A un PASO de las elecciones, cinco intelectuales dicen lo que hay que hacer con la Argentina
Luis Alberto Romero, Andrés Malamud, Maristella Svampa, Alejandro Grimson y Jorge Ossona analizan las carencias argentinas y fijan posición.
¿Cuáles son los grandes temas pendientes, las deudas del estado argentino con sus compatriotas? Pensar una vez más la Argentina en el laberinto político, económico y social y su posible salida en el futuro nos llevó a convocar a algunas de las cabezas pensantes más destacadas, en torno de una agenda inminente pospuesta en el debate público. Intelectuales de trayectoria nos respondieron sobre las necesidades básicas insatisfechas que padecemos aún hoy y que son síntomas para un diagnóstico nunca aceptado ni abordado con firmeza.
Los intelectuales que respondieron a estas inquietudes son los siguientes. El historiador Luis Alberto Romero, ensayista clave. muy crítico de la coyuntura y ex integrante del Club Político Argentino que apoya la candidatura presidencial del oficialismo (CPA). Andrés Malamud, politólogo destacado y ligado al radicalismo quien, desde Lisboa, interpreta la realidad argentina con certeza y originalidad. La socióloga Maristella Svampa, flamante Premio Nacional de Ensayo, cercana a movimientos sociales con los que ha trabajado de modo anfibio y que ahora se encuentra comprometida específicamente a la defensa sociopolítica del medio ambiente. Integró el colectivo de reflexión política Plataforma 2012. El antropólogo Alejandro Grimson, destacado pensador multifacético que participa del grupo Callao, que acompaña la fórmula presidencial del kirchnerismo. Y finalmente, el historiador Jorge Ossona, miembro activo del CPA; docente e investigador en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA y un participante frecuente del debate político.
También convocamos a intelectuales de las agrupaciones kirchneristas Carta Abierta y de su escisión crítica, Agenda Abierta, pero no respondieron a nuestra consulta.
Estado, derechos y nada de brechas
Por Luis Alberto Romero
Reconstruir el Estado: en primer lugar, la madre de todas las políticas es la reconstrucción del Estado –nacional y provinciales– para revertir un proceso de destrucción desarrollado a lo largo de cuatro décadas, que limita y condiciona la acción de los gobiernos. Hay que mejorar significativamente su capacidad de acción, gestión, afectada por la dispersión y pérdida de sus saberes, mediante sistemas de gestión actualizados y una burocracia calificada e imbuida de la ética del funcionario.
Hay que liberar al Estado de la coacción de los grupos de interés, frecuentemente instalados en las agencias públicas, que orientan en su beneficio la acción estatal, y hay que limpiar cada resquicio donde anida una mafia, como la de Vino Caliente Juárez, primo hermano del Caballo Suárez.
Finalmente, hay que recuperar la claridad sobre el interés general, que debe orientar la acción estatal. Ello requiere proponer alternativas y abrir una reflexión y un amplio debate en la sociedad y la opinión; una vez saldado –no necesariamente con consenso unánime– transformarlo en políticas sustentables.
Consolidar el Estado de derecho: la Argentina sigue siendo un país al margen de la ley, tanto en su parte marginal –el mundo de la pobreza– como en su parte integrada y establecida. Hay una tarea pendiente, de obvia relevancia: establecer el principio del gobierno de la ley, piedra fundamental de la previsibilidad y la confianza social.
Sobre los que administran la justicia, hay que asegurar su probidad y rectitud –hoy muy cuestionada–, su capacidad técnica –también en duda. Y la eficiencia del sistema todo. Pero sobre todo, hay que garantizar el principio de la igualdad ante la ley, y su aplicación literal, reduciendo todo lo posible los márgenes de su interpretación.
En cuanto a quienes deben cumplirla, hay una tarea necesariamente larga y compleja, educativa y cultural, para restablecer en las conciencias este principio básico de la convivencia, hoy muy relativizado. En lo inmediato, hay que mejorar sustancialmente la capacidad del Estado para detectar incumplimientos y sancionarlos. Esto lleva a una cuestión derivada, muy urgente: establecer con claridad cuál es el uso legítimo de la autoridad y de la fuerza, frecuentemente cuestionado en nombre de los derechos personales, y encontrar el imprescindible equilibrio.
