Las lenguas prohibidas en Cuba
El sistema cubano se muestra cada vez más abierto a admitir opciones procedentes del mundo libre. Pero cuando éstas se materializan en discursos concretos, no tardan en ser perseguidas.
La anécdota ha sido contada por Pablo de la Torriente Brau y Raúl Roa: es diciembre de 1925, en La Habana, y el líder comunista Julio Antonio Mella, encarcelado, hace una huelga de hambre. Otro joven comunista, el poeta Rubén Martínez Villena, que por entonces trabaja en el bufete de Fernando Ortiz, pide audiencia al secretario de Justicia Jesús María Barraqué. Mientras Martínez Villena exige al funcionario la liberación de Mella, el dictador Gerardo Machado entra a la oficina. Cuando el gobernante afirma que Mella está preso “por comunista”, Martínez Villena replica que ser comunista no es insulto y pregunta a Machado qué entiende por comunismo. Entonces el dictador responde: “yo no sé qué es un comunista, un anarquista o un socialista, sólo sé que todos ésos son malos patriotas, malos cubanos”.
El momento en que un régimen califica como sujeto antinacional a un opositor pacífico es distintivo de todo autoritarismo. En Cuba, durante las dictaduras de Gerardo Machado (1929-1933) y Fulgencio Batista (1952-1958), se reprimió a opositores bajo el cargo de “anticubanía”. En el último medio siglo ese acto reflejo de todo régimen autoritario se ha naturalizado con una diferencia sustancial. Bajo un orden totalitario, como el surgido de la Revolución de 1959, los gobernantes no desconocen la ideología de los opositores. Machado y Batista podían ignorar qué era el comunismo porque sus gobiernos no respondían a una ideología de Estado. En cambio, Fidel y Raúl Castro, por ser los jefes de un Estado que de jure y facto afirma seguir la ideología “marxista-leninista” y “martiana”, parten de un saber sobre todas las ideologías, que les permite elegir una.
La diferencia entre los doctrinarios de un autoritarismo y los ideólogos de un totalitarismo reside en que a los primeros puede atribuirse, en el sentido que le ha dado Slavoj Zizek, el porque no saben lo que hacen. Los líderes de un totalitarismo, en cambio, sí saben lo que hacen porque poseen o aparentan poseer un conocimiento sobre los lenguajes políticos que circulan en el mundo. El epíteto de “asno con garras” que Martínez Villena confirió a Machado tenía que ver más con la ignorancia del burro que con las garras de la fiera, ya que estas últimas eran atributo de todas las dictaduras. Lo que distinguía a Machado entre otros dictadores, según Martínez Villena, era su desconocimiento de las ideas políticas del siglo XX.
El momento en que el gobierno revolucionario cubano decide adoptar una ideología concreta, entre las muchas que circulaban en Occidente hacia 1960, describe la fundación del orden totalitario. Es conocida la idea de Jean Paul Sartre, a principios de ese año, de que la Revolución cubana era como un huracán sin ideología, que se reinventaba con cada golpe de viento. La historia del último medio siglo contrarió aquella impresión de Sartre, que todavía hoy reclaman muchos defensores no ortodoxos del gobierno de Fidel y Raúl Castro. La posesión de una ideología por el Estado cubano no sólo es constatable en su política educativa, cultural y mediática sino en su permanente definición y rechazo de ideas “enemigas”.
Lenguas y hablas
La construcción del Estado nacional en Cuba, en la segunda mitad del siglo XX, siguió modalidades únicas dentro del hemisferio occidental, que se reflejan en el proceso lingüístico de la política. Por ser Cuba un país “socialista”, regido por una ideología de Estado (el “marxismo-leninismo” entre 1961 y 1992 y el “marxismo-martiano”, desde entonces y hasta la fecha) que subordina a la esfera pública, los medios de comunicación, la educación y la cultura, no todos los lenguajes políticos que circulan en Occidente tienen allí las mismas condiciones para su reproducción.
