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Un populismo controlado: el peronismo

La victoria de Alberto Fernández en las elecciones argentinas supone el regreso al poder del peronismo, una forma de populismo que, a pesar de sus resultados discutibles, ha mostrado un talento admirable para sobrevivir.

Los resultados de la elección del 27 de octubre donde los votantes argentinos derrocaron el gobierno neoliberal de Mauricio Macri para sustituirlo con el ticket peronista de Alberto Fernández como presidente y la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner como vicepresidenta no sorprendieron a casi nadie. Cuando se emitieron los primeros votos, prácticamente nadie en el campo de Macri, no digamos entre los peronistas o los votantes indecisos, desperdiciaba el aliento para defender su gestión de la economía argentina por la sencilla razón de que era indefendible. Para ser justos, desde la reforma constitucional inspirada por el peronismo de 1994, las elecciones han estado en mayor o menor grado amañadas contra cualquier candidato no peronista: el peronismo es el mayor grupo del país y la reforma de 1994 permitía ganar a cualquier candidato presidencial en la primera vuelta con el 45% o más del voto en vez de con la mayoría absoluta, y también vencer si tenía un 10% más de votos que el segundo candidato: una posibilidad realista para un candidato peronista, pero rara en el mejor de los casos para un no peronista, cuya única opción es llegar a la segunda vuelta. Así fue como Macri fue elegido por un estrecho margen en 2015, pero en 2019 no tenía prácticamente ninguna posibilidad de repetir esta hazaña, aunque él y sus asesores parecieron no darse cuenta hasta el final de la campaña electoral.

Si hubo alguna sorpresa en el recuento final, fue que tras haber sido aplastado en las primarias, que son la primera fase de la votación en la elección de un presidente argentino, Macri protagonizó algo similar a una recuperación en las elecciones generales, donde pasó de una desventaja del 15% en la primaria a recuperar los votos de unos 2,2 millones de argentinos y perder en las generales por un margen del 8%. El resultado fue celebrado por sus partidarios como una especie de revancha, al igual que la elección de 119 diputados de Cambiemos, de Macri, en la Cámara de los Diputados, que tiene 257 miembros, solo uno menos que los que obtuvieron los peronistas. A pesar de la posterior partida de los diputados de Cambiemos que formaron su propio grupo “independiente” el centro derecha mantenía una minoría de bloqueo, lo que impedía el tipo de cambios constitucionales radicales que durante la campaña al menos parte de los peronistas había prometido o amenazado (esto depende de tu punto de vista) realizar, sobre todo en el sistema judicial, un objetivo que requiere una mayoría de dos tercios en las dos cámaras parlamentarias.

Que la transición posterior haya parecido tan ordenada y, salvo para quienes están obsesionados con la política, tan tranquilizadoramente desprovista de interés es una señal externa tanto de Macri como de Alberto Fernández. A diferencia de la anterior elección presidencial de 2015, donde Cristina Fernández boicoteó la investidura de Macri, ha habido un grado de contención muy poco argentino en el traspaso del poder, que en buena medida es mérito de Macri. Las inevitables expresiones histéricas de triunfo por parte de los peronistas que llegaban y las también inevitables predicciones de apocalipsis inminente por parte de los macristas quedaron en general confinadas a los editorialistas, los intelectuales literarios (aunque, como era previsible, Macri cuenta con pocos de ellos entre sus filas) y personalidades mediáticas de sus respectivos campos. También, puesto que la transición se ha producido sobre el telón de fondo de las crisis que se desarrollan en Chile, Bolivia y Colombia y amenazan el actual orden constitucional de los tres países, las habituales predicciones ominosas sobre Argentina, y sobre todo la convicción argentina de que las profundas divisiones políticas y filosóficas que se conocen en el país como “la grieta” representan un peligro existencial para el futuro de la nación, parecen todavía más desatinadas que de costumbre.

