Democracia y PolíticaRelaciones internacionales

Los conservadores eligen a Boris Johnson como primer ministro del Reino Unido

La reina Isabel II le encargará mañana, tras despedirse de Theresa May, que forme nuevo Gobierno

El Partido Conservador británico ha puesto todas sus esperanzas en Boris Johnson para salir de su actual estado de ruina. El exalcalde de Londres ha vencido en las primarias tories, con el 66% de apoyo y 92.153 votos, frente a su rival, el ministro de Exteriores, Jeremy Hunt, que ha obtenido un respaldo del 34% y 46.656 papeletas. La copresidenta del Comité 1922 (el grupo parlamentario que excluye a los diputados con cartera), Cheryl Gillan, ha anunciado la victoria de Johnson este martes, en el centro de convenciones Queen Elizabeth II, a los pies de Westminster. Aún faltan unas horas para que Johnson entre en Downing Street y se convierta en el nuevo primer ministro del Reino Unido, pero los posibles obstáculos —pocos, como se vio desde un principio— que pudieran permanecer en su carrera a la cumbre han quedado despejados.

En un breve discurso ante el auditorio, más protocolario que de contenido, Johnson ha introducido sin embargo la idea que le ha llevado hasta la victoria y que entusiasma a los seguidores: el Partido Conservador, ha prometido, llevará a cabo el Brexit, y demostrará «su habilidad histórica para equilibrar dos instintos enfrentados: el deseo de mantener una relación cercana con la UE y el deseo de que este país se pueda autogobernar democráticamente».

Pocas veces un primer ministro ha tenido enfrente un reto tan complicado y urgente desde el primer día de su mandato. Los miles de afiliados conservadores que le han dado su respaldo, lo han hecho convencidos de que cumplirá con su promesa de sacar al Reino Unido de la UE el próximo 31 de octubre, con o sin acuerdo. No le perdonarían un nuevo retraso ni componendas negociadoras como las que intentó su predecesora en el cargo. Y sin embargo, más allá del entusiasmo y voluntarismo con que Johnson ha dirigido su exitosa campaña, la realidad va a ser tozuda. El Parlamento ha dejado ya claro que no respaldará un Brexit a las bravas, y varias decenas de conservadores moderados podrían estar dispuestos a frenar cualquier intento en esa dirección, incluso con su respaldo a una moción de censura. Las primeras señales que llegan de la UE, más allá de las felicitaciones de cortesía, indican que no tiene intención de reabrir -salvo algún matiz- el acuerdo ya firmado. Johnson necesita al menos una victoria, y apuesta por cambiar el diseño del llamado backstop (la salvaguarda irlandesa). Ese endiablado mecanismo por el que el Reino Unido se mantendría sine die en el territorio aduanero de la Unión Europea, para evitar que una nueva frontera entre las dos Irlandas -la República y la región británica de Irlanda del Norte- resucitara la violencia que los Acuerdos de Viernes Santo de 1996 lograron frenar. Para los euroescépticos, se trata del Santo Grial. La ruptura de una integridad territorial que se han conjurado evitar, y que fue la principal piedra en el zapato de May. Y parece difícil, si no imposible, que Johnson logre modificar la única solución ideada hasta ahora para preservar la seguridad del mercado comunitario. Las  «alternativas técnicas» -controles telemáticos de las mercancías desde su fábrica de origen- que prometen los más voluntaristas y el propio candidato son todavía una ilusión.

Johnson intentará tender la mano a la UE, pero es consciente de que su margen de maniobra es limitado. Y que resulta mucho más tentadora, fracasado el intento de obtener nuevas cesiones, la idea de adelantar unas elecciones generales que legitimen su Brexit sin acuerdo y, de paso, arrinconen de nuevo en el olvido al ultranacionalista Nigel Farage. Cuenta con la sensación generalizada de que el líder del Partido Laborista, Jeremy Corbyn, en sus peores horas de popularidad, recibiría la noticia con el pie cambiado.

El peso del protocolo

Theresa May ha querido mantener el protocolo hasta el final, así que este miércoles acudirá al Parlamento para someterse a una última sesión de control. Será la más triste de su carrera política, pero probablemente la más fácil. Es previsible que los diputados tengan hacia ella la cortesía de la que apenas ha disfrutado en su particular potro de tortura: tres años inmersa en la pesadilla del Brexit, más preocupada en esquivar las balas euroescépticas que le enviaba su propia bancada que en responder a una oposición laborista tan desnortada como ella misma.

