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Por ahí no, presidente Bukele

Vale la pena reflexionar si el camino de la imposición y la confrontación es el que nuestra amada patria se merece. Personalmente, creo que no

No. No voy a darle consejos. Tuve el placer de conocer y tratar a su padre, el Dr. Armando Bukele Kattán (Q.D.D.G.), y estoy completamente seguro de que no hay nada que yo pueda decirle a usted que él no le enseñara, con más brillantez y acierto, a lo largo de los años. (Por cierto, un colega columnista, José Afane, recopiló varias frases suyas en un artículo que tituló In memoriam Armando Bukele. Ahí hay, qué duda cabe, verdaderas joyas de sabiduría).

El caso, presidente, es que su actuación del 9F, entrando con despliegue de efectivos militares y policiales al Salón Azul, me causó la misma honda preocupación que a muchos salvadoreños, enamorados como estamos de nuestra democracia (por imperfecta que sea) y de nuestro sistema de libertades (por frágil que a veces luzca). Ese domingo simplemente no dábamos crédito a nuestros ojos. No entendíamos cómo una discusión natural entre órganos del Estado escalaba de repente, en cuestión de horas, hasta convertirse en un flagrante atropello al principio de separación de poderes.

Sé que usted no tiene la misma lectura, tanto de lo ocurrido como de las razones legales que condujeron a ese momento. Lo único que quisiera hacerle contemplar, aunque mantenga su postura de aquella tarde, es que la imagen de elementos fuertemente armados en el recinto legislativo es lo que menos esperábamos ver miles de sus compatriotas, no solo porque han pasado casi tres décadas desde el fin de la guerra, sino porque creíamos que el divisionismo y el miedo a la fuerza bruta, que tanto daño hicieron entonces a nuestra sociedad, habían quedado atrás de manera definitiva.

Gobernar en democracia, lo sabe usted, no es tarea para cualquiera. Se necesitan virtudes y disposiciones anímicas que solo los grandes estadistas han sabido conjuntar

Gobernar en democracia, lo sabe usted, no es tarea para cualquiera. Se necesitan virtudes y disposiciones anímicas que solo los grandes estadistas han sabido conjuntar, incluso a expensas de su fama o sus legítimas ambiciones personales. Recuerdo al Dr. Bukele, a propósito, citando a Montesquieu: «Un hombre no es desgraciado por tener ambición, sino solo cuando es devorado por ella».

Abraham Lincoln nunca fue lo que hoy llamaríamos un mandatario «popular», pero la posteridad le reconoce como el líder sabio que supo mantener unida a una gran nación en el peor momento de su historia. Adolf Hitler, en cambio, fue muy querido y hasta idolatrado por las masas; donde quiera que iba, incluyendo fábricas y universidades, la gente se agolpaba para verlo y tocarlo. (Créame, señor presidente: los archivos acumularían hoy millones de selfis con el líder nazi si en su época hubieran existido los smartphones. Así de popular era).

La democracia es lo contrario de la dictadura, por cuanto exige abandonar la tentación –siempre presente cuando se tiene poder– de hacer uso inadecuado de la fuerza. La democracia obliga al diálogo, al respeto por la diferencia, a la búsqueda de entendimientos, a la práctica de lo que verdaderamente es la Política (así, con «P» mayúscula): la noble actividad que conduce a la resolución de problemas concretos en un marco de pluralidad, libertad y dignidad humanas.

Por eso es que, ciertamente, no es fácil gobernar y, al revés, resulta muy sencillo imponer. Por eso un sabio como Mahatma Gandhi fue inmolado en 1948, buscando la unificación fraterna de la India, y en pleno siglo XXI un conductor de buses se mantiene aferrado a la presidencia en Venezuela, dividiendo entre «buenos» y «malos» a sus compatriotas. El primero jamás quiso el poder para hacer su voluntad, mientras que el segundo, desde el poder, ha hecho exclusivamente lo que le ha venido en gana. El abismo que media entre uno y otro es enorme, precisamente porque hay dos caminos posibles para los gobernantes populares: usar su carisma para convencer, o usar su poder efectivo para vencer.

Esos dos caminos, presidente Bukele, se cruzaron peligrosamente el domingo 9 de febrero. De ahí el repudio que ha causado dentro y fuera de El Salvador. Su padre decía que era inconcebible cómo «lo malo incluso se potencializa como bueno cuando nosotros somos los actores, y cómo lo bueno se considera malo cuando el contrario es el que actúa». Y tenía razón. Aplicándolo a la íntegra evaluación que usted haga del 9F, vale la pena reflexionar si el camino de la imposición y la confrontación es el que nuestra amada patria se merece. Personalmente, creo que no.

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Nota de la Redacción: Este texto fue publicado originalmente La Prensa Gráfica y se reproduce aquí con permiso del autor.

 

 

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