Los lenguajes políticos contemporáneos están relacionados con tradiciones liberales, republicanas, cristianas, conservadoras, socialdemócratas o comunistas, de fácil identificación en los espectros ideológicos de cualquier nación occidental. Cuba, un país que durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX conoció esas mismas tradiciones, a partir de 1959 comenzó a sufrir una fuerte limitación de los discursos públicos. Desde ese año la tradición liberal, prácticamente, se interrumpió en la isla y la católica debió sobrevivir bajo el control y, a veces, la persecución o el cuestionamiento del Estado.
Entre 1961 y 1992 el espectro ideológico de la isla se redujo a dos variantes del marxismo, una de estirpe soviética y otra articulada en torno a fuentes clásicas y a algunas referencias de la izquierda europea (el debate sobre los manuales entre Lionel Soto y Aurelio Alonso o una revisión de los proyectos editoriales de las revistas Pensamiento Crítico y Cuba Socialista, serían suficientes para identificar ambas) y a un nacionalismo revolucionario, que se avenía mejor con el marxismo occidental que con el soviético, y que se centraba en los aspectos justicieros y soberanistas de algunas figuras de la izquierda no comunista de la isla (Martí, Guiteras, Roa, Chibás…), despojándolas, previamente, de los elementos liberales, republicanos y democráticos que poseían.
A partir de 1992, con la descomposición del campo socialista, se produjo un debilitamiento involuntario de la ideología de Estado en Cuba. Uno de los efectos más curiosos, y menos estudiados, de ese proceso fue la desconexión entre las ideologías y las políticas o entre los discursos y las prácticas públicas. Por este proceso, que ha sido más favorable para los primeros que para los segundos, las políticas han sido sometidas a mayores controles policiacos, mientras que las ideologías se han liberado relativamente de las demandas de legitimación del Estado. En la Cuba de hoy cierta diversidad ideológica es tolerable, pero toda pluralidad política sigue siendo punible.
En las dos últimas décadas postsoviéticas, por ejemplo, ha crecido notablemente la circulación de discursos cristianos y católicos, que se suma al relanzamiento experimentado por las plataformas doctrinales del nacionalismo revolucionario y algunas versiones tímidas del neomarxismo. También han ganado zonas importantes de la esfera pública, sobre todo en el medio intelectual, discursos representativos de subjetividades subalternas, como las raciales, sexuales, genéricas y religiosas. Pero el multiculturalismo es más admitido en Cuba como discurso que como práctica pública de las diferencias.
Junto a esta progresión de lenguajes diversos es notable el reforzamiento de los controles sobre la circulación de ideas que asuman explícitamente su inscripción en el legado liberal, republicano y democrático de Occidente. Es más fácil que en Cuba, hoy, se autorice la edición de una antología de Jorge Mañach o Gastón Baquero a que se permita la publicación de un artículo, en cualquier revista, que defienda, abiertamente, la pertenencia de un anticomunista, como cualquiera de ellos dos, a la cultura nacional. El poder entiende lo primero como circulación pública de ideologías, pero lo segundo como una intervención política concreta.
La mayor circulación de los discursos públicos a que hemos hecho referencia tiene un carácter selectivo que debe someterse a crítica. Hoy en Cuba, por ejemplo, tienen mayor visibilidad los lenguajes católicos, conservadores, homofóbicos, racistas antiaborto y pro familia tradicional de una parte del clero que los lenguajes laicos, secularizadores, agnósticos y modernizadores de la tradición liberal y republicana. Esta paradoja tiene dos orígenes: uno intelectual, relacionado con las conexiones entre catolicismo y nacionalismo en la historia de Cuba, y otro político: el racional entendimiento que pueden alcanzar dos instituciones “compactas” —como le gusta decir a Raúl Castro— como son la Iglesia y el Partido.