Pero, sin minimizar la importancia de que Macri aceptara con elegancia su fracaso, al menos tras superar el arrebato temperamental con el que respondió inicialmente a la derrota en las primarias, y de la disposición de Alberto Fernández a reunirse amistosamente con él, encuentros que culminaron con los dos hombres, junto a un gran número de sus respectivos ministros, asistiendo a una misa el día de la Virgen en la ciudad de Luján, 48 horas antes del traspaso de poderes el 10 de diciembre, no hay muchas dudas de que la principal razón por la que la transición argentina ha sido tan tranquila no tiene nada que ver con que el país haya “pasado página” política y culturalmente. El motivo es el peronismo. Si los peronistas hubieran perdido, las escenas ahora familiares de Santiago, La Paz y Bogotá probablemente se habrían repetido, aunque posiblemente en menor grado. Resulta muy poco verosímil que una segunda investidura de Macri hubiera podido celebrarse sin enormes manifestaciones en las calles. En otras palabras, con respecto a la transición, es importante no dar a los peronistas un crédito que no merecen.

Lo que es cierto, sin embargo, es que mucho antes, el 18 de mayo, cuando Cristina Fernández anunció en las redes sociales que Alberto Fernández y no ella encabezaría la candidatura peronista, ya estaba claro que las federaciones sindicalistas del peronismo pensaban que lo mejor para el país era que Macri terminara su tiempo en el cargo. Los líderes de los movimientos sociales compartían este punto de vista, según varias personas de esos movimientos con las que he hablado por extenso. En qué medida se debe esto a la influencia del papa Francisco, cuyo peronismo es una importante subtrama del actual estado del juego político en Argentina, está poco claro, pero obviamente tuvo un papel. Y ese es el genio del peronismo: es populismo controlado, como siempre ha sido. Pero lo que esto significa en la práctica es que la idea tan extendida en el resto de América Latina de que las élites no representan a los marginados y los vulnerables, y en general son indiferentes si no activamente despectivas hacia los pobres, simplemente no funciona del mismo modo en Argentina. Los antiperonistas pueden (y de hecho lo hacen) enfurecerse ante esta falsa interpretación del peronismo, y ante la idea de que el mito de Eva Perón, “la abanderada de la pobreza” en sus propias palabras, sea solo eso: un mito.

Cuando Macri resultó elegido en 2015, muchos de sus partidarios pensaron que su victoria marcaba el final de la idea extendida de que el peronismo era la posición política por defecto del país. Argentina, decían, había evolucionado y había escapado de eso. En cambio, lo que los argentinos habían votado era un futuro individualista, meritocrático: la revolución de la alegría, como la denominaron el jefe de campaña de Macri, Jaime Durán Barba, y Alejandro Rozitchner, el intelectual de cabecera de Macri, un lugar donde, para Rozitchner, “el pensamiento crítico es un valor negativo”. Ciertamente, no se podía acusar a los macristas de falta de ambición. “Me gusta pensar en el objetivo de la presidencia como una mutación psicológica de Argentina. Hay que curar un país que históricamente está muy acostumbrado al autoritarismo, la corrupción, al ventajismo. Ahora estamos en una Argentina nueva”, dijo Rozitchner. La realidad, sin embargo, fue que en los cuatro años de Macri en el cargo Argentina sufrió una mutación económica que se puede considerar catastrófica.

Ante la burbuja de farfulleo psicologista autocelebratorio en la que Macri y sus asesores se han amurallado, su evidente desdén por los pobres del país y el hecho de que de las veinte promesas de campaña que Macri hizo en 2015 solo dos se habían cumplido por completo cuando llegó la elección de 2019, lo único que sorprende de la victoria de Alberto Fernández es que solo ganara por ocho puntos de margen. Pero en su discurso de la victoria, el nuevo presidente electo combinó clásicos populistas como “el gobierno volvió a manos de la gente, volvió a manos de la gente” con una retórica de obediencia a los misterios del peronismo donde los ilustres muertos del movimiento –el propio Perón, Evita y Néstor Kirchner, el difunto marido de Cristina y su predecesor como presidente argentino– dominan los sueños de los vivos. Alberto Fernández señaló rápidamente que la elección se había celebrado el 27 de octubre, el día en que había muerto Néstor Kirchner. “Gracias Néstor adonde estés”, gritó. Pero eso era poca cosa en comparación con uno de los cánticos que saludaron a Cristina Fernández cuando apareció en el escenario del cuartel general para celebrar la victoria: “Néstor no se murió, Néstor no se murió, Néstor vive en el pueblo…”, cantaban.

