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La pandemia en el país de las maravillas

Nadie quiere hablar de los casi 30.000 muertos (oficiales). Todo el mundo sabe que están ahí, pero es como si fuesen invisibles

Mientras en Italia morían a diario cientos de personas por la covid-19 y su Gobierno confinaba a millones de ciudadanos, en España nos iba la vida en asistir a una manifestación multitudinaria. Carmen Calvo, Irene Montero y el mismísimo Pedro Sánchez, cual conejo blanco, animaron a los españoles a colocarse tras la pancarta de la igualdad y a seguirlos a través de un túnel que, súbitamente, se transformó en un pozo profundo. Como en el cuento de Carroll, hemos estado cayendo durante meses rodeados de oscuridad. En la caída solamente nos han acompañado los medios de comunicación, que han bombardeado nuestro subconsciente para convencernos de que simplemente estamos transitando hacia una realidad mejor, llena de oportunidades que se nos negaban en la antigua.

La versión oficial

Una vez aterrizados en la nueva normalidad, a aquellos que se empeñan en recordar que es este Gobierno el que nos ha traído al fondo de este agujero, se les achaca un problema de percepción: el síndrome del sesgo retrospectivo. Los críticos son unos desafectos que pretenden trasladar a la ciudadanía una versión adulterada de la pandemia que no se corresponde con la realidad. Lo real no es ni lo que vimos ni lo que oímos antes de precipitarnos al pozo, sino la versión oficial emanada de sus majestades reales, el presidente y sus ministros, desde el palacio de La Moncloa.

Ustedes no escucharon a Fernando Simón, el epidemiólogo palaciego, sugerir públicamente que el coronavirus no era más que una simple gripe. Tampoco afirmar que, si su hijo le preguntase si podía ir a la manifestación del 8-M, le diría que hiciese lo que quisiera.

También le negarán la nota de prensa emitida por el Departamento de Seguridad Nacional el 22 de febrero de 2020 sobre la covid-19, uno de cuyos párrafos rezaba: “(…) nuestro país está preparado para realizar la detección precoz de los casos y la instauración temprana de medidas de prevención y control, lo que reduciría el riesgo de transmisión, y por tanto el impacto para la salud pública que en este momento se considera bajo. En la situación actual, el riesgo global para la salud pública en España en nuestro país se considera bajo”.

 

Para aplacar su mala conciencia por no querer saber qué esta pasando, la gente se asoma a sus balcones a aplaudir todos las tardes

 

Nada de esto fue dicho o escrito, nada de eso pasó. Quien sostenga lo contrario está deformando la realidad y poniendo en riesgo la salud colectiva. En el país de las maravillas, se anuncia el repunte o descenso diario de los fallecidos como si de las fluctuaciones de la prima de riesgo se tratase. Nadie quiere hablar de los casi 30.000 muertos (oficiales). Todo el mundo sabe que están ahí, pero es como si fuesen invisibles. Ya saben: ojos que no ven, corazón que no siente. Para aplacar su mala conciencia por no querer saber qué esta pasando, la gente se asoma a sus balcones a aplaudir todos los días durante unos minutos, a las ocho.

Los datos históricos de paro transmutan en una prohibición de los despidos. La limitación de derechos y libertades fundamentales de la ciudadanía que conlleva el estado de alarma se transforma en “la manera más garantista, más democrática y más exigente para respetar derechos (Calvo dixit). La negativa del Gobierno a cumplir con su obligación legal de hacer pública las identidades de los miembros del comité que decide sobre nuestros derechos y libertades se convierte en un ejercicio de transparencia gubernamental sin precedentes. De estar a la cola, pasamos a escalar a los primeros puestos en respuesta a la pandemia o en la realización de test según estudios de universidades de relumbrón, aunque algunos de ellos ni existan. La incidencia del virus no se analiza atendiendo a la falta de previsión y a la carencia de material sanitario, sino echando mano de la perspectiva de género. Las críticas contra la actuación del Gobierno se convierten en un límite legítimo y necesario a la libertad de expresión. La ‘desescalada’ sanitaria da lugar a una escalada propagandística gubernamental.

Poderes narcotizados

Todo aquél que niegue esta nueva realidad será diagnosticado, como la Alicia del cuento, de un síndrome que distorsiona su percepción de la realidad. De toda esta ensoñación maravillosa en la que lo más horrendo adopta la forma de una ventana de oportunidad, sólo pueden despertarnos los contrapesos del poder ejecutivo: el legislativo y el judicial. De ahí que ambos yazcan plácidamente narcotizados con el pretexto de garantizar su salud. Nuestros derechos y libertades ya no están en manos del Parlamento o de los Tribunales independientes, sino de un comité de desconocidos designados por el Ejecutivo. La arbitrariedad y la inseguridad jurídica pastan a sus anchas.

Y aquí seguimos los vivos, pensando que estamos venciendo al virus mientras disfrutamos de nuestra hora diaria de paseo o bici y nuestros negocios o empresas permanecen cerrados. Pero a este virus solo lo vencerá una vacuna y, mientras esta llega, nuestra sociedad debe aprender a convivir con él. Esta nueva prórroga del estado de alarma debería emplearse para establecer medidas que compatibilicen nuestras libertades con la salud (uso obligatorio de la mascarilla en espacios públicos, por ejemplo). Cuando niegan que tal cosa es posible, plantean una falsa dicotomía tras la que excusan su inoperancia y su gusto por todo aquello que les evoque una sociedad teledirigida. Una vez irrumpa la ruina económica y se produzca el estallido social, será demasiado tarde para abrir los ojos y despertar de la ensoñación. Volvamos ya a nuestro lado del espejo, porque en el otro sólo existe destrucción, imposición y miseria.

 

 

 

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