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El periodista enterrador

El periodista enterrador es una nueva especie que, por desgracia, se multiplica estos días. A todo el gremio le ha ocurrido alguna vez: fallece un personaje famoso y toca escribir su obituario. Pero lo de ahora es un no parar, acabas de bucear en la vida de uno y ya tienes que sumergirte en la de otro.

El coronavirus nos está dejando muy huérfanos de cultura, se nos van actores, músicos, dramaturgos… Pero también seres anónimos a los que nadie regalará un obituario en un periódico. A ellos les dedico esta columna. Porque merecen ese rinconcito confortable de quienes se quedan aquí, en la inopia del despropósito, sin haberlos podido abrazar.

Durante un tiempo, por circunstancias redaccionales, tuve que escribir muchos obituarios, a veces de gente que conocía, otras de quienes no tenía ni la más remota idea. Me parecía –y me sigue pareciendo– sacrílego despachar toda una vida en un plis-plas. Cuatro datos por aquí, dos agencias por allá, y ala… a la página –ahora a la nube– sin miramientos.

Viéndome apurada por esa sensación horrible de intromisión, el maestro Martí Gómez, que entonces llegaba a la redacción de Pelayo antes que nadie, tuvo a bien consolarme. Me explicó que no hay género pequeño. Que en los mejores rotativos ingleses el departamento de obituarios era esencial y en su equipo había profesionales con experiencia y sensibilidad. No olvido el matiz: “Porque cuando hablas de un muerto, en realidad hablas de un vivo”.

Ofuscada por el complejo de periodista tanatopractora, no me sentí muy aligerada y allí le dejé, con su pipa. Hoy he entendido plenamente su lección. Que el periodista enterrador no es más que un albañil –cuando no funcionario o sicario– que entierra a golpe de paletada de palabras.

Y que tan importante es cuidar lo dicho de alguien, en vida, como lo que ­digamos de él a su muerte. Es el mensaje que enviamos a familiares, a seguidores, a quienes le conocieron poco, a quienes le amaron, también a sus enemigos si los hubo. Y ese mensaje habría que afinarlo mucho; a veces las prisas no nos dejan.

Temo tener que recuperar una entrevista a Marianne Faithfull (que ahí anda luchando contra el virus) y espero que no haga falta. Por su salud, porque Esteban Linés ya lo sabe todo de ella y porque no recuerdo nada de la charla, excepto que iba vestida de rojo y terciopelo, había candelabros góticos en la mesa y, al fondo, un tipo impertinente me instaba a acabar dando pequeños toquecitos a su reloj de pulsera. El tiempo.

 

 

 

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