo desde un camión con altavoces.
Alrededor de los manifestantes hay cien o doscientos policías; llevan escudos y protecciones varias y un cartel en el pecho con su nombre; muchos son mujeres. Este año, dicen, se han puesto más duros, pero no reprimen si los cortes dejan un carril abierto al tráfico. Aún así, los embotellamientos o trancones o tacos o atascos suelen ser majestuosos. Cada mañana los portales y canales de noticias informan qué calles y avenidas estarán cortadas y muchos porteños los consultan antes de decidir su itinerario. Muchos, también, piden mano más dura, y el debate entre el derecho a la manifestación y el derecho a la circulación ya lleva décadas.
Buenos Aires es, entre otras cosas, el teatro de una lucha continua. Por la supervivencia, dicen unos; por el poder, contestan otros.
Hay pocas explosiones como ésta: vas subiendo, laborioso, lento, las escaleras de cemento sombrío, sus escalones desconchados, charcos de aguas y orines, y llegás a los pasillos de cemento sombrío, más charcos, más olores y de pronto, tras una puerta apenas más grande que una puerta, te asaltan la luz y el ruido y los colores, el sol o esos faroles que hacen días más brillantes que los días: dejaste atrás las tripas del estadio, saliste a sus tribunas y lo ves, ves esos brillos.
–Las gashinas son así,/ son las amargas de la Argentina,/ cuando no sale campeón/ esas tribunas están vacías./ Yo soy de Boca, señor…
Hace unos años The Guardian dijo que un Boca-River en la Bombonera era el mejor espectáculo deportivo del mundo y los bosteros lo recibimos con esa mezcla de orgullo y sorna que solemos: y sí, ¿recién ahora se dan cuenta? La cancha de Boca, también llamada Bombonera, ya tiene 80 años y es el reducto del equipo más popular de la Argentina.
–…Boca, sos la droga de mi corazón./ Aunque ganes, aunque pierdas/ no me importa una mierda…
Allá abajo el partido es francamente malo: torpe, peleado, desarmado. La Argentina exporta sus mejores jugadores: los que siguen aquí son los que no consiguen lugar en clubes europeos –o americanos o turcos o malayos–; los demasiado jóvenes o demasiado viejos o demasiado malos. Así que nos resignamos a nosotros mismos. A veces la tribuna grita por entusiasmo de un partido emocionante; otras, por el tedio de uno como éste. Algo hay que hacer: cantamos. Y nos gusta escucharnos.
–Quiero quemar el gallinero,/ que se mueran los cuervos y la guardia imperial./ Vamos xeneizes,/ con huevo vaya al frente…
La mayor exportación cultural de la Argentina actual –sin contar reinas y papas y demás residuos medievales– son estos cantitos de cancha: se los puede oir en todo el mundo, desde el Azteca al Bernabéu al Yokohama. Y son el producto de las “barras bravas” que también exportan su know-how a otros grupos de vándalos.
–Pasan los años, pasan los jugadores,/ la Doce está presente y no para de alentar…
La de Boca, “la Doce”, es una de las más famosas, más activas: un verdadero cuerpo mafioso que cobra por proteger a sus posibles víctimas de sus posibles ataques, y resulta tan vistosa, tan folclórica, tan “apasionada”.
Alrededor de la cancha de Boca está la Boca –la boca del Riachuelo, un río podrido que todas las administraciones prometen limpiar, rehabilitar. La Boca es un barrio construido a principios del siglo XX por inmigrantes genoveses, que los turistas suelen visitar porque conserva algunas casas de lata pintadas de colores, y los locales evitan porque tienen miedo.
–No, boludo, ahí no tenés que ir, no seas boludo.
El porteño es un dialecto fácil: castellano con vos y melodía italiana. Pero lo italiano, en Buenos Aires, nunca se pensó como un signo de elegancia. Los italianos solían llegar con una mano atrás y otra adelante, buscando algún lugar donde pelear el hambre. Tardamos mucho en separar dos palabras que solían venir juntas: tano y bruto. Hasta que, hace 50 años, una nueva generación de empresarios, migrantes tardíos o hijos de migrantes, nos convenció de que un italiano podía ser elegante –y el hijo de uno de ellos ahora nos gobierna en nombre de los ricos.