Los que observan desde fuera, incluso aquellos que conocen bien tanto América Latina como Argentina, pocas veces dejan de asombrarse de que un movimiento fundado en los años cuarenta, cuando Getulio Vargas era presidente de Brasil, Gabriel González Videla era presidente de Chile y Miguel Alemán era presidente de México, no solo es parte de la historia política argentina en 2019 sino que sigue siendo su elemento central, en una época en la que las otras figuras, que fueron tan importantes en la vida política de sus países, ahora poseen un interés prácticamente solo histórico. Por tanto, si existe un excepcionalismo argentino –y en general el excepcionalismo argentino es una construcción tan narcisista y dudosa como el estadounidense, aunque el primero haya presentado menos riesgos para el resto del mundo– es el peronismo. Y afecta a la vida argentina en cuestiones grandes y pequeñas, también a nivel simbólico. Por ejemplo, cuando Macri llegó al poder mandó apagar las luces de las gigantescas esculturas de Eva Perón –una que parece mirar hacia las zonas más pobres de la capital y se conoce como “Eva de los humildes” y otra, más severa y que mira hacia las zonas más ricas y se llama solamente “Eva”– encargadas por Néstor Kirchner, difunto marido de Cristina y predecesor en su cargo, para adornar el ministerio de desarrollo social en el centro de Buenos Aires. Alberto Fernández, ya se ha anunciado, volverá a encender la luz.

Esto no significa que todos los movimientos sociales estén controlados por el peronismo. Al contrario, estos grupos, que han cobrado nuevas energías en buena parte gracias a una nueva generación de líderes jóvenes, capaces y carismáticos –el más interesante de los cuales es Juan Grabois, a quien se considera objeto del apoyo del papa Francisco–, no ocultan que ven su alianza con los peronistas como una cuestión de conveniencia y como mucho solo intermitentemente se sometieron a la disciplina peronista durante la presidencia de Macri. Por mucho que saluden con alivio el gobierno de Fernández, el nuevo ejecutivo es totalmente consciente de que si no realiza una cantidad significativa de las transformaciones sociales y económicas que han pedido los movimientos (y que muchos de ellos creen que el gobierno les ha prometido), es casi seguro que estén de regreso en las calles en un año. Pero por ahora, al menos, tanto los sindicatos peronistas como los movimientos de izquierda han prometido dar al nuevo régimen un periodo de gracia y, si no se produce algún acontecimiento catastrófico –el más obvio sería la hiperinflación, que ya ha ocurrido dos veces en la historia argentina, una vez en el llamado “Rodrigazo”de 1973, y después en 1989-1990–, no es probable que renieguen de esos compromisos, que en todo caso pocas veces han sido explícitos.