Cerrar la brecha cultural e ideológica: la Argentina padece el dominio hegemónico de una interpretación cerrada del país, su pasado y su futuro, unanimista, intolerante y facciosa, que alimenta la conflictividad cotidiana. Sólidamente arraigada en el sentido común, se difunde a través de la escuela, los museos, los medios de comunicación públicos, y hasta Wikipedia, medios en los que el Estado ha hecho mucho por instalarla durante los años kirchneristas.
No enfrenta una competencia equivalente, pues por fuera de ella existen muchas corrientes críticas fundadas en los valores del pluralismo y la argumentación, que por definición carecen de capacidades confrontativas. Cambiar las cosas es una tarea de la sociedad y no del Estado, pues no se trata de reemplazar una versión por otra sino de abrir los temas a la conversación y el debate. Al Estado le corresponde observar si se mantienen cotos cerrados en sus agencias educativas y culturales, y abrirlos a la circulación y el debate de ideas. Sobre todo, debe sustentar en todos los ámbitos los valores del pluralismo y la controversia argumentada. Solo así le será posible a la sociedad comenzar a cerrar la brecha ideológica que hoy la afecta.
Luis Alberto Romero es historiador. Autor de Breve historia contemporánea de la Argentina.
Tres lastres para el desarrollo
Por Andrés Malamud
Un intelectual es alguien que sabe mucho sobre un tema y entonces pontifica sobre otros. Un académico, en cambio, intenta hablar de lo que estudia. De los desafíos que enfrenta la Argentina para ser un país desarrollado, seleccioné los tres relacionados con mis áreas de investigación que tienen mayor impacto: la integración regional, las capacidades estatales y la cuestión bonaerense.
La integración regional es un proceso por el cual estados contiguos deciden compartir soberanía. El Mercosur es un caso embrionario: sus miembros establecieron un arancel común que ninguno puede alterar unilateralmente. Por eso el acuerdo con la Unión Europea se negoció en bloque: entraban todos o ninguno.
Andrés Malamud. Foto: Fabián Gastiarena
En contraste, UNASUR no era un caso de integración porque sus miembros no compartían soberanía: se limitaban al diálogo y la cooperación. Mercosur y UNASUR encarnan el regionalismo formal, el que ejercen los estados a través de tratados. Sin embargo, el regionalismo más exitoso es informal y, sobre todo, ilegal. Sus principales mecanismos son tres: la corrupción, el contrabando y el narcotráfico, que conectan a las sociedades latinoamericanas más que la reducción de aranceles y aduanas. Nadie hizo más por la consolidación de un mercado regional que Odebrecht. Ningún lugar encarna mejor el libre comercio que la Triple Frontera. Ninguna organización está tan extendida en el continente como las bandas narcos. La integración no es difícil sino inevitable; el reto es tornarla constructiva en vez de destructiva.
Las capacidades estatales hacen la diferencia entre civilización y barbarie. En la civilización, el Estado cobra impuestos y ofrece servicios públicos. Cuando falta Estado pueden ocurrir dos cosas: que cada individuo dependa de sí mismo, como en la selva, o que organizaciones privadas ofrezcan servicios públicos, como en la mafia. Desde hace años, nuestros gobiernos se obsesionan con destruir capacidades estatales: algunos prefieren desmantelar el instituto de estadísticas; otros, demoler el sistema científico. Su esfuerzo combinado nos acerca a la selva o la mafia; sólo un esfuerzo combinado en la dirección opuesta puede reconstruir al Estado. Pero el Estado que sirve no es grande y fofo, como el que tenemos, ni alfeñique, como el que algunos sueñan. Debe ser atlético, apoyando la inversión privada mientras garantiza la solidaridad pública. Impuestos sí, servicios también.
