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Yoani Sánchez: Periodismo hoy: entre la ética y la tecnología

Hace más de una década crucé una delgada línea roja y emprendí un camino que -incluso si quisiera- no tiene vuelta atrás: pasé de ser una ciudadana que consumía la poca información que le llegaba a sus manos, a convertirme en bloguera, reportera y en una fuente noticiosa en un país como Cuba, con 11 millones de habitantes sedientos de saber lo que ocurre dentro y fuera de su territorio.

No lo decidí, no me tomé un minuto para reflexionar, ni siquiera sopesé lo que vendría después de dar este paso, simplemente el periodismo llamó a mi puerta y no hubo manera de no abrirle, de no dejarlo pasar ni de impedir que pusiera mi vida patas arriba. Había tanto que contar, que hubiera sido un acto de apatía cívica y de reprobable indiferencia no haber asumido la responsabilidad de narrar mi país.

Eran los años en que se fraguaban la Primaveras Árabes y que la irrupción de los teléfonos inteligentes y de las redes sociales hacían pensar que bastaba una pantalla, un teclado y un breve mensaje en Twitter para despertar conciencias y cambiar realidades. Pero fue también el inicio de un período de profunda crisis para el periodismo.

Así, llegaron años en que los medios parecían haber perdido la brújula. Una sola persona, con un teléfono celular en la mano, podía lograr la cobertura más importante de un suceso

Así, llegaron años en que los medios parecían haber perdido la brújula. Una sola persona, con un teléfono celular en la mano, podía lograr la cobertura más importante de un suceso y muchas veces los equipos de reporteros, fotógrafos y editores llegaban tarde a lo que ya era una historia difundida hasta el cansancio en foros, chats y muros de Facebook.

Surgieron los llamados medios «nativos digitales», mientras que otros se convirtieron en criaturas híbridas, casi quimeras informativas que todavía hoy tratan de potenciar su versión digital a la par de que intentan mantener vivo el ejemplar en papel, que en la mayoría de los casos ha sido relegado a un segundo lugar menos dinámico e importante.

Hace también una década, muchos apostaban por que el nuevo periodismo que iba a brotar de todos esos cambios tendría que ser cada vez más veloz e inmediato, con una mayor integración de elementos audiovisuales, más interactivo, más democrático y -claro está- más volcado hacia las redes sociales y los nuevos canales de difusión de contenido. La mayoría de las veces en esa ecuación se subestimó el punto central de cualquier labor informativa, más allá de ornamentos o de herramientas tecnológicas: la historia.

Al final, somos contadores de historias. Nuestro campo no es la ficción, como en el caso de novelistas o dramaturgos, porque nosotros contamos historias reales, que ocurrieron hace unos minutos o varias décadas, pero cuya fuerza se basa en su veracidad, en que transmitimos certidumbre. Una historia bien contada, con un lenguaje hermoso, con una diversidad de fuentes consultadas y respaldada por una investigación, sigue siendo la médula de nuestro trabajo.

Y para contar una historia no basta con tener la suerte o la paciencia de encontrar un suceso digno de nuestros lectores. No basta tampoco con usar bien los gerundios

Y para contar una historia no basta con tener la suerte o la paciencia de encontrar un suceso digno de nuestros lectores. No basta tampoco con usar bien los gerundios y dominar un vocabulario que haga del reportaje, la crónica o la más sencilla nota informativa un gusto para los ojos y el intelecto. No, no es suficiente. Tampoco basta con el carácter de novedad y revelación del hecho sobre el que vamos a publicar. La lengua y la ética conforman el cemento principal que debe unir todos los elementos del buen periodismo.

Lo primero, el dominio de la lengua (en nuestro caso de la bella lengua castellana) es una de esas asignaturas en la que nadie se gradúa nunca del todo, pero que en la que se pueden alcanzar buenas calificaciones a través de la lectura, la curiosidad lingüística para indagar sobre el significado y el origen de las palabras, la no aceptación tácita de vocablos importados y el atrevimiento para combinar términos y romper con esa idea de que el periodismo debe ser escrito en un lenguaje seco, directo y sin vuelo alguno.

Pero la ética, esa es más difícil de alcanzar porque nace del compromiso personal con la objetividad y la verdad. Brota también de comprender la justa medida humana de un periodista en una sociedad y de aceptar la responsabilidad que asumimos con cada información difundida.

La ética en la prensa comienza por ser honrado en el manejo de la materia prima informativa, concienzudo en la verificación de datos y apegado a la realidad de lo que estamos contando.