–Una con faina, flaco, y un vaso de moscato.
“Una” es “una porción de muzzarella”: no hace falta nombrarla. Muchos creen que la comida de Buenos Aires es el asado pero el asado –y sus mollejas y chinchulines y chorizos– es, si acaso, la comida argentina. La comida de Buenos Aires es la pizza, pan y queso calentados que trajeron aquellos italianos. La pizza porteña es una masa gorda oronda con queso desbordante doradito, lujos de un país que solía entender la buena comida como mucha comida; la pizza porteña tiene un templo que se llama Güerrín –aunque nunca nadie haya pronunciado la diéresis o crema.
–¿Para llevar o para comer acá?
–No, acá nomás, de dorapa.
La cola es larga, cambia según las horas. Al mediodía son empleados de oficinas de la zona; a las 9 de la noche son familias, a partir de las 10, parejas que salen de los cines o bares o teatros; más tarde, perdidos varios de la noche.
–No te olvidés el vaso de moscato, hermano.
Detrás del mostrador hay tres muchachos de birrete rojo, un cuchillo en una mano, un tenedor desdentado en la otra, que nunca paran de cortar porciones. Y también distribuyen la faina o fainá, ese pastel de harina de garbanzos que solo se encuentra aquí y en Génova. Güerrín está en Corrientes, la avenida del Obelisco, los teatros, los cafés y librerías y restoranes que no cerraban nunca. Yo crecí escuchando tangueros que hablaban, melancólicos, de cuando “Corrientes era angosta”: la habían ensanchado en los años 30 para abrirle camino al futuro. Ahora el gobierno de la ciudad ha decidido angostarla otra vez y seguir demostrando que aquí el futuro se parece tanto al pasado o a vaya a saber qué: a lo que venga.
(–¡Uy, vos por acá, tanto tiempo sin verte!
–Es que ahora vivo afuera.
–Ah, vos sí que la hacés bien.)
Quizás alguien tiró a la calle su sillón: de pronto, en la acera coqueta, el paseante se topa con un sofá de dos plazas, como de tela estampada con capitoné, mullido, invitante, francesito. Cuando el paseante agradecido se deja caer sobre esa superficie elástica, sus nalgas descubren que no hay tal, que el sillón está hecho de hormigón armado. Entonces averigua: el gobierno de la ciudad ha instalado unos cien; son, dicen, una “intervención urbana”. La inventó un colectivo de diseño que se llama Grupo Bondi –Bondi, en argentino, significa colectivo que significa, a su vez, autobús– y se define como “una banda de rock que no hace canciones sino objetos” para contribuir a esa idea de que los argentinos son unos charlatanes con –algún– encanto.
En síntesis: te ofrecen un sillón mullido, confortable, y al sentarte descubrís que era más duro que una piedra. Se diría que alguien nos quiso explicar algo.
Son las cinco de la tarde y aquí en la Recoleta, el barrio caro, las chicas rubias y sus pecas salen de los colegios religiosos, sus uniformes de color, sus polleras tan cortas y sus cruces, sus miradas, y los chicos salen de los colegios religiosos, sus espaldas de rugbiers en potencia, sus miradas de ganas, su torpeza de nenes. Frente al chino de la esquina –aquí “un chino” es un supermercado– hay una cola larga: quince o veinte mujeres, casi todas jóvenes, esperan algo en la vereda. Pregunto; la primera me explica que “están tomando una cajera y limpiadora”. La primera es venezolana, el pelo afro, los ojos muy pintados; ya lleva acá seis meses y todavía no ha conseguido nada. En la mano tiene una carpeta de plástico con su curriculum: es licenciada en administración, me dice. La segunda y la tercera son porteñas, también van maquilladas; una estudia dibujo, la otra está terminando su bachillerato. Ninguna de las tres ha tenido un empleo en los últimos meses, y me dicen que su trabajo es recorrer la ciudad, las colas, las propuestas.