La cuestión bonaerense parece específica pero es general: la provincia de Buenos Aires es tóxica para el país. Con 37% de los habitantes, todo candidato presidencial tiene incentivos para priorizarla. Pero con 27% de los diputados y 4% de los senadores, todo presidente tiene incentivos para relegarla. Esto termina produciendo dos escenarios: cuando el Presidente y el Gobernador bonaerense son del mismo partido, Nación le roba coparticipación a Provincia y perjudica a los bonaerenses; y cuando son de distinto partido, la Provincia voltea al presidente –con o sin intención, como elefante en un bazar. El problema de Buenos Aires no es sólo el gigantismo sino la desproporción respecto a las demás. La existencia de esta provincia hipertrofiada es contradictoria con el bienestar económico de los bonaerenses y la estabilidad política de los argentinos.
Andrés Malamud es politólogo y profesor de la Universidad de Lisboa
Dramas globales en el terreno local
Por Maristella Svampa
Cuatro grandes problemáticas atraviesan el mundo contemporáneo. La primera refiere al incremento de las desigualdades económicas, y su contracara, la gran concentración de la riqueza. La segunda es la crisis socioecológica, de carácter antrópico, que amenaza la sostenibilidad de la vida a nivel planetario, y plantea la urgencia de la transición. La tercera son los impactos de la robotización, de la sociedad digital y de la propia transición socioecológica sobre el mundo del trabajo. La cuarta, es la regresión política democrática que estamos viviendo, al compás de la emergencia de nuevas derechas radicales autoritarias, un fenómeno político que abre la puerta a diferentes expresiones del fascismo social. Estas problemáticas están interconectadas. No es casual que las nuevas derechas –como en el caso de Donald Trump y Jair Bolsonaro– sean negacionistas del cambio climático.
Descuento el cuarto tema, porque exige un desarrollo en sí mismo. Respecto de los otros tres, el que primero aflora es la persistente matriz de desigualdad económica y social imperante en la Argentina, resultado de pactos de impunidad de las elites (económicas, políticas, mediáticas y judiciales), que siempre favorecen el enriquecimiento y la concentración del poder en unos pocos. Es necesario pensar en términos de mediano y largo plazo, antes que en soluciones coyunturales. Un debate prioritario que siempre se esquiva es el de nuestra estructura impositiva, tremendamente regresiva y desigual. Realizar una reforma impositiva progresiva pasa, entre otras cosas, por gravar las fortunas personales y desgravar alimentos básicos. “Vivimos con el régimen fiscal que diseñó Martínez de Hoz durante la dictadura”, afirma José Nun, uno de los pocos intelectuales que se ha ocupado del tema.
En cuanto a la agenda socioambiental, se trata de un eje que recorre de modo transversal el conjunto de las problemáticas contemporáneas: el mundo de la producción, del trabajo y del consumo. Lo más perentorio es traer al debate el hecho de que nuestro país hizo una apuesta por modelos de desarrollo insustentables, que apuntan a la destrucción de los ecosistemas, a la deforestación a gran escala, a las fumigaciones tóxicas, a generar zonas de sacrificio, a la violación de derechos humanos. Un ejemplo es Vaca Muerta, que apoya una parte importante de la clase política actual, tras la idea de convertir a Argentina en una potencia hidrocarburífera exportadora. Vaca Muerta expresa la apuesta ciega por un extractivismo energético de tipo contaminante y depredatorio; colisiona con las necesidades de un planeta marcado por el cambio climático, alude a la histórica dificultad de amplios sectores de la dirigencia política y económica por superar una visión productivista y primario-exportadora del desarrollo; y consolida el rechazo por pensar escenarios de transición energética, basadas en las energías limpias y renovables.
Tampoco se trata solamente de descarbonizar el sistema energético, sino también de evitar la concentración económica. Como hemos escrito con Pablo Bertinat, un nuevo programa de políticas energéticas implica repensar el tema del transporte. Solo un cambio nodal como el fortalecimiento de los ferrocarriles y la reducción del transporte de carga por camiones y de personas en autos particulares produciría un importante ahorro de combustibles y una disminución de emisiones.
El último tema, la robotización y el avance de la sociedad digital, requieren pensar conjuntamente el rol del Estado, de los sindicatos y de las empresas en favor de una transición justa y urgente, que genere empleos decentes y sostenibles. Advierte sobre la necesidad de articular justicia social con justicia ambiental, garantizando que la transición, para que sea justa, no puede ni debe ser costeada por los sectores más vulnerables.
