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Alma Delia Murillo: Guerra sin literatura

Camino por el barrio de Polanco, rodeo el parque, paso junto a un restaurante fastuoso. Hace frío, el frío rezuma elegancia en este barrio sofisticado.

Llevo rato pensando en una imagen que me incomoda, por decir lo menos. Se trata de una fotografía del grupo de autodefensa que se ha organizado en el estado de Guerrero; en ella se ve a un niño de seis o siete años armado, un paliacate rojo le cubre la mitad del rostro, hay otros niños de entre once y quince años, avanzan en fila, por más que intentan adoptar una postura marcial su estampa es de la más absoluta vulnerabilidad. Una frase similar a “signos de la descomposición por la violencia en México” acompaña la imagen.

FUERA DEL RESTAURANTE en Polanco una mujer acompaña a un extranjero y señala un punto del otro lado del parque mientras dice que la oficina is very safe.

La frase me desajusta la calma. ¿En cuál de todos los Méxicos estoy?, ¿existe un lugar “muy seguro” en el país que ha gestado miles de hijos de la guerra, de huérfanos colaterales? Esos niños cuyos padres están decapitados, descomponiéndose en una fosa clandestina.

TENDRÍA DOCE AÑOS cuando leí El señor de las moscas, la novela de William Golding que aventura la tesis de que en circunstancias de sobrevivencia, incluso los niños pueden dejar salir su lado más violento. Recuerdo que me impresionó, me daba miedo pensar si la situación podría replicarse en mi escuela, pero me tranquilizaba que en la novela todo era detonado por un accidente, el avión estrellado en la isla. Mi escuela era un lugar seguro, no de accidentes.

Y justamente reflexionar sobre eso termina de descomponerme el alma ahora. Hay accidentes y hay síntomas. Síntomas de enfermedades sistémicas, degenerativas, mortales.

En México, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en los últimos años treinta mil niños y niñas han sido reclutados para trabajar en grupos criminales; es un dato impreciso, probablemente optimista.

El año pasado volví a leer La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo (Debolsillo, 2016), esa genialidad. “Aquí nada hay más efímero que el muerto de ayer”, dice Vallejo en el canto mortal que hace en su brillante novela y que describe con precisión lo que pasaba en Colombia en su momento y lo que hoy pasa en México. “El que ayuda a la pobreza la perpetúa”, dice en otro fragmento.

Ni en Colombia ni en México son accidentes lo que trae a la cotidianidad la parte más oscura y miserable de la humanidad; son las decisiones políticas, son los intereses particulares de algunos. Aquí se gestan crisis humanitarias sin necesidad de accidente alguno.

Cada vez que leo una noticia sobre ejecuciones masivas y fosas clandestinas con cuerpos amontonados pienso que morir en esta guerra no tiene épica, que no hay literatura posible que dignifique esta forma de crueldad humana. O al menos ahora no me lo parece. Los héroes de las épicas griegas elegían la guerra, morir era elección y eso los elevaba a seres dignos de cantos y elegías. Morir era honorable.

“Morir en esta guerra no tiene épica, no hay literatura posible que dignifique esta forma de crueldad humana. O al menos ahora no me lo parece”.

CRECÍ EN UN MÉXICO en crisis; desde que era niña la frase “estamos en crisis” acompañaba sobremesas y charlas callejeras, noticieros de televisión y de radio. Crecí en un país con la moneda eternamente devaluada, con tasas de pobreza alarmantes. Crecí en el Estado de México, en calles sin pavimentar revueltas con mierda de perro y grasa de fritangas callejeras, estudié en escuelas públicas que eran una calamidad y atravesé basureros y charcos de lodo para llegar a casa. Nací en 1977, fui niña en los años ochenta.

Aprendí pronto —lo aprendí por experiencia y no por datos mamadores— que este país engendra pobreza, que no ofrece igualdad de oportunidades, que a veces, sí, en México la vida no vale nada.

Crecí también con el mejor capital posible: la alegría y el impulso vital de mi madre. Eso me hizo conocer otros Méxicos, atravesar un largo recorrido social que hoy me tiene del lado de los privilegiados. Para bien, para mal y a veces para peor. Cómo negarlo.

EL HECHO es que crecí y elegí escribir. Hace más de ocho años que comencé a publicar una columna sabatina; los primeros cinco años sentía un impulso desesperado por entender este país, por compartir mi indignación o mi frustración, por preguntar a otros si estaban pensando lo mismo. Y un día me agoté, porque con pequeñas variables que van y vienen, lo jodido de fondo en el país, la esencia, lleva muchos años siendo la misma: una desesperante tragedia inducida.

De un sexenio a otro podríamos sólo cambiar los nombres de los actores en los eventos más escalofriantes, pero básicamente estamos en el mismo sitio. De Acteal a Ayotzinapa a Tlatlaya o Zongolica, a Coatzacoalcos… es un cementerio abierto.

Tengo amigos que llevan veinte años escribiendo  columna política, más de una vez hemos compartido esta reflexión: diez o quince años después, el país es el mismo. Es desolador seguir escribiendo como quien da vueltas en redondo en un pozo oscuro. Estructuralmente igual. Lo que mejora, mejora para los que ya estábamos mejor. Y lo que empeora, empeora para los de siempre.

Niños que mueren de cáncer por falta de tratamiento que un político cambia por agua con azúcar o niños que mueren de cáncer por la negligencia de otro político.

En Hijo de la guerra, de Ricardo Raphael (Seix Barral, 2019), se cuenta la historia de quien dice ser el Zeta 9, uno de los militares fundadores de esa sanguinaria banda. Militar y sicario parecen ser sinónimos en México. La historia de Galdino Mellado da cuenta, sí, de que es hijo de la guerra, pero también de la miseria. Ahí es donde mi tristeza se convierte en rabia, luego en desesperanza.

PERDÓN POR LA ESPESURA y lo negro del ánimo pero es que ver a un niño de once años que dispara en la escuela y a otro de seis armado para sumarse a la autodefensa de su pueblo es para colapsar el espíritu de cualquiera. Esos niños son este país. Este país.

Lo peor de la humanidad somos los seres humanos y quizá no hay literatura suficiente para contarlo. 

 

 

 

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