Alberto Fernández, asumiendo que sea él quien gobierna desde la Casa Rosada, el palacio presidencial, y no Cristina Fernández entre bambalinas –y aunque los argentinos especulan sin cesar sobre el asunto, es obvio que nadie, probablemente ni los protagonistas, conoce con seguridad la respuesta (mi predicción, en todo caso, es que será Alberto quien decida)–, necesitará todo el respiro que pueda. En público, él y sus colaboradores culpan a los cuatro años de Macri de todo lo que ha ido mal en Argentina. Por el bien de Argentina, uno solo puede esperar que en privado les vaya mejor. Sin duda, Macri deja el país mucho peor en 2019 que cuando lo heredó de Cristina Fernández en 2015, y eso es decir mucho porque estaba en graves aprietos. A pesar de algunas inversiones importantes en proyectos de renovación urbana en las barriadas, las llamadas villas miserias, el gobierno de Macri no actuó cuando una crisis de desnutrición invadió y conquistó la vida diaria de los pobres de Argentina, y sobre todo sus hijos. Por citar solo un ejemplo, Macri degradó el ministerio de salud a una secretaría del ministerio de desarrollo social y después recortó los gastos en salud pública. Permaneció impasible cuando unas cincuenta mil pequeñas empresas, conocidas como PYMES, cerraron, a pesar de las reiteradas advertencias de activistas como Juan Grabois y muchos sacerdotes católicos que dirigen los centros de alimentación en áreas afectadas por la pobreza del conurbano de Buenos Aires, apoyados por las estadísticas oficiales y los estudios publicados por el Observatorio de Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina. Uno de los ministros de Macri me dijo que Macri era el equivalente argentino de Adolfo Suárez, la figura de la transición en la política española que fue un especie de puente entre un pasado fascista y un futuro democrático, o, en el caso argentino, un pasado peronista corporativista y autoritario y su futuro moderno (si no posmoderno). Al observar el fracaso del gobierno de Macri a la hora de ver cómo sus decisiones y omisiones políticas habían provocado una crisis para los pobres, la María Antonieta de Argentina habría sido una comparación mucho menos fantasiosa. Porque puesto que la información era tan fácilmente accesible, si el equipo de Macri ignoraba el caos que estaba provocando, eran una panda de imbéciles, y si no, eran tan malvados como los seguidores más radicales de Cristina Fernández en el movimiento juvenil del kirchnerismo, la Cámpora, y sus aliados de facto de la izquierda intelectual de Buenos Aires que dominan la escena cultural argentina decían que eran desde el principio.

Pero que te horroricen los fracasos de Macri es una emoción y una conclusión moral; en la oposición, puede hasta ser una política. Pero no es una receta para el gobierno. Y sin embargo no está del todo claro que Alberto Fernández tenga respuestas para los problemas estructurales y sistémicos que afronta Argentina. Si uno lee los órganos del peronismo de izquierdas, como el periódico Página 12 o la edición argentina de Le Monde Diplomatique, encuentra muchas cosas sobre el modo en que Macri prácticamente llevó a Argentina al naufragio e incluso más sobre el tipo de sociedad que debería ser Argentina, pero muy poco acerca de cómo llegar desde el agua a las colinas soleadas. Alberto Fernández no es un peronista de izquierdas, por supuesto, o, para decirlo con más precisión, por mucho que a algunos cristinistas les gustaría que fuera de otro modo, no es un Héctor José Cámpora, no solo en el sentido de que es poco probable que se aparte para que Cristina Fernández pueda gobernar, como hizo Cámpora por Juan Perón en 1973, sino en el sentido de estar comprometido con la izquierda latinoamericana en cualquier cosa que no sea pura retórica, y por tanto libre de costes. Cuando Cámpora restauró las relaciones diplomáticas con Cuba y amnistió a luchadores de varios grupos guerrilleros argentinos, estaba asumiendo un riesgo. Cuando Alberto Fernández ofrece un apoyo retórico a Evo Morales, y posiblemente incluso le dé la bienvenida para que se instale en Argentina en vez de en México, o cuando rechaza cualquier insinuación de que la dictadura de Maduro en Venezuela es, bueno, una dictadura, no está entregando nada. Porque, incluso cuando ha hecho eso, también ha mandado señales inconfundibles a Washington de que no tiene nada que temer de su gobierno y al Fondo Monetario Internacional de que quiere renegociar el préstamo de 57 mil millones de dólares que Macri negoció en términos más que desfavorables.

Es cierto que hay peronistas de izquierda en la coalición de gobierno de Alberto Fernández, en especial Axel Kicillof, que fue ministro de economía de Cristina Fernández y es ahora el nuevo gobernador de la provincia de Buenos Aires, donde residen aproximadamente 17 millones de personas, más de un tercio de la población total de Argentina, y que rodea (y empequeñece) la capital que tiene una población de menos de tres millones. A partir de sus declaraciones públicas, Kicillof parece tener una visión de las posibilidades de la reindustrialización de Argentina que no habría parecido inapropiada a un ministro de planificación en uno de los países del Pacto de Varsovia en los años sesenta. En una época en la que China puede fabricar hasta condones y venderlos en Argentina más baratos que una fábrica argentina, lo que ha provocado el cierre de dos de las principales fábricas locales, las posibilidades de producir bienes de alta gama en una planta industrial desde cero o reconstruirlos prácticamente desde cero para que puedan no solo competir en el mercado doméstico –que teóricamente, al menos, puede protegerse un poco de la competición internacional a través de medidas que tomaron en el pasado otros gobiernos peronistas– sino resultar atractivos para el mercado regional requiere un grado de pensamiento ilusorio que, a la manera del niño del proverbio cuya cara únicamente podría amar una madre, solo un intelectual argentino podría encontrar creíble.