Estos son algunos de los temas prioritarios. Pero cada uno de ellos exige romper con poderosos lobbies, acuerdos de cúpula ya consolidados, una matriz de corrupción público-privada. Conlleva leerlos en clave de políticas de democratización, de desconcentración del poder, de nuevas relaciones sociales, que garanticen igualdad social y protección de la vida y los territorios.
Maristella Svampa es doctora en Sociología. Premio Nacional de Ensayo Sociológico 2019.
Crear empleo, la clave del futuro
Por Alejandro Grimson
Una agenda política para la Argentina no puede resolver ningún problema relevante en menos de 20 años. Por supuesto que el hambre sí se puede resolver en muy pocos meses y el poder adquisitivo se puede ir recomponiendo año tras año. Pero los temas de fondo, no. Destaco unos pocos de ellos, muy conectados entre sí: producción, empleo, conocimiento y cultura.
Primero, la producción. Mientras cierran PYMES todos los días, la pregunta central de la política debería ser en qué matriz productiva y con qué cadenas de valor la Argentina puede convertirse en un país poblado de empresas privadas y públicas, industriales y de servicios. Puede llevar muchos años, pero cuando esa sea la dirección será muy evidente para todos. Será lento quizás, pero será claro.
Alejandro Grimson Foto: David Fernández
Segundo, trabajo. Si lo primero no se logra, y más aún si se impone un modelo agro exportador y de especulación financiera, no habrá empleo genuino en la Argentina. Quedarán los dueños de los campos y de los bancos, los que presten un servicio a ellos y el resto recogerá en forma de planes las migajas caritativas de la concentración de la riqueza. Un país que genera trabajo requiere un modelo claro de desarrollo, de impulso a la producción, con incentivos claros, con tasas bancarias opuestas a las que existen hoy, que facilitan la quiebra en vez de la producción. En ese sentido, necesitamos mantener y mejorar la seguridad social (incluyendo la Asignación Universal por Hijo), pero la creación de empleo pasa a ser un eje decisivo de la agenda.
Tercera cuestión, el conocimiento. Sin un salto en los saberes productivos de la población, los oficios, las profesiones es imposible que la Argentina sostenga y más aún que aumente los niveles de derechos sociales y poder adquisitivo. Las promesas sobre la calidad de la educación se relacionan a este desafío. Durante el gobierno anterior hubo un salto en el acceso a las instituciones educativas, pero no se alcanzó el salto necesario en el acceso al conocimiento. También se dio el mayor avance que se recuerde en la inversión en ciencia y tecnología, en la construcción de infraestructura, pero no se llegó a completar una dinámica virtuosa del conocimiento con los procesos económicos, sociales y las políticas públicas. Y ahora no hemos hecho más que retroceder.
La cuarta cuestión es la construcción de una nueva cultura política democrática. El conflicto es constitutivo de toda sociedad democrática, pero cuando se plantea en términos de identidades cristalinas y se divide la sociedad por la mitad, está mal planteado y puede ser muy dañino. Necesitamos debates sobre valores, sobre políticas, sobre modos de alcanzarla. La batalla cultural no es sobre una u otra identidad, sino sobre inversión en educación pública, en desarrollo, en integración regional, en salud pública.
El relato religioso del sacrificio de hoy para la gloria del mañana tiene una explicación económica. Como país que se ubica en un rango intermedio entre los países menos ricos de Europa y los menos ricos de América Latina, la Argentina parece tener sólo dos soluciones. De una parte, están los convencidos de que bajar los salarios y derechos sociales reducirá los costos laborales y así lloverán las inversiones extranjeras. Pero ese razonamiento es equivocado. Países con menos derechos y peores salarios que la Argentina hay muchísimos. Si tomamos el total de países en el mundo, son la mayoría. Si se trata de bajar costos laborales, las inversiones ya estarían en esos otros países. La visión opuesta es que para preservar e incrementar los derechos sociales es necesario cambiar la matriz productiva, dar un salto en las capacidades de la mano de obra, avanzar fuertemente en el terreno educativo, especializarse en exportaciones con conocimiento agregado. Este modelo de desarrollo con mayor igualdad social no es posible sin una alta intensidad en distribución de conocimiento y en un salto que fortalezca nuestra cultura democrática sostenida en el tiempo.