Una vez concluido el rito parlamentario, el coche oficial llevará, por última vez, a May hasta el número 10 de Downing Street, la residencia oficial y lugar de trabajo del primer ministro. Una vez pronunciado el discurso de despedida, dirigido a su equipo y al pueblo británico, se encaminará al palacio de Buckingham, donde comunicará a la reina Isabel II su renuncia. Y pasará el mal trago inevitable de recomendarle que proponga como primer ministro al político que más quebraderos de cabeza le proporcionó durante todo su mandato.

Inmediatamente después, será Johnson quien se presente ante la reina para recibir formalmente la petición de que forme un nuevo Gobierno. Desde allí, directo a Downing Street, donde ya habrá a las puertas de la residencia un atril oficial para que el recién ungido dé su primer discurso como jefe del Gobierno, y comience así una montaña rusa para el propio Johnson, para los que han apostado por su candidatura con los dedos cruzados, y para los que todavía no pueden creerse que el personaje más extravagante que ha dado en décadas la política británica vaya a tener en sus manos el destino del país.

Todas las historias políticas de éxito se pintan siempre como el resultado de un destino inevitable, y la de Johnson, que de niño decía a sus padres y a sus hermanos que quería ser “el rey del mundo”, no es una excepción. Pero apenas hace un año la ciudadanía y los políticos del Reino Unido habían vuelto a tomar en serio al exalcalde de Londres, y muchos le habían descartado de la primera línea.

Después de su importante, prácticamente decisiva, contribución en la campaña del referéndum de 2016 para que el Brexit saliera adelante, Johnson dio una espantada final cuando muchos apostaban por él para que fuera el sustituto del recién dimitido David Cameron. El mismo día en que iba a lanzar su candidatura, se retiró de la pelea. Y transmitió la sensación de que Boris —“que lo que más quiere es que le quieran”, como dicen muchos de los que le conocen bien—, no tenía el temple necesario para el puesto. A ese recelo contribuyó su breve papel como ministro de Exteriores bajo el mandato de Theresa May, lleno de meteduras de pata e inconsistencias. Concluyó con la dimisión, anunciada a bombo y platillo, para protestar por el borrador de Brexit pergeñado finalmente por May en la reunión con sus ministros en Chequers, la residencia de verano de la entonces primera ministra.

Ahora se sabe que era el primer paso para recomponer su imagen y relanzar sus aspiraciones. Johnson tomó distancia de una May cada vez más abandonada por los suyos, y desde su tribuna semanal en The Daily Telegraph se convirtió en el paladín de los euroescépticos. Cuando el momento estaba lo suficientemente maduro, Boris Johnson El excéntrico pasó a ser Boris Johnson La salvación. El plan de May para abandonar la UE fue rechazado hasta en tres ocasiones en el Parlamento, y el monstruo larvado de Nigel Farage, el ultranacionalista que con su partido, el UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido) había humillado a David Cameron, resurgió con una nueva formación de nombre inevitable: el Partido del Brexit. Arrasó en los últimos comicios europeos, atrajo a muchos políticos conservadores desencantados y se convirtió en una amenaza existencial para el Partido Conservador.

El ala dura

El grupo de euroescépticos liderados por Jacob Rees-Mogg, desde la corriente interna tory del Grupo de Investigaciones Europeas (ERG, en sus siglas en inglés), entendió que solo Johnson, del que no se acaban de fiar y de cuyas atrabiliarias ideas ecologistas y de justicia social recelaban, era la salvación de un Brexit que se les escapaba de las manos. Desde el primer momento, el candidato ha cortejado al ala dura del partido con la promesa de que el Reino Unido saldrá de la UE en la fecha prevista, el 31 de octubre, haya o no acuerdo con Bruselas. “A vida o muerte, caiga quien caiga”, fueron las palabras con las que convenció a los pocos antieuropeos indecisos que podían quedar.

Ningún candidato en la historia de la política británica ha recaudado más dinero para una campaña interna que Johnson. A ninguno se le han perdonado más sus meteduras de pata o sus escándalos (la policía acudió a las puertas del apartamento londinense que comparte con su novia nada más comenzar el proceso de primarias, alertada por unos vecinos espantados por los gritos que se oían a través de las paredes). Ninguno ha sido capaz de levantar la moral y el ánimo de unas huestes conservadoras en estado de depresión. Su rival directo, el ministro de Exteriores, Jeremy Hunt, responsable, serio, e irremediablemente aburrido frente al ciclón Boris, lo ha tenido complicado desde un principio, a pesar del apoyo que recibió de todos aquellos dirigentes conservadores que conocían bien a Johnson. A Johnson le han votado sobre todo los que no le conocen. A partir del miércoles comenzarán a conocerle todos los ciudadanos británicos. Pero en esta ocasión, en un puesto en el que las ocurrencias producen consecuencias de verdad.

 

 

Botón volver arriba