Los márgenes de tolerancia de las lenguas públicas están relacionados con la forma de circulación que adoptan las mismas. Si la lengua del mercado circula como práctica cultural —por ejemplo, andar en autos de último modelo, vestir a la moda, comer en los mejores restaurantes, hospedarse en hoteles, viajar a Varadero, ver canales de la televisión norteamericana— no genera mayores reacciones desde el poder. Pero si la lengua del mercado se convierte en discurso por medio de un artículo en una revista especializada de ciencias sociales, una declaración de algún político o intelectual a medios extranjeros o, incluso, una discusión verbal con algún dirigente del Partido Comunista, entonces la prohibición se manifiesta con toda su fuerza.
El multiculturalismo y el liberalismo que, como ha probado Wil Kymlicka, no son necesariamente modelos contrapuestos, tienen dificultades muy distintas para su difusión en Cuba. En Cuba el multiculturalismo está bien como discurso (el concepto de diversidad, por ejemplo, se reproduce en la mayoría de las publicaciones intelectuales de la isla) pero no como práctica. Esto último es notable, por ejemplo, en el tema de los derechos civiles y políticos de la comunidad gay. Como ha señalado recientemente la profesora de la Universidad de Columbia, Frances Negrón, el CENESEX, dirigido por Mariela Castro, tiene un discurso inclusivo de la homosexualidad, pero rechaza que los homosexuales tengan sus propias políticas, independientes del Estado.
A diferencia del multiculturalismo, el liberalismo está bien como práctica, sobre todo por parte de aquellos actores sociales con acceso a moneda convertible, pero no como discurso. Las trabas para la circulación del lenguaje liberal están relacionadas con la falsa identidad entre liberalismo y capitalismo que establecieron las izquierdas comunistas del siglo XX. Es cierto que una importante tradición, sobre todo de la economía política británica (Smith, Ricardo, Bentham, Mill), que conoció, admiró y criticó Marx, colocó el mercado en el centro de las relaciones sociales modernas. Pero la gran tradición del liberalismo político, que va de John Locke a John Stuart Mill, o de Montesquieu a Constant, produjo una visión diferente y, por momentos, crítica del mercado, que Marx tampoco desconoció.
Lo importante para esa tradición era el gobierno representativo, la división de poderes, la ruptura con los principios absolutistas y dinásticos de las monarquías del antiguo régimen, el orden constitucional, la libertad de culto y la libertad de imprenta. Muchos liberales de la primera mitad del siglo XIX, como han estudiado J. G. A. Pocock y Quentin Skinner eran, de hecho, críticos del capitalismo desde una ideología republicana y cívica que contraponía la virtud al comercio. El rechazo, por tanto, del socialismo cubano a la ideología liberal carga con el prejuicio estalinista, ausente ya de las mayoría de las izquierdas del mundo, de negar, junto con el capitalismo, los elementos constitutivos de cualquier democracia liberal.
Ese rechazo al liberalismo no sólo se aplica, como sabemos, al presente sino también al pasado, por medio de la desnacionalización de sujetos intelectuales y actores políticos. En un número reciente de La Jiribilla, la principal publicación electrónica del Ministerio de Cultura, por ejemplo, el presidente del Instituto Cubano del Libro, Iroel Sánchez, escribió, a propósito de la biografía de Antonio Guiteras escrita por Paco Ignacio Taibo II, que la “única historia que valía la pena hacer era la de los revolucionarios, ya que la de los reaccionarios la hacían los historiadores reaccionarios”. De más está decir que en esos términos el liberalismo, como la socialdemocracia, la democracia cristiana o cualquier modalidad del socialismo democrático, quedan comprendidos dentro de las ideologías reaccionarias, a pesar de que la mayoría de los revolucionarios cubanos, desde José Martí hasta Fidel Castro, pasando por el propio Antonio Guiteras o Raúl Roa, tuvo elementos liberales en su pensamiento.
Más aún, la propia Constitución cubana de 1976, reformada en 1992 y 2002, contiene aspectos liberales: ahí se defienden principios como el gobierno representativo, la división de poderes, la libertad de cultos, el derecho a la libre expresión, siempre y cuando sea dentro de las instituciones del Estado y nunca en contra del sistema socialista. Sin embargo, el eje del vasto e ineludible legado del pensamiento liberal, que es la representación política, está ahí. Como estaba en Marx, quien, en el retrato reciente de Francis Wheen, fue durante toda su vida un crítico y un opositor del absolutismo estatal y de todo tipo de censura o trabas a la libertad de movimiento y asociación. Ese Marx liberal forma parte de las lenguas prohibidas en Cuba.
