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Jesús Silva-Herzog Márquez: Chernóbil, la serie

No es ciencia ficción. Cada uno de los cinco capítulos de la serie se vive como una película de terror. Es una historia apocalíptica que se ubica en un pasado que algunos podríamos reconocer como propio. Hace poco más de treinta años, el 26 de abril de 1986, ocurrió el peor desastre nuclear de la historia. HBO ha trasmitido la historia de la catástrofe de Chernóbil que es menos una falla de la ingeniería que una consecuencia del despotismo. La serie no es una condena de la arrogancia científica, de esa transgresión que supone el juego de las partículas. Es, más bien, la denuncia de un régimen basado en el ocultamiento y en la supresión de la crítica. El totalitarismo no es solamente la abolición de la libertad, es también una tecnología del desastre. El uranio puede ser domesticado. Pero cuando el miedo y la mentira se filtran al cerebro de un rector nuclear, se cocina una tragedia.

La serie es desigual. Por una parte, es admirable en su retrato de los horrores que provoca esa bomba desbocada que nadie sabe cómo calmar. Sus imágenes capturan el veneno mortal e imperceptible que esparce la muerte como si fuera una nevada apacible y, al mismo tiempo, nos muestra la ferocidad de esas radiaciones que despellejan. La serie escrita por Craig Mazin y dirigida por Johan Renck es eficaz para trasmitir el pánico ante una hecatombe que perfora la piel. Muerte a dos ritmos: la instantánea calcinación y la paciente degeneración celular.

La conmovedora fotografía y la estrujante cinta musical contrasta con la torpeza de un libreto que rinde homenaje a todos los lugares comunes. Se entiende que una representación necesita tomarse sus licencias, pero en el caso de esta serie, los permisos atentan, no solamente contra con la verosimilitud del relato, sino contra el mensaje mismo que se pretende trasmitir. Chernóbil está repleta de escenas y diálogos que hemos visto mil veces. La heroína que vence el miedo para desafiar al poder. El paladín que vence mil obstáculos para colocarse en el epicentro de la historia. El científico que ama la verdad y lo arriesga todo por defenderla. El jurado que escucha sorprendido la valentía de quien rompe todos los instructivos de la conveniencia. El suicida que trasmite su mensaje después de la muerte. Un evento único en la historia de la humanidad se convierte en un relato trillado.

La mejor lectura que he visto sobre la serie es la de Masha Gessen, en el New Yorker.  Gessen reconoce la recreación de la “cultura material” de la Unión Soviética en la producción de HBO. La ropa, los teléfonos, la decoración de hoteles y apartamentos viene directamente de esos tiempos. El problema es que los personajes y sus diálogos no corresponden al régimen en el que actúan. Incapaz de retratar la cultura de la sumisión y de la lealtad, el libretista de ¿Qué pasó ayer? Partes 2 y 3, sigue las pistas de una película de desastre: un puñado de héroes sabios y valientes salvan al mundo de la perversidad de unos cuantos ambiciosos. La película sucumbe ante el lugar común porque no encuentra la imagen ni el estatuto verbal de un régimen que impone culto a la mentira, premia al dócil y extirpa cualquier resorte de individualidad.

 

 

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