En todo caso, Cristina Fernández en realidad tampoco era tan de la izquierda peronista. Logró congraciarse con la izquierda mientras mantenía lazos igualmente estrechos con varias multinacionales, en especial el gigante petrolero estadounidense Chevron. Ya desde Juan Perón, los presidentes peronistas siempre han tenido que hacer malabares con las muchas facciones de su partido. Perón, que era un mago político, manejaba con maestría esos malabarismos, pero es una hazaña que sus sucesores no siempre han sido capaces de realizar con el mismo éxito. El gobierno de Alberto Fernández es una coalición con esteroides, empezando por la complicada historia de los dos Fernández. Alberto Fernández, cuya carrera política empezó como protegido de Domingo Cavallo, el ministro de economía del gobierno de la derecha peronista de Carlos Menem en los años noventa, pasó a servir como jefe de gabinete de Néstor Kirchner durante su presidencia y retuvo brevemente el puesto durante los primeros tiempos del gobierno de Cristina Fernández. Pero tras dimitir en 2008, Alberto Fernández intentó primero distanciarse de Cristina Fernández, luego la atacó en términos cada vez más virulentos, y finalmente gestionó la campaña de primarias de Sergio Massa, un peronista de derecha, que se presentaba en las primarias contra Daniel Scioli, el candidato que Cristina Fernández había elegido a dedo.

“París bien vale una misa”, dicen que dijo Enrique, el rey protestante de Navarra, para justificar su conversión al catolicismo que era la condición para que lo coronaran rey de Francia en 1589. Alberto Fernández debió de tener una idea similar cuando aceptó reconciliarse con Cristina Fernández en 2018, una reunión que en Argentina se considera orquestada por el papa Francisco, y se confirmó el año siguiente, cuando ante la sorpresa general pero para desesperación de los partidarios de Macri, Cristina Fernández desafió la sabiduría convencional y decidió no presentarse a presidenta ella misma y propuso a Alberto Fernández que asumiera la tarea mientras ella se unía como candidata a la vicepresidencia. El Frente de Todos, como llamaban a su coalición política, tenía una denominación adecuada, porque unía todas las facciones peronistas desde Sergio Massa en la derecha hasta los gobernadores presidenciales peronistas, muchos de los cuales no eran ni de izquierda ni de derecha sino que más bien encarnaban las formas más retrógradas del caudillismo y latifundismo latinoamericano tradicional, hasta La Cámpora en la izquierda. A diferencia de 2015, cuando la desunión peronista permitió a Macri vencer por un margen estrecho, la unidad peronista en 2019 posibilitó que Alberto Fernández ganara con un margen mucho más cómodo.

Lo que ocurra ahora es otro asunto por completo. Como mostraron demasiado bien los cuatro años en el cargo de Macri, una campaña electoral exitosa y una presidencia exitosa tienen poco que ver entre sí. Para Alberto Fernández, el éxito o el fracaso dependerá en buen grado de su capacidad de reconciliar las tres mayores tendencias de su coalición gobernante o, como un periodista amigo mío dijo en Buenos Aires con más cinismo (y probablemente con más precisión), lo bien que se le dé enfrentar a esos grupos entre sí. No está claro lo difícil que será. Hay un viejo chiste argentino que dice que los peronistas son como los gatos: puede parecer que luchan pero en realidad se están reproduciendo. Pero esa es una broma para los buenos tiempos económicos, y estos no son buenos tiempos económicos en Argentina. El préstamo del FMI puede acabar resultando el menor de los problemas del nuevo gobierno. Llegar a un pacto no será fácil, por supuesto, pero no hay ningún desacuerdo entre Buenos Aires y Washington en que el tesoro argentino simplemente no tiene el dinero requerido para cumplir los plazos del reintegro y que esa devolución simplemente habrá de posponerse, probablemente unos años. La alternativa es una suspensión de pagos, que, en muchos sentidos, el FMI se puede permitir todavía menos que Argentina.