La crítica del Estado
Cuando la Constitución cubana establece que las libertades públicas no pueden ser ejercidas contra el Estado está colocando a éste, y no a la ciudadanía, como cen
tro de la subjetivación política en Cuba. Cualquier reflexión teórica sobre el socialismo cubano y sus posibilidades de transformarse en una democracia soberana y equitativa tiene, por tanto, que colocar al Estado en el centro de sus interrogaciones críticas. Observado a la luz de esa entidad que, como decía Marx, es la más abstracta de las realidades, el socialismo cubano podría ser definido no como una modalidad anticapitalista, sino como un tipo específico de capitalismo.
La ecuación capitalismo y Estado es un fenómeno nuevo que, con diferentes aplicaciones, tiene lugar en China y Cuba, y frente al cual concurren las críticas del liberalismo y el marxismo. Walter Benjamin o Isaiah Berlin describirían el socialismo cubano actual como una variante del capitalismo, en la cual el Estado, sin dejar de controlar la mayor parte de la economía nacional, comienza a funcionar como una empresa ya que sus ingresos provienen, fundamentalmente, del capitalismo global: las remesas que envía la comunidad emigrada, las inversiones de capital foráneo y dos modalidades de servicio, el turismo y los médicos y maestros “internacionalistas”, que también reportan ganancias provenientes de vecinas economías de mercado.
Un Estado como el cubano sería tan cuestionable desde el neomarxismo de Alain Badiou o Slavoj Zizek como desde el liberalismo de John Rawls o Giovanni Sartori. Un Estado así, cuya ideología oficial se aferra al concepto burgués de nación y cuya política económica y social ofrece tan pocas posibilidades de subjetivación autónoma para la ciudadanía, es la negación mutua de los legados marxista y liberal. De producirse una apertura de la esfera pública, en la isla, donde puedan circular todas las lenguas políticas contemporáneas, no sería extraño que más de un marxista y más de un liberal se pongan de acuerdo en la reforma de ese Estado.
Cuando un poder limita la circulación pública de ciertas lenguas busca obstruir el proceso por el cual las ideologías se socializan y transforman en políticas concretas. Al identificar con “capitalismo”, “neoliberalismo”, “derecha”, “reacción”, “conservadurismo”, “imperio” o “contrarrevolución” —término “confuso” del lenguaje bolchevique, como decía Benjamin— toda alternativa de conducción política o económica, diferente a la del actual gobierno cubano, aun aquellas ubicadas en la izquierda neomarxista, el socialismo democrático o la socialdemocracia, el régimen opera con una lógica rígidamente binaria.
Si las posibilidades se reducen a Washington o La Habana, el imperio o Cuba, capitalismo o socialismo, es más cómodo porque no es necesario definir de un modo sofisticado el socialismo ni admitir el grado de capitalización que acepta el Estado cubano. Quienes sin dejar de asumirse como socialistas defienden cierto margen de privatización o una extensión de derechos civiles y políticos quedan, entonces, catalogados como “neoliberales”, “neoanexionistas” o “neocoloniales”. Así, el debate se simplifica y se criminaliza la construcción de prácticas políticas autónomas desde la impunidad del discurso hegemónico.
La respuesta más socorrida del gobierno cubano a sus críticos es que éstos no son tales, que quien es crítico —del imperialismo, la globalización, el neoliberalismo…— es él y que sus críticos son oficialistas del “imperio”, el “capital” y la “CIA”. Al establecer una equivalencia entre esos contrarios —Cuba y el imperio— se sugiere que, para defenderse, Cuba debe prohibir la circulación de las lenguas imperiales en la isla, de la misma manera que el imperio prohíbe las lenguas cubanas en el mundo. Cuba queda entonces definida como un microcosmos socialista que reproduce, asimétricamente, las funciones simbólicas del campo socialista durante la Guerra Fría.
