Diario de la cuarentena (15): El síndrome del chupachups
Son las doce y media de una mañana de domingo, el día número quince de confinamiento. En la octava planta del edificio frente al mío, tres hermanos juegan en el balcón. Ellos, como yo, han experimentado casi todas las fases del encierro. Pasaron del entusiasmo a la irritación y de la euforia al tedio, en sus distintas versiones: malhumorada, melancólica y enloquecida.
Para verlos tengo que asomarme, pero a veces ni eso. Sé que están ahí porque sus voces se escuchan por todo el jardín. Los primeros días jugaban sólo una vez en toda la jornada. Salían al balcón a tomar el sol, mientras preguntaban a su madre cualquier cantidad de insospechados asuntos. También los vi hacer burbujas de jabón: globos tornasolados que estallaban en el aire.
El asunto se agrava. Las risas o cantos abrieron paso al berreo, los gritos y al constante lloriqueo por todo
Luego les dio por cantar. Comenzaron perpetrando el “Hola, don Pepito” y de ahí pasaron a composiciones libres, letras inventadas y de naturaleza escatológica en las que todo rimaba con caca. El asunto no duraba más de 45 minutos, como mucho una hora. La creatividad sirvió para algunas cosas más: arrojar las pinzas de la ropa al césped o cualquier acción comprobatoria de la ley de gravedad que les permitiera la rejilla de seguridad del balcón.
Desde hace dos días el asunto se agrava. Las risas o cantos abrieron paso al berreo, los gritos y al constante lloriqueo por todo. El primero en gritar es el mayor. A él le siguen la niña y el más pequeño, que le hacen las segundas voces a cada Do de pecho del primogénito. La madre hace lo que puede, intenta dialogar y llegar a acuerdos razonables, pero la tripulación está tan alborotada como los marinos del Oriente en la novela de Conrad. A estas alturas el balcón ya tiene algo de barco a punto de hundirse.
Justo esta mañana de cielo azul, el silencio amplifica los alaridos. “¡Aguaaaaaaaaaa!”, “¡quiero aguaaaaaaaaa!”, “¡aguaaaaaaaaaaaa!”. Durante más de media hora el niño mantuvo encendida la sirena desesperada de su aburrimiento, hasta reventarle el tímpano a sus hermanos. El padre le alcanzó el agua que pedía tres veces, pero el niño la tiraba por la ventana y volvía a gritar. El motín acabó en toque de queda. “¡Nos vamos a casa!”, ordenó la madre, que se habrá hecho a la idea de que el balcón es una prótesis del mundo exterior en su piso de 70 metros cuadrados.
Justo esta mañana de cielo azul, el silencio amplifica los alaridos. “Aguaaaaaaaaaa”, “quiero aguaaaaaaaaa”, “aguaaaaaaaaaaaa”.
Mientras escribo estas líneas, vuelvo a escucharlos. Ahí están, otra vez en el balcón, como granadas a punto de estallar. Mi orquídea de plástico y yo nos miramos, aterradas, ante el desenlace inminente. Cinco, cuatro, tres, dos, uno… “¡Quiero chupachuuuuuuups!”, “¡que quiero chupachuuuuuuuuuups!”, “¡chupachuuuuups!”. La cadencia del que llora sin ganas es inconfundible, una mezcla entre elasticidad y pereza, y cuya propiedad de exasperación le derretiría los nervios hasta al general Spínola.
Cada quien tiene sus razones para perder la cordura en esa casa en la que no sopla el viento y nada avanza. El niño hace lo que puede para lidiar con una angustia que no comprende. El pequeño no puede salir a comprar tabaco, así que se emplea a fondo en su cabreo, puliéndolo hasta sacarle brillo. Sus padres también hacen lo que pueden. Ellos tampoco entienden su propia angustia y llevan otras cuántas más a cuestas. Día quince. Quedan aún otros quince más. No se preocupe, si se descubre desvariando en el pasillo o insultando al jabón que le pone las manos como una lija, tiene una explicación. Es el síndrome del chupachups, obrando su lento efecto de catarsis en medio del encierro.