–Lo importante es no desanimarse.
Me dice la segunda. Detrás hay muchas más, y más siguen llegando. El trabajo son nueve horas por día y la paga mensual, me dicen, unos 300 euros. Los productos que venderá la afortunada cuestan un poco más que en cualquier mercado de Madrid.
La pregunta todo el tiempo es por qué. O ni se dice, queda implícita: ¿cómo puede ser que un país tan rico esté siempre tan mal? O sea: ¿por qué un país tan rico no es tan rico?
Pero ahora una especie nueva recorre la ciudad. Llevan a sus espaldas grandes cubos de colores vivos, suelen moverse sobre ruedas y hablan con un canto de playas alejadas. Hace años que Buenos Aires se está “latinoamericanizando”, con perdón: dejando atrás sus estructuras más europeas –más clase media, menos desigualdad, buena salud y educación y seguridad públicas– para parecerse, en sus injusticias, al resto del continente. Y ahora estos muchachos: venezolanos, sobre todo, y colombianos, que la recorren en bicicleta para entregar pizzas y empanadas y sushis y todo lo demás a domicilio: la tracción a sangre y la costumbre de no salir por miedo o por carencia se imponen poco a poco, bien sudacas.
Hacía tiempo que Buenos Aires no registraba la llegada de una comunidad tan numerosa, tan presente como estos cientos de miles de caribeños que también están en los bares y los restaurantes, las cajas de los chinos, los mostradores de las boutiques de moda, los lavarropas de las lavanderías.
–No sabés qué agradable, qué bueno que estén acá. Ahora vos entrás a un negocio y te saludan.
Me decía una amiga, la sonrisa triste. Pero sus vidas no son fáciles.
–Y no, qué vas a hacer, tienes que hacer lo que te dicen. Para eso somos extranjeros.
Me dice una venezolana de ojos grandes.
–Si te dicen que esperes, esperas. Si te dicen que vuelvas mañana, vuelves mañana, qué remedio.
El edificio de la Dirección de Migraciones, junto al puerto de Buenos Aires, no estaba preparado para tantos. Hace unos meses sus jefes se sintieron desbordados y levantaron unas rejas que cierran sus entradas. Esta mañana hay cientos de extranjeros que hacen cola en un descampado bajo los árboles sin saber para qué; de tanto en tanto sale una empleada y docenas se le tiran encima, la muelen a preguntas. La chica les contesta poco, no sabe qué decir. Alrededor siguen los gritos, pedidos, los reclamos, y algunos filman el tumulto con sus telefonitos para subirlo a redes, que es la resistencia de estos tiempos, la esperanza de estos tiempos. Unos metros más allá se levanta un edificio enorme, tipo hospital del 900: el Hotel de Inmigrantes, plantado sobre el río. Aquí llegaban los que hicieron la ciudad; aquí los recibían y registraban y filtraban. Aquí vienen ahora sus descendientes a buscar sus datos para pedir las nacionalidades que ellos abandonaron: para hacerse italianos, españoles, polacos, poder irse.
–Me emociona pensar que mi bisabuelo, cuando llegó, caminaba por estas mismas losas.
Me dice un muchacho que vino a buscar la fecha de su desembarco.
–Solo que él caminaba porque quería llegar y vos porque querés irte.
Le digo, y que está cerrando el círculo, y el muchacho no sabe si reírse. Lo intenta, por si acaso, no le sale.
Buenos Aires es una ciudad chata, sin alturas: que no tiene desde dónde mirarse y admirarse. Lo que más se ve de Buenos Aires es el centro, sus avenidas anchas, sus grandes construcciones, sus parques arbolados, pero dos tercios de la ciudad son esa pampa de casitas bajas, algunos edificios cada tanto como los montes de eucaliptus en la pampa, y esas calles tan parecidas las unas a las otras, los negocios modestos, las veredas más o menos rotas: “los Cien Barrios Porteños”, los llama el cliché. Son, como la pampa, vastos espacios que parecen parecerse, donde el ojo poco entrenado no encuentra diferencias. Eso –lo que nunca se piensa cuando se piensa en ella– es la ciudad.
