Sergio Ramírez: El ángel exterminador
Abril es siempre el mes más cruel en Nicaragua. Quedó a la vista hace dos años, cuando tantos muchachos indefensos fueron masacrados en las calles
Hace ya dos semanas entramos en encerramiento voluntario en nuestra casa de Managua, una aventura hacia adentro, vivida entre mi mujer y yo, alejados del mundo, como en los conventos. Tulita cocina, a veces yo lavo los platos. Ella pinta, yo escribo. Ahora está terminando un cuadro de peces coloridos que le había pedido mi hija María. Yo sigo con mi tercera parte de la trilogía del inspector Morales, y tengo todo el tiempo que antes tanta falta me hacía. Se lo digo por videollamada a mi hija Dorel, y hacemos cuentas de cuánto pierde la escritura con los viajes; a este paso tendré una nueva novela antes de fin de año.
Los güises, tan bulliciosos, y que suelen estrellarse contra los cristales de las ventanas en su atolondramiento, entran volando por las puertas que dan al patio y se paran sobre la mesa del comedor, ahora silenciosa y desierta porque tardará antes de que volvamos a tener invitados. Estos güises imprudentes olvidan la inquina implacable de Carbón, el schnauzer miniatura que nos dejó en prenda nuestra nieta Mariana cuando se fue a Francia con sus padres hace dos años.
Mis hijas hacen la compra, dejan las bolsas en la puerta, nos saludan de lejos, nos dicen algunas palabras detrás de sus mascarillas acerca de desinfectar los empaques, y deshacernos de las bolsas. Cuando atardece, el canto de los pocoyos llega desde el platanar al otro lado de la cerca, aquí donde la ciudad empieza a subir hacia la sierra, ganando sus linderos rurales.
Podríamos escapar de aquí, fugarnos al cine a tanda de siete, al restaurante de los mediodías del domingo, ir por el pescado que llega los viernes desde Casares al puesto callejero distante un kilómetro, manejar hasta Masatepe. Porque no es que las puertas tengan cerrojo alguno. Simplemente no podemos salir, como en El ángel exterminador de Buñuel.
Abril es siempre el mes más cruel en Nicaragua. Quedó a la vista hace dos años, cuando tantos muchachos indefensos fueron masacrados en las calles. Los lechos de los arroyos se vuelven polvo cernido, el sol se torna rojo sangre con las quemas de los potreros que arden en la noche abriendo caminos de fuego en las laderas. Sequedad, calor, desolación. Ahora encierro, incertidumbre, miedo.
De afuera llegan noticias. El aparato oficial de propaganda manda a la gente a hacinarse en las playas, a asistir a las fiestas religiosas de semana santa, que la iglesia ha cancelado. Una gran cruzada de contaminación. El poder amenaza con castigar por sediciosos a quienes no mandan a sus hijos a la escuela, a los que llevan mascarillas en los autobuses; proclama que el coronavirus es una enfermedad de ricos frente a la que los pobres son inmunes. La lucha de clases en la oscuridad de la caverna.
Pero la gente, en desamparo, vuelve por sí misma. Coloca aguamaniles en las aceras de los mercados (lava tus manos antes de tocarte la cara), las farmacias de los barrios ofrecen jabones gratis (tome un jabón si necesita), pegada a un pilar de alumbrado hay una bolsa con mascarillas (tome una, recuerde que todos necesitamos), en la reja de un garaje cuelga amarrado un dispensador (¡Alcohol en gel gratis!).
Una gran conspiración benéfica contra el mal y contra la insensatez del poder que lo ampara.
Sergio Ramírez es escritor y premio Cervantes 2017.