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Vargas Llosa: Los espías filósofos

La realidad ha hecho que las agencias secretas vayan imponiendo su existencia en todos los países democráticos con dilemas que plantea la serie ‘The Americans’, ambientada al final de la Guerra Fría

Nadie se sorprendió, en aquel suburbio de Washington DC, cuando se vinieron a vivir en él los esposos Jennings, Philip y Elizabeth, que parecían la esencia misma de las parejas estadounidenses. Tenían dos hijos: Paige, la mayor, que ayudaba mucho al pastor bautista del barrio y se había dado en esa iglesia el chapuzón lustral, y Henry, el hijo menor, as de las matemáticas y del deporte, que se disputaban con becas los mejores colegios. Los Jennings se ganaban la vida con una agencia de viajes y, casualmente, había llegado a vivir en el barrio su vecino, Stan Beeman, agente del FBI y especialista en contraespionaje, del que aquellos se hicieron muy amigos.

La serie que cuenta su historia se llama The Americans, fue concebida por Joe Weisberg, y, aunque como es usual en estas novelas de la pequeña pantalla, tiene distintos productores y directores, está muy por encima de las idioteces entretenidas que suelen ser las historias por entregas, y alcanza un nivel intelectual que parece haber contribuido a su escaso éxito cuando se emitió. Precisamente por eso me atrevo a recomendarla efusivamente a quienes, en estos días de confinamiento, se cansan de leer y quieren pasar el rato entretenidos con un buen espectáculo televisivo.

Contrariando las apariencias, los esposos Jennings no son norteamericanos, sino rusos, y ni siquiera son esposos, aunque, a la larga, contraerán un matrimonio ruso-ortodoxo con un pope, en el mismo Washington DC. Han sido adoctrinados desde niños por la KGB soviética para ir a servir a tierras del enemigo principal de la URSS, Estados Unidos. La verdad, lo han hecho muy bien en esos años que llevan en Washington DC, sin ser detectados por las agencias de espionaje norteamericanas, pasando información y asesinando a los enemigos (ciertos o inventados) del imperio soviético. Estamos en los años de Ronald Reagan, cuando el presidente, a través de la llamada guerra de las galaxias —que la crítica tildaba de disparate—, presionaba a la URSS para que, mostrando la ruina de su economía socializada, intentara competir con Estados Unidos en aquella fantasía de cohetes espaciales que acabó de hundirla y precipitó la crisis más profunda de la que saldría Gorbachov y, más tarde, la desaparición del comunismo soviético.

Aquella crisis provocó trastornos inmensos en la propia URSS; un sector reaccionario quería liquidar a Gorbachov y a sus partidarios de la apertura y democratización del comunismo, haciendo concesiones que permitieran un acuerdo con Occidente de progresiva liquidación de las armas nucleares. La KGB parece haber pivotado hacia el extremo ultra, a juzgar por la división que aquella apertura produjo en la familia Jennings, donde el marido, Philip, harto de sentirse manipulado y cansado también de esa doble vida y de tanto asesinato, toma distancia con su secreta profesión, en tanto que Elizabeth la sigue ejerciendo con el mismo entusiasmo sangriento con que la comenzó. El propio Stan Beeman, que ha entablado una relación secreta con un espía ruso, parece confuso con lo que ocurre en la URSS en ese momento fronterizo.

The Americans está muy bien llevada, narrando aquella doble vida de la pareja, y su amistad estrecha con el agente del FBI, hecha de excursiones al campo y pizza y hamburguesas compartidas, bien regadas por la aguada cerveza norteamericana, los domingos y días de fiesta. Los hijos de los Jennings, en especial, han tomado cariño a Stan, lo que parece recíproco, y pasan muchos ratos en la casa de aquel vecino. Los espías, por su parte, no son, para nada, aquellos vertederos de sangre en distintos grados de animalidad a que nos tiene acostumbrados el cine, sino seres inteligentes y casi intelectuales, pues se interesan por las proyecciones culturales, políticas y morales de su oficio, y leen periódicos —cada vez que aparece Elizabeth está hojeando The Washington Post The New York Times—, y sus conversaciones y soliloquios tienen siempre que ver con la proyección internacional de aquello que hacen. El espectador sigue de cerca, así, las dudas morales que despierta en Philip sobre todo —luego en ella, también— la arriesgada profesión que es la suya. Fueron educados en la creencia de que la Patria (con mayúsculas) debía defenderse de un enemigo que quería destruir a la URSS y al comunismo. Ahora, con lo que ocurre, dudan de que eso esté tan claro, y comienzan a preguntarse, él primero y ella después, si no es aquello una maniobra retórica para seguir ejerciendo un poder inusitado, por aquella camarilla que se llena la boca hablando del socialismo, de la sociedad sin clases y de una “verdadera” libertad que no existe por ninguna parte en la propia URSS.

Stan Beeman es un hombre decente y moral, a pesar del oficio que ejerce. Sabe que una sociedad democrática debe defenderse de sus enemigos y adversarios, y sabe también que el oficio que practica es poco compatible, o acaso del todo incompatible, con la legalidad, pues las agencias secretas y sus hazañas están constantemente en riña con ella. Él trata de ejercer su profesión dentro de los límites legales y morales, y por eso choca constantemente con sus jefes y colegas, y es probable que esto se agrave después de que se entera de que su flamante novia podría haber sido enviada por la KGB soviética para seducirlo. Él participa en la escena más dramática de toda la serie, cuando se enfrenta con la familia Jennings luego de descubrir que sus mejores amigos y vecinos son agentes soviéticos y, por lo tanto, sus enemigos mortales.

La existencia de estos espías conspira contra la idea misma de una sociedad regida por un sistema en el que todos los actos del Gobierno están sometidos a una crítica sistemática del Parlamento, la prensa y los partidos políticos. Aquellos no pueden funcionar a plena luz, sino en la sombra, y sus acciones, sean la información o la paralización y destrucción del enemigo —el engaño, la falsificación, la tortura y el asesinato son sus armas principales—, todas írritas a la legalidad y a un régimen de libertades públicas. Sin embargo, la realidad ha hecho que las agencias secretas vayan imponiendo su existencia en todos los países democráticos; en algunos de ellos, de regímenes más estrictos en el cumplimiento de la ley, el Estado trata de controlar esas actividades clandestinas y castiga a quienes se exceden en sus acciones, transgrediendo las leyes. Pero, de este modo, sólo consiguen reducir la eficiencia y a veces anularla de sus agencias secretas. ¿Cuál es la solución? En Americans, claramente no la hay; a lo más, un régimen puede tratar de conducir sus labores de contraespionaje por una ruta más o menos legal, siempre y cuando de este modo pueda controlar o derrotar a las agencias secretas de sus adversarios. Si son éstas las que prevalecen, aquellos pruritos de legalidad saltan por los aires y los espías tienen cancha libre para actuar, valiéndose de todos los recursos, legales o ilegales. Esto conspira contra la democracia y puede corromperla hasta acabar con ella, convirtiéndola en una mera fachada. O en un tema de película.

Quisiera concluir celebrando la extraordinaria libertad de que disponen los autores y cineastas norteamericanos para escribir sus libros o hacer sus películas. Es verdad que en The Americans los malos son sobre todo los agentes soviéticos. Pero se diría que las relativas maldades del FBI no se deben tanto a razones de principio, sino a la existencia, entre sus agentes, de un funcionario esencialmente puro e íntegro, como Stan Beeman. Es decir, a una razón muy frágil y pasajera.

 

 

 

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