Y los plátanos, claro. Sin los plátanos, Buenos Aires ya se habría hundido en la fealdad más consistente; los plátanos la salvan, la visten todo el año con sus hojas modestas pero muchas y sus cortezas cortajeadas. Y están, por supuesto, los jacarandás: el adorno, el lujo lila de noviembre. Y los palos borrachos gordos y rosita y los lapachos orgullosos y esas plazas con esos monumentos –un gomero, un ombú– que se vuelven un espacio en sí mismos: árboles como cúpulas de algún banco quebrado, de una iglesia hereje, árboles que ya estaban ahí cuando no estaba Buenos Aires, árboles que estarán y se reirán cuando se acabe; árboles que justifican –que casi justifican– todo el resto.
Pero la calle huele a palosanto. Ese incienso barato es el olor de la caída. Lo venden, en las calles, desocupados que te recuerdan su desgracia por la vía más directa: el palosanto es la ciudad abrumada.
J. se está sacando los zapatos. J. tiene 48 años –dice que tiene 48 años–, el pelo casi al ras y ahora se está sacando los zapatos, grandes, viejos, sentada en el suelo en la esquina de Callao y Santa Fe, pleno barrio rico. Son más de las doce de la noche; J. me explica que acá como hay mucha policía se puede dormir bien, que en general no la molestan, que no intentan robarle lo que lleva en sus dos bolsas. Que sí, que a veces la policía la saca, pero a veces no, y que lo importante son las bolsas.
–Imagínese, don, si me chorean estas bolsas me quedo sin nada en la vida. Nada, ni un zoquete.
J. tiene los ojos huidizos: no consigo que me mire de frente mientras me cuenta que ella tenía una casa –bueno, dice, una casita, un rancho– pero que primero su marido se fue, después ella perdió un trabajo, la hija se juntó y se fue, el hijo no me cuenta. Y que entonces acá sí puede sacarse los zapatos porque no se los roban y que lo importante es poner un cartón por debajo, que cuando no consigue un cartón o se le moja sí que la pasa mal, que aprieta el frío, y por arriba esta frazada, me dice, y me muestra una mantita, sus agujeros, su mugre. Y después me dice que ella es distinta, que no toma nada, que con vino es más fácil.
–Y no se crea que es porque no puedo. Si quisiera yo también me conseguía un litro para dormir. Pero si entrás en esa ya no salís más.
Me dice J., y que ella sí quiere salir: que ella sí va a salir. Y que, mientras, qué bueno poder sacarse los zapatos.
Son muchos, la mayoría son hombres. Los hay en cantidad de esquinas; en algunas viven durante años: alguno incluso tiene, en la calle, su tele y su perro. También hay familias.
La ciudad está llena de personas que ya no tienen techo; para el resto, a menudo, se trata de aprender a no mirar. A convivir con lo que, hace unos años, habríamos creído intolerable. A ampliar, entonces, el radio de lo que toleramos: a escondernos en la resignación.
El doctor tiene 65 años, es un oncólogo con clínica propia y hace unos días tiroteó –con su pistola registrada– a cuatro muchachos que intentaron asaltarlo en la puerta de su casa. Uno murió, los demás se escaparon; el doctor dijo que era la sexta vez que lo asaltaban, que no le sorprendía el nivel de violencia, que tenía que ver con la droga y que “si no ponen mano firme va a ser cada vez peor”.
–Esto es una pérdida permanente de valores, de un país que era la Europa de Sudamérica y ahora ya no sabemos qué es.
Dijo el doctor a un diario. El muerto tenía 16 años y su hermana lo despidió en su facebook: “Asco a la Policía, la re concha bien de su madre. Lo dejaron re morir a mi hermano. Nadie lo quería vivo, manga de hijos de puta”.
En los últimos años la ciudad mejoró en algunas infraestructuras básicas –el metrobús, las zonas peatonales, los desagües– pero la mayoría insiste en verla más pobre, más descuidada, más caída. Y están, también, obsesionados con la inseguridad: todos te cuentan alguna historia, sus temores. En Buenos Aires hay muchos más delitos que hace dos o tres décadas; la cifra de homicidios sigue siendo baja, pero los robos constantes, persistentes, la sensación de que es difícil recorrerla tranquilo.
