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Frankenstein sin piernas

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias han cavado a fondo la fosa del desencuentro. Han roto tantas cosas que les costará recomponerlas en un hipotético futuro acuerdo. Podemos y parte del PSOE quieren seguir negociando

La nueva política española no tiene estrategas sino guionistas. Ya no se trata siquiera de fabricar contenidos, que era el estado intermedio con que la posmodernidad había sustituido a esa antigualla de las ideas; ahora la prioridad es «construir un relato» para cebar la conversación de las redes sociales y anticiparle los argumentos al adversario. Los guionistas de los partidos parecen saturados de devorar series y necesitan crear episodios trepidantes acabados en clímax, como si en vez de gobernar, o algo parecido, un país tuviesen que alcanzar records de audiencia a base de suspense y tramas rocambolescas. La negociación (?) de la investidura de Sánchez, desarrollada bajo esta pauta, ha registrado más episodios en los platós que en los despachos, y reservaba el final para el mismísimo Congreso como manda el canon de los seriales.

Fue a las 13.15 de ayer, un cuarto de hora antes del pleno decisivo, cuando se conoció el desenlace. Esta vez no habría gol en la «zona Cesarini» -un antiguo futbolista conocido por su habilidad de marcar en el descuento- ni exhibición de efectos especiales. Tras una jornada entera de caótico forcejeo, ofertas y contraofertas, Podemos había decidido tumbar la candidatura de Sánchez. Éste, por su parte, ya se había dado por derrotado ante su ejecutiva un par de horas antes, pero el famoso guión exigía dejar la última esperanza en el aire. Comenzó entonces la guerra del último minuto, el pulso propagandístico por declarar culpables. Con el ministro Ábalos al frente, los socialistas se lanzaron a colocar su versión en el escaparate. Como si al cabo de dos meses de postureo estéril hubiese faltado tiempo para establecer responsabilidades.

Por si quedaban dudas, Pablo Iglesias entró al hemiciclo con la camisa de cuadros arremangada y la mochila a la espalda, elementos que en su semiótica visual constituyen el uniforme de combate. Forjado en la televisión, utiliza su ropa, su gesto y su semblante para emitir señales, y todas ellas eran propias de momentos graves. El acuerdo de coalición, que nunca llegó a formarse, estaba roto y le tocaba pasar como pudiera el trámite.

El presidente le soltó desde la tribuna una descarga de imputaciones políticas. Lo acusó de requerir sillones a toda costa, de desentenderse del programa, de pretender controlar los ingresos y gastos del Estado y de carecer de experiencia de gestión. «No se puede poner la Hacienda de los españoles -llegó a decir- en manos de quien jamás ha administrado un presupuesto». Cada argumento cavaba un poco más hondo la fosa del desencuentro; quizá ni él mismo, en su afán de autojustificarse, se daba cuenta de hasta qué punto estaba rompiendo cosas que le será muy difícil arreglar ante un hipotético futuro acuerdo. Cuando apeló a sus convicciones -¡sus convicciones!- la bancada le tributó en pie un aplauso cerrado y largo, mitad de ánimo y mitad de consuelo. Los diputados socialistas no terminan de saber si están ante una jugada maestra de su jefe o ante un descomunal desacierto. Como tampoco se lo ha explicado nadie, muchos tienen la sensación de estar jugando con fuego.

Casado y Rivera hicieron lo esperado. El primero casi repitió, más breve, el discurso del lunes, añadiendo menciones a Venezuela y al candado constitucional que Podemos quería romper en pedazos. «Nuestros hijos se avergonzarán cuando estudien esta sesión», dijo en un alarde de optimismo académico acendrado. Hasta señaló las enormes estatuas de los Reyes Católicos como testigos pétreos de tanto fracaso. El segundo volvió a aludir a «la banda» de Sánchez y preguntó retóricamente si alguien creía que puede ser un buen presidente. (Le respondieron al final: eran 124).