El nuevo ministro de economía es Martín Guzmán, experto en deuda internacional y protegido de Joseph Stiglitz. Las visiones de Guzmán son sin duda un anatema para los neoliberales y muchos otros, aunque, de forma interesante, en modo alguno para todos los mánagers de los fondos de alto riesgo que tienen inversiones en Argentina, pero no es Kicillof. Al contrario, solo porque vivimos en un mundo en el que, pese al crash de 2007-2008, el sector financiero más o menos se ha salido con la suya en las últimas tres décadas, resulta posible sugerir que Guzmán es un peligroso radical. Aunque muchos argentinos sienten alarma por algunos de los ministros del nuevo gobierno, que consideran participantes entusiastas de la corrupción aparentemente ilimitada de las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández o cristinistas de la línea dura. Y es innegable que varios leales a Cristina han recibido importantes puestos en el nuevo gobierno, notablemente Carlos Zannini, que muchos ven como uno de los más leales defensores de Cristina Fernández, su “sostén político y emocional después de la muerte de su esposo”, como escribió en una columna reciente de La Nación Joaquín Morales Solá, un periodista muy partidario del establishment y antiperonista. Como procurador del tesoro, Zannini tiene una posición que le dará una influencia enorme sobre el sistema de justicia argentino, incluyendo, por supuesto, los muchos casos de corrupción contra la propia Cristina Fernández, y también contra un número significativo de políticos kirchneristas y ejecutivos de negocios de los que aceptaron, por no decir solicitaron, sobornos enormes. Pero desde el punto de vista de Morales Solá, aparte de Zannini, ni siquiera los nombramientos cristinistas de Alberto Fernández son particularmente radicales.

En todo caso, Alberto Fernández está condenado a ver a Axel Kicillof como su gran rival, sobre todo si la influencia de Cristina Fernández es menor de lo que muchos argentinos esperan o temen que sea. La provincia de Buenos Aires está en condiciones económicas lamentables y culpar a su predecesora como gobernadora, María Eugenia Vidal, de Cambiemos, es un enfoque con fecha de caducidad, y probablemente más temprana de lo que debe esperar Kicillof. Y habrá rivalidad con el hijo de Cristina Fernández, Máximo Kirchner, ahora senador, para heredar el liderazgo del kirchnerismo. Eso debería darle a Alberto Fernández ventaja en la política interna del peronismo, esto es, si puede plantarle cara a Cristina, pero de forma aún más importante, si las negociaciones de Guzmán con el FMI van razonablemente bien; si las necesidades de los pobres empiezan a ser afrontadas y si la economía mejora al menos lo bastante como para aislar a los gobiernos de la ira de los movimientos sociales (puesto que son peronistas, es poco probable que los sindicatos sean un problema por ahora); y si se puede evitar la hiperinflación.

Hay enormes desafíos, y no está nada claro que el nuevo gobierno, o cualquier gobierno argentino, sea capaz de afrontarlos. Porque al final, los profundos problemas de Argentina no tienen que ver con una sola política o grupo de políticas específicas implementadas por un gobierno particular. Será difícil que Alberto Fernández sea peor presidente que Macri, aunque por supuesto en Argentina ningún resultado, por poco probable que sea, puede descartarse por completo. Pero hay un gran espacio entre eso y restaurar la prosperidad y al menos cierto grado de cohesión social. En una entrevista concedida poco antes de su elección, Alberto Fernández se comparó con Hamlet al describir cómo era ser presidente electo. “Estuve mucho tiempo organizando campañas y un día me tocó ser candidato, pasé de ser director de la obra a ser Hamlet. Toda mi vida trabajé para ser Hamlet.” Pero como tuitéo el periodista argentino Andrés Fidanza después de leerlo: “Alberto usa nuevamente la metáfora de Hamlet. Entiendo el mensaje, pero mi humilde tip es que elija una obra en que al final no mueran casi todos.” ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

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