–Si tenés que andar siempre con las ventanillas cerradas para que no te manoteen la cartera te sentís que la ciudad no es tuya, que es de ellos.
(Fue, también, la latinoamericanización: los ricos argentinos creyeron que podían armar una sociedad injusta, desigual, sin ninguno de sus inconvenientes; no pudieron.)
Por eso, entre otras cosas, los ricos se refugian. Algunos se fueron a esos barrios privados del suburbio, grandes extensiones verdes que incluyen sus clubes, sus colegios, sus iglesias: de dónde los niños y sus madres no precisan salir. Otros, más urbanos, se encerraron en Puerto Madero, tan lejos y tan cerca.
A mis 12, 13 años me tocaba ir allí todos los jueves: allí yacía, entre barcos arrumbados y graneros en ruinas, el campo de deportes de mi colegio. El puerto estaba casi abandonado. Entonces la aventura consistía en esquivar las asechanzas de aquellos marineros soviéticos o griegos que, emboscados en los pajonales, amenazaban nuestro honor impúber.
El abandono duró hasta los noventas; fue entonces cuando, neoliberalismo peronista mediante –sobornos faraónicos mediante–, empresarios se lanzaron sobre esa mina de oro. Primero rehabilitaron los viejos edificios y los volvieron restoranes y bares y hoteles pretenciosos; después construyeron otros nuevos y los vendieron como pisos más que pretenciosos.
El invento era imbatible: Puerto Madero está pegado al centro de Buenos Aires pero sólidamente separado de ese centro por rejas y canales, bien aislado; como un barrio cerrado sobre el río. Es un enclave con reglas propias, su propio sistema de seguridad: no lo maneja la Policía Federal –tan sospechada, tan sospechosa–, sino la Prefectura Naval que, por su función acuática, no había tenido tiempo y ocasión de corromperse tanto. Además es un barrio nuevo: no había pobres residuales que incomodaran a sus vecinos, tan gustosos de vivir entre iguales.
–Acá te sentís cómodo, tranquilo, sabés que no va a venir nadie a molestarte. Sabés que no hay problemas.
Dice I., un residente que tampoco quiere nombres, cincuenta y tantos, su rolex de oro.
–La verdad, es como vivir en otro país, un país en serio.
Las calles de Puerto Madero son amplias, limpias, muy desiertas, atiborradas de seguridad: más rejas, más guardias, más cámaras. Ningún edificio tiene más de veinte años y algunos tienen más de veinte pisos. Hay, todavía, algunos árboles de antes –y el resto es puro design contemporáneo. Por todo lo cual los ricos y famosos, políticos, futbolistas, tetonas, inversores, gerentes extranjeros y demás oportunistas convirtieron ese trozo de tierra ribereña en el barrio más caro de la ciudad –con mucha diferencia. Cuando el peronismo populista llegó al poder en 2003, el lugar estaba maduro para convertirse en su refugio y en su mejor símbolo: muchos de sus jefes viven en esa zona donde los pisos cuestan millones de dólares y las calles llevan nombres de Madres de Plaza de Mayo y otras luchadoras sociales.
(–Che, te volviste a vivir acá.
–No, estoy de paso.
–Ah, menos mal.)
Hay mucho pelo azul y mucho mate. Aquí, hace 40 años, pocos lo tomaban; aquí, hace 20, nadie lo tomaba en movimiento, pero ahora se los ve caminar con el mate en la mano y el termo en el sobaco, a la uruguaya. En un mundo donde todo se globaliza o muere, el mate es una excepción rara. Solo se consume en un triángulo del Cono Sur –Argentina, Uruguay, Paraguay, sur de Brasil– pero en esos lugares tiene cada vez más lugar.