En su turno de palabra, Iglesias hizo algo inédito: ofreció desde el ambón una nueva tentativa de mercadeo. Su pasión, tan televisiva, por las sorpresas en el libreto le llevó a una última cabriola con las competencias de Empleo. Encelado en su éxito dialéctico del primer día, volvió a retransmitir las negociaciones en directo, y atribuyó la pirueta final a un mensaje que acababa de recibir de un ex dirigente del PSOE en el que no fue difícil reconocer a… Zapatero. Sánchez, que probablemente conocía la paternidad de la idea, la desdeñó con displicencia sin alterar el gesto. Puesto a perder, trataba de conservar al menos una cierta, artificial aureola de respeto.

Luego, tras una breve acometida de Abascal, con su verbo brioso y su mandíbula prieta, salió Rufián reconvertido en papel de estrella. El jabalí separatista se ha investido de líder moral de la izquierda, a la que reprochó la pérdida de una oportunidad señera. Rufián sacó su veta más sincera para advertir que en septiembre, cuando el Supremo evacue sentencia, no estará en condiciones de apoyar nada porque su partido se declarará en son de guerra. Pero quizá el episodio más chocante de la mañana lo había protagonizado antes de la sesión, cuando salió a clamar desesperadamente por el pacto con Mertxe Aizpurúa, la representante de Bildu, como compañera. El embajador de los golpistas catalanes y la portavoz de los herederos de ETA.

La imagen resultó demoledora de puro siniestra: era el laboratorio del Gobierno Frankenstein en plena faena. El PSOE aportaba el cuerpo y la cabeza, Bildu y ERC los brazos y sólo faltaban las piernas, que por supuesto las tenía que ajustar Iglesias. Pero el líder de Podemos decidió dejar al monstruo inerte sobre la mesa, a pesar de que Alberto Garzón, su socio de IU, pidió a la presidenta Batet un receso para intentar muñir antes de la votación un acuerdo de urgencia.

Cuando todo acabó, a las 15.45 nadie sabía con exactitud el siguiente paso. Para la oposición y gran parte del periodismo, Sánchez ha puesto rumbo a las elecciones, convencido de ganar la mano. Podemitas, y no pocos parlamentarios del PSOE, abogaban por continuar negociando. Y sin esperar a septiembre, aprovechando la quietud del verano. El camino a noviembre es muy largo. El presidente está herido en su narcisismo; sólo la moción de censura le evita el marbete de coleccionista de fracasos. En las últimas dos semanas ha sufrido un ataque de vértigo al darse cuenta de que estaba abocado a compartir el poder con un enemigo más que con un aliado. Y acaso haya oído en la Moncloa esas voces telúricas, profundas, que brotan como cacofonías subterráneas de las entrañas del Estado. Las que informan de que hay asuntos que no se pueden poner al alcance de cualquier oportunista de saldo. Las que provocaron la sacudida de placas tectónicas que lo derribó hace tres años.

Es probable que la ruta la vuelvan a dirigir los guionistas en la sala de mapas del Gabinete. Allá donde se examinan encuestas, se estudia la respiración sociológica y se analizan tendencias. Sobre el PSOE sanchista pesa una vieja disputa genética: la de la propiedad del ADN de la izquierda. Algo que no tiene que ver con la reforma laboral ni con los precios de la vivienda sino con la custodia ideológica de las esencias. Los dirigentes de Podemos proceden en su mayoría de las Juventudes Comunistas y la tradición socialdemócrata, desde González, considera al comunismo su bestia negra. Se le hace cuesta arriba pactar con ella; la quiebra del bipartidismo impone estrategias nuevas pero a la hora de la verdad, incluso a un populista (mal) encubierto como Sánchez, un yonki del poder refractario a los debates de ideas.

Pero se equivocará el que minusvalore su tenacidad, su audacia y su resistencia. Y su absoluta falta de miramientos para darse a sí mismo la vuelta completa.

 

 

 

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