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«Parásitos» (o los inesperados efectos colaterales de las cosas tristes)

Sentía que, a medida que las arrugas desaparecían, el mundo se transformaba en un lugar más prolijo

HOY ME DESPERTÉ temprano, desayuné, respondí e-mails, corrí, acaricié a las gatas en el sofá del living. Las persianas estaban bajas porque hacía calor, y la luz me recordó la que había en el vestíbulo fresco de la casa de mi abuela, en la ciudad donde nací. Después, saqué entradas para ir al cine, fui al cine, vi Parásitos, la película de Bong Joon-ho.Es curioso el efecto del arte.

Parásitos es una película muy coreana. Eso, en mi diccionario, significa que es tersa y muy elegante y también un poco infectada y deforme, con momentos de perversidad tumorosa. Siempre me da miedo la perversidad de los directores coreanos: nunca se sabe hasta dónde pueden llegar, y pueden llegar muy lejos. El problema con sus películas no es tanto lo que se ve como lo que se siente al verlas. Es como contemplar una alfombra preciosa sabiendo que en cualquier momento puede levantarse como una lengua enferma y dejar al descubierto una superficie llena de gusanos, moscas y dientes podridos, una imagen que se meterá en los sueños y desovará escenas horrorosas de las que uno difícilmente pueda escapar. (¿Vieron Oldboy, de Park Chan-wook? Esa película vivió en mí durante semanas).

De todas maneras, no es eso lo que pasa con Parásitos. Es demasiado fina. Dickens con algo de la mugre decadente de Blade Runner, el clima asfixiante de Gattaca y la desazón del neorrealismo italiano. Y aunque la película es triste y hay en ella un jugueteo con miedos atávicos perturbadores, lo que pasó después fue una alquimia rara: salí del cine levitando.

Eran las tres de la tarde. Calor, cielo oceánico. Podría haber regresado a mi casa, pero caminé un rato evocando serenamente otros tiempos —el cine queda en el barrio en el que viví durante 20 años—, compré harina integral de centeno para hacer masa madre, bananas, una papaya. El aire, las frutas, los mercados, todo estaba cargado de felicidad. Caminé hasta que sentí ganas de regresar a casa, empezar a hacer la masa madre y salir al patio, regar las baldosas, caminar descalza sobre el agua fresca, cortar el pasto, podar los rosales, poner una reposera bajo los árboles y sentarme a leer una novela, amasar fideos mirando las enredaderas del muro, regar las plantas con la manguera, echar fertilizante, llamar a mi madre.

Pero no tengo ni patio ni pasto ni árboles ni enredadera ni muro ni manguera porque vivo en un departamento. Quinto piso. Y mi madre está muerta.

Así que al llegar a casa me puse a planchar. Planchar es una tarea de meditación. Pasar el metal caliente sobre la tela impoluta, ver cómo los pliegues desaparecen bajo la agresión controlada del calor extremo. Cuando era chica podía quedarme mucho rato mirando a mi abuela o a mi madre mientras planchaban. El planchado me parecía un acto de magia y de justicia: sentía que, a medida que las arrugas desaparecían, el mundo se transformaba en un lugar más prolijo, un sitio acaudalado en salud y buena fortuna, un lugar lleno de ríos. Que planchando se construían días buenos y tardes felices. Así que planché un juego de toallas y dos de sábanas y varias remeras. Al terminar ordené todo en los placares y sentí una satisfacción pampeana, fabulosa. Después preparé un té y, mientras jugaba con las gatas —con una caña y una tanza en cuya punta hay una pluma de pájaro que las vuelve locas—, llamé por teléfono al hombre con quien vivo, que no estaba en la ciudad, y luego a mi padre, con quien me reí un rato.

Al final del día coloqué la harina integral en un bol, agua —la había dejado en reposo durante algunas horas para que se evaporara el cloro—, e hice la primera mezcla para la masa madre. La preparación llevará varios días. Sólo la próxima semana podré hacer el primer pan.

Antes de ir al living y sentarme en el sofá a seguir leyendo una novela de 700 páginas —voy por la mitad, no quiero que termine— me di cuenta de que me sentía bien, como si a lo largo de todo el largo día hubiera sido habitada por un ciervo o por un Cadillac azul. Joseph Roth lo dijo mejor: “En aquel día milagroso, de todas partes surgía la salvación”.

 

 

 

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