El mate se convida, se comparte. Es sábado a la tarde: en el Centro Cultural Recoleta hay una feria que se llama Pibxs –así, en “inclusivo”– de historieta feminista y unos talleres de hip-hop y muestras de pintura y recitales y obritas de teatro y zonas de encuentro y lugares para nada y una terraza espléndida llena de tumbonas y chicas y chicos y chiques haciendo nada al sol, y muy pocos tienen más de 30 años.
El Centro Recoleta fue, en otra vida, un asilo de ancianos, y alrededor yacen los muertos poderosos. El Recoleta está incrustado en el cementerio de su nombre, la ciudadela donde los ricos argentinos tienen sus mausoleos, piedra y mármol tendiente al angelito, mucho busto ceñudo y los nombres de muertos que son nombres de calles. No hay club, en la Argentina, más exclusivo que este: aquí se encuentra la verdadera elite y todos, o casi todos, están muertos. Hay quienes desconfían de una ciudad cuya atracción turística principal son unas tumbas –y este es uno de los tres o cuatro cementerios más visitados del mundo. Hay monumentos relucientes rimbombantes; hay otros con sus vidrios rotos, catafalcos caídos, cajones polvorientos, olvidados por familias perdidas, visitados por turistas que ignoran esos nombres.
Y está, además, la gran intrusa: Eva Duarte de Perón, también conocida como Evita, tan plebeya, que yace a unos cuantos metros del presidente general Aramburu, que derrocó a su marido en 1955 y fue secuestrado y asesinado por los Montoneros en 1970. Cinco años después, el cadáver del militar fue robado por los mismos Montoneros para forzar la aparición del cadáver de Eva, que seguía perdido: fue un trueque maloliente, un gran momento de la Patria.
–No me digas que nunca viste una pelea de hip-hop.
Me dice Cami, todavía en el Centro Cultural, y le digo que no y me dice que vamos. En la sala repleta y sudorosa hay docenas de camisetas con leyendas en gótico, tatuajes en cada pliegue de las pieles, gorritas de béisbol que perdieron el norte y, en el medio, dos equipos de chiques vestides de negro que hacen la mímica de pelearse bailando, con revoleo de aspavientos: intentan una cruza entre mono y robot, y casi lo consiguen. Y Camila me dice que cuando lo ve le dan ganas de seguir peleándola y la sigue pero que a veces le parece que Buenos Aires ya no sabe ponerse en modo diablo y le pregunto qué dice y me mira y me dice modo diablo, no sabés? ¿Nunca escuchaste hablar de Duki?
Hace un siglo Buenos Aires inventó el tango, hace medio un rock en castellano que cubrió el continente, pero ahora su música más escuchada es otra. La llaman trap y son temas tan latinos, donde lo único que no suena caribeño es el eco empalagoso de la shé. Son temas, también, que cantan crudo: “Ella está loca,/ me manda videos al snap mientras se toca…”.
–Bueno, nosotros hablamos de lo que vivimos, y el amor se fue un poco del aire.
Me dice Duki cuando le digo que antes muchas canciones hablaban de amor y las de él y sus amigos hablan sobre todo de sexo.
–Ahora todo va mucho más rápido, los jóvenes cogen todos los días, todo el tiempo, alcanza con un mensaje en instagram, ¿entendés? Es algo más corriente, más normal, como salir, como la droga. El sexo se desligó mucho, los pibes lo que quieren es un laburo para tener un auto para pasar a buscar a una guacha y coger. Yo no lo comparto mucho, pero es así. Y también hay un problema con el tiempo. El amor es un sentimiento muy fuerte, abarca mucho más tiempo, muchas más cosas; el sexo en cambio es un toque, ya está, ya fue. Hacer un tema de amor es mucho más difícil, tenés que haber amado de verdad, roto, desgarrado.
Cualquiera puede hacer un tema de sexo, pero ¿quién te va a hacer un tema de amor, quién amó posta hoy en día?
Son temas crudos, bien carnosos: pueden serlo porque ya no necesitan a radios y televisiones que funcionaban, también, como controles; ahora esas canciones se difunden directamente por las redes, sin discográficas, sin intermediarios, sin censuras.