Alejandro Grimson es doctor en Antropología. Su libro más recientes es: ¿Qué es el peronismo? (Siglo XXI)
Una Argentina trabada y perpleja
Por Jorge Ossona
Por las más diversas razones, la Argentina fue un verdadero prodigio histórico. Su Estado abarcó una geografía inmensa, rica y escasamente poblada. El éxito de sus mentores y arquitectos en captar las tecnologías más avanzadas de producción y comunicaciones fue a la par de la atracción de una porción sustancial de las masas migratorias del último estertor de la revolución industrial europea. Ambos se conjugaron para hacer posible en los albores del siglo XX una sociedad moderna y una de las principales potencias alimentarias del mundo. Pero era solo el comienzo de un camino plagado de nuevos desafíos propios de nuestra compleja textura.
El primer escollo procedió del cierre del Viejo Mundo a la provisión de fuerza de trabajo y a la compra de nuestras materias primas. El impacto fue brutal no solo en el orden económico sino también en el institucional que había hecho posible el desarrollo durante el medio siglo anterior a la crisis de 1930. Los ensayos de políticas de emergencia para capear el temporal fueron esbozando un juicio crítico respecto de toda nuestra trayectoria moderna a la que no se tardó en responsabilizar como fuente de nuestras desgracias. Así fuimos transitando del régimen republicano de nuestra Constitución hacia hibridaciones que conjugaron a la democracia de masas con caudillismos inspirados en los totalitarismos de la Europa de la entreguerras.
El autarquismo económico, en principio compensador del aislamiento impuesto por las metrópolis, devino con el correr de las décadas en un costoso régimen económico. La idea de una riqueza natural disputada por intereses poderosos y antinacionales situados dentro y fuera de nuestras fronteras nos sumió en una puja distributiva que conjugada con la anomia política fue sumergiéndonos en una larga guerra civil encubierta. A la salida de esa orgia de violencia a cien años de nuestra unificación retornamos en 1983 a la Constitución fundacional; aunque sin un diagnóstico preciso y compartido de la saga anterior.
Forjamos así, durante los últimos cuarenta años, una democracia de republicanismo imperfecto y un crecimiento espasmódico e insuficiente para contener a toda la sociedad. La Argentina luce entonces trabada y perpleja. Reunimos todas las condiciones para volver a emerger pero su dirigencia no ha acertado en acordar fórmulas superadoras de nuestros frenos estructurales.
En primer lugar, el institucional. El perfeccionamiento de la Republica requiere erradicar definitivamente el decisionismo presidencialista inspirador de las fantasías regeneracionistas. Solo el respeto estricto a la división de poderes, la reconstrucción de los organismos de contralor y el afianzamiento de una justicia autónoma podrán acotar la lacra de la corrupción mafiosa encriptada en el Estado. La redefinición de relaciones entre la Nación y las provincias deberá terminar con el déficit endémico sobre el que se sustentan los patronazgos parasitarios locales orientando a nuestras economías regionales hacia su desarrollo integrado en el mundo.
La erradicación del déficit deberá ser garantizada por una autoridad monetaria independiente de los gobiernos que nos devuelva la estabilidad pérdida desde la segunda posguerra. Solo así será posible dejar atrás nuestros ciclos atávicos que espantan a inversores locales e internacionales. La integración Mercosur-UE será, en ese sentido, una oportunidad histórica para saldar nuestras deudas pendientes.
Pero el desafío más apremiante procede de la educación. Treinta años de reformas fragmentarias han sumido a un sistema escolar que supo ser ejemplar en la anomia y el anacronismo. Serán necesarias otras que apunten a calificar a nuestros jóvenes en las nuevas tecnologías recuperando su carácter igualador como el antídoto más idóneo contra la pobreza. Si lográramos empezar a transitar ese camino durante las próximas tres o cuatro administraciones por encima de sus emblemas partidarios podríamos realizar un nuevo prodigio: salir de la postración y recuperar la fe en el futuro.
Jorge Ossona es historiador y miembro del Club Político Argentino