La brutal disolución de matices que genera esa antinomia impide comprender, por ejemplo, el fenómeno de la intensa rearticulación teórica del neomarxismo en los últimos 20 años o la emergencia de una oposición de izquierda al socialismo cubano, dentro y fuera de la isla. La profusión de discursos afines o partidarios del gobierno cubano en el mundo —desde la academia norteamericana hasta las izquierdas latinoamericanas, pasando por importantes sectores de la opinión pública europea— es la mejor refutación de la supuesta prohibición de lenguas cubanas en el imperio —este último entendido a la manera de Hardt y Negri, no de Hart o Prieto.
La simetría entre esas entidades —Cuba y el imperio— es, por tanto, insostenible desde un punto de vista neomarxista, ya que imperio es un concepto que no puede constreñirse a un gobierno con el cual se sostiene un diferendo diplomático de medio siglo. La funcionalidad de esa construcción es meramente retórica, ya que refuerza la idea de que las limitaciones a derechos civiles y políticos en la isla responden a un mecanismo defensivo. Los obstáculos a la circulación de lenguas públicas en Cuba no están determinados por el imperativo de la defensa sino del control. Es otro concepto de soberanía, no el que se asocia a la autodeterminación del Estado, el que está amenazado. No es la soberanía de la nación sino la del poder la que está en juego: su capacidad, como diría Agamben, para hacer del estado de emergencia una norma perpetua.
Es interesante observar en los debates con intelectuales oficiales que estos últimos no aceptan esa definición y tampoco reconocen la identidad opositora de sus adversarios. El oficialismo presenta a la oposición como oficialista de otro poder (“Washington”, el “imperio”, la “mafia anticubana y terrorista de Miami”) y, al mismo tiempo, se presenta a sí mismo no como partidario de un gobierno concreto sino como defensor de un proceso histórico en el que se funden gobierno y pueblo, llamado “Revolución” o “Socialismo”. Estos conceptos y su antinomia —“contrarrevolución”— funcionan en el discurso oficial como abstracciones que permiten desdibujar las identidades gubernamentales y opositoras de los actores.
Es cierto que, en esos debates, los opositores pierden de vista, con frecuencia, que la intelectualidad autodenominada socialista no es homogénea y tiene distintos niveles de relación con los aparatos ideológicos y represivos del Estado. Pero tampoco es menos cierto que las reacciones oficiales contra intelectuales críticos u opositores parten de la definición de éstos como sujetos antinacionales y subordinados a una entidad ficticia, toda vez que el exilio es, también, una comunidad sumamente diversa, que carece de gobierno. Las políticas profesionales y partidistas del exilio, que tienen que ver, sobre todo, con viejas agrupaciones anticomunistas y con la nueva clase política cubanoamericana, poseen relaciones muy débiles con los sectores académicos e intelectuales de la diáspora. El contacto de estos últimos con instituciones del gobierno de Estados Unidos o de cualquier gobierno de Europa o América Latina es más tenue, por ejemplo, que el que sostienen las asociaciones del lobby antiembargo en Estados Unidos, casi todas acríticamente partidarias del gobierno cubano.
La existencia de muchos intelectuales y académicos cubanos, fuera de la isla, críticos del embargo y favorables a una normalización de relaciones entre Estados Unidos y Cuba es la mejor muestra de que los exiliados no son una comunidad subordinada a Washington. La lógica binaria del discurso oficial se deshace ante los altos índices de exiliados cubanos que desean un cambio en la política de Estados Unidos hacia Cuba y, a la vez, un cambio del régimen actual y su transición hacia una democracia soberana y equitativa. Con frecuencia, las encuestas elaboradas en Miami no reflejan este último aspecto y tampoco toman en cuenta a exiliados de otras latitudes, como Europa y América Latina. De hacerse un ejercicio de esa naturaleza tal vez podría constatarse que la mayoría de los cubanos, fuera de la isla, desea un cambio político, aunque permanezca dividida sobre la mejor manera de promoverlo.