–Yo no dependo de ellos para ser quien soy. La posta es poder hacer lo que se me cante el orto.
En la vida civil, Duki se llama Mauro Lombardo, tiene 22 años, el pelo teñido de rubio y un despilfarro de tatuajes. Mauro es el hijo de una familia de clase media baja del barrio de La Paternal, un chico que se drogaba demasiado y preocupaba a sus padres y se perdía en batallas de improvisación rapera hasta que, hace dos años, debutó con unas pocas canciones en una disco de la Costa.
–Me olvidé todos los temas, fue un desastre, no podía.
Un año después llenaba el Luna Park, el gran estadio cubierto de Buenos Aires, y ahora algunas de sus canciones tienen 200 millones de vistas en youtube, otros 100 millones en spotify; hace unos meses fue tapa de Rolling Stone, la lengua afuera.
–Pero ellos nos ganaron. Yo estoy preso también, por eso digo que no soy tan rockstar, no estoy haciendo tanto disturbio en contra del sistema. El rock a veces trataba de romper con el sistema. La diferencia es que ahora le hiciste la guerra al sistema y perdiste de entrada porque el sistema está en todos los putos lados, ¿me entendés? Yo, por ejemplo, no hablo de política porque sé que con una mala jugada te ponés todo en contra. Eso es lo jodido: tratar de mostrar que no estás a favor, pero tampoco podés mostrar que estás en contra, ¿me entendés? Este último tiempo crecí una bocha, gané cinismo, me cuido con las palabras, sé qué decir, qué no.
Dice Duki, perplejo: como quien se da cuenta de que no siempre es quien quisiera. Él difundió eso del “modo diablo”: tener muchas ganas, sentirse muy dispuesto a hacer. Eso que, dice, sus compañeros de generación hacen muy poco.
–¿Escuchás tango?
–No. Sentarme y escucharlo, no. Mi abuelo es muy tanguero, casi 80 años tiene, tanguero a morir. Pero yo no. y eso que los tangueros me caen bien, eran tipos reales, se bancaban todo lo que venía…
–¿Alguna vez te cruzaste de vereda para evitar una agresión por gorda?
–¿Alguna vez te metiste a la pileta con ropa?
–¿Alguna vez sentiste que tu cuerpo gordo incomodaba a otros cuerpos?
Preguntan, desde el escenario, tres mujeres gordas vestidas con tules y un hombre gordo vestido de mujer con barba rubia. Ya es domingo y es otro festival y no sucede entre muertos ilustres sino fantasmas implacables. Aquí, en su ex Escuela de Mecánica, la Armada argentina secuestró, torturó y asesinó a varios miles de militantes populares durante su dictadura de los años 70. Ahora estos chalets desmesurados en este parque añoso son museos y salas y oficinas que recuerdan aquella masacre y sirven, también, para organizar encuentros y espectáculos.
–¿Alguna vez te sentiste más comoda en un lugar porque había otros cuerpos gordos?
–¿Creés que en algún momento tu sexualidad fue promiscua por ser gorde?
–¿Alguna vez te has relacionado sexual o afectivamente con una persona gorda?
Después tres se bajan y una sola se queda y empieza a contar la historia de cómo le enseñaron que su cuerpo era su enemigo. Es lo que sus creadores llaman “periodismo performático”, el intento de cambiar la forma en que se cuenta lo que unos periodistas averiguan: no en un texto o un video sino en un escenario, un espacio real, con sus protagonistas. Aquí el festival se llama “Para todes, tode”: cientos de jóvenes –mujeres, hombres, fluides– circulan por el parque y las casas, entre debates, muestras, una banda de tres docenas de tamborileras que atruenan con sus bombos.
–¡Abajo el patriarcado, que va a caer, que va caer…!
A partir de las grandes manifestaciones de 2017 con la consigna “Ni una menos” contra el femicidio o feminicidio y de las grandes manifestaciones de 2018 a favor del aborto legal, libre y gratuito, Buenos Aires se volvió una de las capitales del feminismo global –y sin duda la más rítmica. Aquí muchas chicas y chicos –de clase media urbana– sí hablan en “lenguaje inclusive”. En otros lugares esa lengua es una idea, un intento; aquí hay personas que la usan todo el tiempo.