En el caso de las sociedades autoritarias, donde la información sigue siendo vista como traición y la prensa solo tiene dos posibles posiciones: aplaudir al poder o ser condenada a existir en la ilegalidad y el acoso, la ética informativa pasa también por no ceder a las presiones ni a la autocensura. En esos regímenes alérgicos a la libertad informativa, el reportero se convierte en un activista de la verdad.

Aunque las nuevas tecnologías han horadado parcialmente el muro del monopolio informativo erigido por las dictaduras, también estos años han servido para comprender que los cambios políticos y sociales necesitan mucho más que pantallas táctiles y convocatorias en redes. Por otro lado, los mismos dispositivos que se utilizan con un fin liberador y democratizador, son empleados por la policía política para vigilar activistas, controlar la prensa independiente y desvirtuar la información.

No nos engañemos. No hay fábrica más efectiva de fake news y posverdad que el populismo, ni laboratorio del que salgan los más acabados y hasta «convincentes» bulos que desde dentro de un régimen autoritario. De ahí que ejercer un periodismo ético y de calidad en esas circunstancias resulta de vital importancia en estos tiempos que corren.

Lo más preocupante es que esas actitudes depredadoras de la libertad informativa no son exclusivas de sistemas autoritarios, sino que se extienden también por las democracias. El ejercicio del periodismo está ahora mismo en el punto de mira de demasiado poderes.

En países como México y Honduras un reportaje puede costarle la vida al autor; mientras que en naciones como Cuba el oficialismo se jacta de que en la Isla no matan a periodistas, aunque lo cierto es que nos han matado el periodismo a fuerza de amenazas, arrestos arbitrarios, confiscaciones de herramientas de trabajo y presiones para partir al exilio.

Por otro lado, en sociedades donde los ciudadanos ven violados sus derechos cada día, donde no hay separación de poderes y los tribunales son feudos de un grupo que administra justicia a su antojo, la prensa independiente (aquí vale la pena ponerle el apellido «independiente» puesto que estos regímenes son dados a crear su propia seudo prensa o caja de resonancia propagandística) asume nuevas responsabilidades. Se transforma en altavoz de una ciudadanía amordazada, con la cuota de heroísmo pero también de compromiso que ese papel trae aparejado.

¿Y cómo encajan los jóvenes periodistas, en ese complejo escenario? ¿Qué palabras de ánimo puedo darles para el camino que recién comienzan? Pocas y muchas. Han llegado a la prensa en un momento de quiebre y de dudas. Desembarcarán en redacciones atormentadas por las deudas y la obsesión por los hits; probablemente muchos de ustedes ejercerán la profesión en sociedades donde se juegan la vida, la cárcel y el prestigio al publicar sobre ciertos temas. Es muy probable que en determinadas circunstancias eviten incluso confesar ante otros que son periodistas para no escuchar los viejos epítetos de «chupatintas», «buitres de las noticias», «amarillistas» o «quintacolumnistas».

Vuestras madrugadas pasarán a ser horas intensas, nunca más podrán mirar la pantalla de un televisor, la portada de un periódico o un sitio digital con aquel toque de sana ingenuidad que una vez tuvieron

Vuestras madrugadas pasarán a ser horas intensas, nunca más podrán mirar la pantalla de un televisor, la portada de un periódico o un sitio digital con aquel toque de sana ingenuidad que una vez tuvieron; aprenderán también que esta no es una profesión para hacer amigos y que en la medida en que desarrollen un mejor trabajo crecerán alrededor vuestro la ojeriza y las críticas. Pero también, disfrutarán del trepidante momento de seguir una historia, del golpe de adrenalina que los embarga cuando solo faltan unos segundos o un clic para publicar un reportaje en el que han trabajado largamente.

Disfrutarán ese momento en que la publicación de una historia ayuda a mejorar la realidad, a corregir una injusticia o a dar voz a quienes han sido largamente acallados. Son breves instantes, pero compensan ampliamente.

Odiarán y amarán a sus editores, tendrán que responder ante el enfado de algún lector y responsabilizarse también por las represalias que sufran vuestras fuentes. Tomarán más café del que pueden siquiera imaginar ahora y comprenderán que ante cualquier tema que aborden en sus artículos siempre habrá alguien que sabe más que ustedes de esa materia y que estará ahí, leyendo atentamente cada línea que publiquen, presto a encontrar un error.

Y cuando crean que la jornada ha terminado, porque el texto al que mimaron como a un hijo ya fue entregado, editado y sacado a la luz… entonces tendrán que volver a empezar por el principio porque llegará un nuevo día, con otros hechos que contar y una audiencia insaciable que aguarda por ustedes. Así que solo puedo prometerles: mucha responsabilidad, poco descanso y menos aburrimiento.

 

 

 

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