Las caricaturas y estereotipos sobre el exilio, construidas por el discurso oficial, responden a la necesidad de un enemigo público para la subsistencia del régimen. Dado que la Revolución se presenta como una entidad eterna o imperecedera, ese enemigo debe poseer las tres dimensiones temporales: pasado, presente y futuro. Es frecuente, por ejemplo, que el discurso oficial cancele la posibilidad de un futuro socialdemócrata, democristiano o liberal para Cuba con la idea de que la isla ya experimentó todas esas ideologías en el pasado.
Es cierto que antes de 1959 circularon en Cuba ideas liberales, socialdemócratas y democristianas, pero esas ideologías políticas se han desarrollado mucho más en el último medio siglo que en la primera mitad del XX, cuando la polarización entre fascismo y comunismo limitó el espectro ideológico occidental. La idea de que la adopción del “marxismo-leninismo martiano” es resultado de la experiencia fallida de todas las ideologías modernas, en Cuba, es un montaje del discurso oficial que parte del presupuesto ahistórico de que el desarrollo de esas ideologías no dio más de sí y se agotó entre 1902 y 1959. Reconocer la diversidad ideológica del pasado es preferible a la homogeneización doctrinal que se practicó en las primeras décadas revolucionarias, pero tal reconocimiento seguirá siendo cuestionable mientras no se transfiera, también, al presente y al futuro de la isla.
Cualquier dispositivo simbólico de captura de las soberanías políticas y sociabilidades ideológicas, en el pasado, el presente y el futuro de Cuba, es criticable. En el caso cubano ese cuestionamiento del discurso hegemónico pasa por una crítica del Estado, que es la entidad limitadora de todas las soberanías y sociabilidades posibles. Desde el neomarxismo es frecuente el argumento de que la crítica no debe ser a un Estado sino a todos los Estados, a un capitalismo sino a todos los capitalismos. Pero las condiciones históricas de la Cuba actual demandan una proyección concreta de los horizontes teóricos. En la isla, a diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos que experimentaron el ajuste neoliberal de los noventa, sobra Estado y falta mercado. En Cuba la crítica del Estado es, de hecho, una necesidad del propio cuestionamiento de los mecanismos de capitalización económica propios de un orden totalitario.
La crítica del Estado es, por otra parte, la única posibilidad de abrir los futuros de Cuba a la elección racional de sus ciudadanos. La heterogeneidad cultural de la comunidad cubana, dentro y fuera de la isla, demanda una reconstrucción profunda de las instituciones políticas del país que conduzca al diseño de un sistema más representativo. Pero para que esa reconstrucción se produzca es necesario que los futuros de Cuba comiencen a ser entendidos como modelos simultáneos y no como opciones excluyentes. No existen uno o dos, sino muchos futuros cubanos: tantos como ideologías y políticas producen, día a día, los ciudadanos de la isla y el exilio. Esos futuros demandan el reconocimiento de sus legitimidades como premisa de un nuevo contrato social.
La democracia no debería ser vista como una nueva meta en la historia de Cuba que, al igual que la Revolución hace medio siglo, virará al revés el mundo cubano. La democracia, si quiere ser justa y perdurable, debería intentarse como el punto de partida de ese nuevo contrato social. Un pacto democrático que garantice la libre circulación de todos los discursos y todas las prácticas podría ser la antesala de un proceso de construcción republicana, caracterizado por la inclusión y el pluralismo. El libre tránsito de esas lenguas y esas hablas hará visibles a los sujetos que las articulan y permitirá el reconocimiento de las diversas políticas que constituyen la ciudadanía. A partir de entonces, tal vez pueda desterrarse la dañina costumbre de que unos cubanos excluyan y repriman a otros bajo el infamante cargo de “anticubanía”.
Rafael Rojas. Historiador y ensayista. Es profesor e investigador del CIDE. Su libro más reciente es El estante vacío. Literatura y política en Cuba.