–Y pensar que esto lo hicimos todes juntes, en la calle, nosotres soles, peleando…
Me dice Vale, 18, que lleva uno de los uniformes más usados: el pelo casi al ras, los pantalones cortos anchos, botas de cordones, camiseta negra, el pañuelo verde atado en la muñeca izquierda. Y Caro, casi 30 –el pelo con azul atado en dos colitas, pollera corta, blusa blanca bordada, botines con taquitos, el pañuelo verde atado al cuello– me dice que antes, por ejemplo, para decir que algo no les gustaba usaban el masculino “me la baja” y ahora lo adaptaron a su propia realidad y dicen “me la seca”.
–Pero bueno, el feminismo es un fenómeno casi antiguo; lo más actual es esta construcción de cuerpos diferentes, sexualidades nuevas, todo esto de seguir buscando.
Me dice Vale la rapada.
–Como si fueran un lego de sí mismes.
Le digo y se ríe, casi asiente:
–Digamos que hay hombres, hay mujeres, y hay muchos que tratan de ponerse en alguno de los infinitos espacios intermedios. Ya vivimos siglos con fronteras rígidas, ahora queremos abolirlas. Si no podemos abolir otras fronteras, por lo menos acabar con estas.
Es difícil relatar tu ciudad, quebrar la cercanía, rearmar la cercanía. Tu ciudad es el lugar donde por ejemplo le dejás tu asiento en el colectivo a un señor muy mayor muy atildado y el señor te dice ah, yo era amigo de su papá, de Antonio, y te pregunta después por tu mamá y al final te dice que “a usted lo llamaban por un sobrenombre simpático”.
–¿Cómo era que le decían? ¿Copi, Mati?
Tu ciudad es el lugar del mundo donde tu historia puede atacarte en cada esquina.
–¿O era Moti? La verdad que no me acuerdo, ya estoy grande.
Tu ciudad es el lugar donde nada o casi nada te puede resultar indiferente. Es, por supuesto, imposible “entender” una ciudad. Pero cuando esa ciudad es la tuya la impotencia se hace más notoria, más múltiple: como una bola de reflejos de disco setentera cuyas luces se te escapan todo el tiempo. Un espacio tan denso, tan repleto de árboles que no te dejan ver el bosque.
Mientras, la canción de la calle no se calla. Buenos Aires ya no escucha tango pero a veces creo que la ciudad es tango, pese a todo: que nuestro gesto básico es la queja. La queja fue central, constitutiva. Aquellos porteños supieron hacer de la queja una celebración –“el tango es un pensamiento triste que se baila”–, identidad, bandera. Aunque quizá, más que queja, le cabe otra palabra: rezongo.
El rezongo –que la Academia confunde con el refunfuño– es como una queja que se grita, a menudo en voz baja, a veces no. Una queja que todavía pretende producir algún efecto, un cambio: una queja que se vuelve estandarte. Nos gusta pensar que sabemos rezongar como nadie: del rezongo pueden salir canciones, libros, movimientos sociales, una imagen de nosotros mismos, esa idea de que nos merecemos mucho más. Por eso seguimos protestando, reclamando, rezongando. Aunque, a veces, cada vez más veces, nos asalte la impresión de que no sirve para nada.
De ahí, ahora, esta tristeza.
Tantos años nos sentimos privilegiados por vivir acá, por ser porteños. Tantos años nos odiaron tanto por mostrar ese orgullo –y ahora, parece, se perdió.
–¿Y no pensás volver?
–No, por ahora no.
–Obvio, sería una boludez.
En una ciudad donde el insulto salta fácil no me dicen sos un traidor un aprovechador un desertor un desgraciado; me dicen –muchos me dicen, todo el tiempo me dicen– claro, qué suerte que tenés, qué envidia: qué bueno que no tengas que vivir acá, la puta madre, vos sí que te salvaste.
Algo no acaba de estar bien.
La ciudad se llama Buenos Aires.