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Armando Durán / Laberintos: La mesa electoral está servida

   (Origen de la crisis venezolana, 2 de 3)

 

Advertencia. Esta es la segunda entrega de mis reflexiones de hace 14 años sobre la crisis que se estaba gestando entonces, recogidas a principios de 2007 en mi libro Diario del año de la nada. El objetivo central del proyecto político de Hugo Chávez era precipitar a Venezuela por el despeñadero de una revolución a la cubana y la clave de su estrategia para ponerlo en marcha era la elección presidencial que se celebraría el 3 de diciembre. El análisis de aquel punto crucial del proceso político venezolano lo publiqué a mediados de noviembre en mi columna semanal en El Nacional y lo reproduje en el libro bajo el título La mesa electoral está servida. Temía en aquel momento, como en efecto ocurrió, que ese día marcaría un antes y un después en nuestra historia. Sin embargo, no lo reproduzco ahora simplemente para decir “yo te lo dije”, sino para expresar mi miedo porque a pesar de nuestras pésimas experiencias en materia electoral vuelven a repicar en las calles en Venezuela campanas que llaman a nuevos diálogos entre el régimen y sus presuntos opositores, la mirada de todos clavada en nuevas consultas falsamente democráticas, que como todos sabemos desde hace años sin la menor duda, serían la misma trampa caza bobos de siempre.

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Faltan tres semanas para el 3 de diciembre. Las avalanchas opositoras siguen, las marejadas oficialistas también. A simple vista, una campaña electoral normal y corriente. Y sobre todo, apacible, como deben ser los procesos electorales dentro del marco habitual de la democracia.

Bajo esta superficie, sin embargo, bullen las tensiones.

La primera señal de que las cosas no son lo que parecen nos la ofreció Hugo Chávez el miércoles 8 de noviembre, en rueda de prensa con corresponsales extranjeros, cuando se sintió en la necesidad de reiterar su compromiso de reconocer la victoria de Manuel Rosales (gobernador del estado Zulia y candidato único de la oposición) en el “supuesto negado” de que la suerte electoral le fuera adversa. Lo mismo ha manifestado Rosales en varias ocasiones. Si Chávez gana, él aceptará su victoria y aquí, caballeros, no ha pasado nada. Ahora bien, ¿por qué tanta y tan innecesaria insistencia en eso de acatar la decisión del árbitro? Cualquier observador desprevenido, al examinar estas actitudes de categórica servidumbre a los principios y valores democráticos por parte de los dos candidatos, podría afirmar que tras ocho años de incertidumbres, al fin se despeja el horizonte político nacional. ¿O no?

La duda surge porque en democracia el juego electoral se presupone limpio y nadie tiene por qué cuestionar la disposición de los candidatos a admitir, aunque sea allá, en la intimidad de su conciencia, la posibilidad de la derrota. ¿A qué viene entonces la urgencia de recordarnos de pronto que la Tierra continúa siendo maravillosamente redonda y que nada pone en riesgo su órbita alrededor del Sol?

Esta situación se torna perturbadora cuando Rosales amenaza a Chávez con la aplicación de un plan de contingencia, sacar la gente a la calle para defender la victoria del pueblo si el régimen hace trampas, y cuando Chávez amenaza a Rosales con meterlo en la cárcel si se lanza a esa aventura desestabilizadora para desconocer la victoria del pueblo. Unas amenazas que ciertamente oscurecen el porvenir inmediato de manera muy ominosa, sobre todo si tenemos en cuenta que estas advertencias no se refieren a hechos electorales, sino a indeseables confrontaciones físicas y violentas, y que desde esa perspectiva, el verdadero mensaje de que las múltiples confesiones de fe absoluta en la naturaleza democrática de la elección presidencial solo persiguen el propósito de culpar al otro desde ya, de lo que pueda ocurrir en esas horas cruciales de la noche del 3 de diciembre y de la madrugada siguiente.

Si llevamos este razonamiento hasta sus últimas consecuencias, llegaríamos a una conclusión todavía más desoladora. En todas las elecciones, por definición y por sentido común, se gana o se pierde. Solo se trata de cumplir ciertas reglas de equilibrio elemental y más tarde contar los votos emitidos. Una circunstancia que nada tiene de espectacular y ante la cual los candidatos no tienen que pronunciarse de antemano, a no ser porque las reglas del juego pudieran favorecer a uno de los jugadores, a que el árbitro esté parcializado o a que se haya perdido la confianza en el desarrollo de la partida. En este caso, al jugador que se sienta en injusta desventaja y sin opción de modificar las condiciones de su participación en el juego, sencillamente se retira de la mesa. Como sucedió en noviembre de 2005, en vísperas de las elecciones parlamentarias, las alternativas de un candidato desasistido de la justicia son abstenerse, aceptar las artimañas del tahúr o rebelarse contra ellas y declararle la guerra al usurpador.

Las condiciones que determinaron la abstención masiva de hace un año no han cambiado en absoluto, pero a la luz de los comportamientos públicos de la oposición, da la impresión de que sí, que han cambiado y mucho, pues hasta los más radicales promotores del abstencionismo han terminado por sumar sus esfuerzos a la campaña electoral de Rosales. ¿Será posible tanta belleza, o será que las condiciones impuestas por el régimen al actual sistema electoral venezolano nunca han constituido peligro alguno para la oposición? En este sentido, sin ningún sarcasmo, Eliseo Fermín, uno de los hombres de mayor confianza de Rosales, desde la pantalla de Aló, ciudadano, en la misma línea de Teodoro Petkoff y José Vicente Carrasquero, ha intentado convencer al electorado opositor que el comando de Rosales dispone de un formidable equipo de ingenieros y técnicos, cuya actuación en todas las fases del evento electoral, antes, durante y después del 3 de diciembre, hacen imposible el fraude. La verdad es que a Fermín solo le faltó sostener en su pormenorizada descripción de las condiciones electorales, que la candidatura de Rosales está “blindada.

Según esta versión de la actual realidad política y electoral, la oposición nada tiene que temer y el Consejo Electoral debe sentirse muy feliz. Sin las estridencias y los modales arrogantes de Jorge Rodríguez, las nuevas autoridades electorales han conseguido que la oposición vuelva al campo de juego. Tal vez por eso promueve una campaña de publicidad bajo un alegre encabezado: “La mesa electoral está servida.” Aunque frente a esta falsa buena disposición ambos candidatos anuncien contar con planes de contingencia para defender el resultado real de la votación contra las maniobras desestabilizadoras del otro y aunque sus comandos de campaña se organicen, no para entregarse al suculento festín pre navideño al que nos invita Tibisay Lucena (nueva y desde entonces inamovible presidenta del Consejo Nacional Electoral) sino a todo lo contrario.

Esta extraña irrealidad ha determinado que las estrategias de las dos campañas apunten en una misma dirección, convencer anticipadamente a la opinión pública nacional e internacional del triunfo de su candidato. La propaganda de Chávez a punta de encuestas manipuladas que se difunden masivamente cada día, la de Rosales con marchas y concentraciones que Chávez, desgastado por su mala gestión de gobernante, ya no está en condiciones de convocar. Puro triunfalismo que en tiempos electorales aspira a fortalecer el voto militante y a influir en los electores indecisos, pero que en la Venezuela de hoy persigue un propósito muy distinto.

En primer lugar, el CNE no transmite confianza. La defenestración de Rodríguez y el silencio sistemático de la oposición sobre el tema de las condiciones han contribuido poderosamente a suavizar la imagen del organismo electoral, pero la desconfianza no ha desaparecido. Nadie se imagina a Tibisay Lucena en esa medianoche decisiva del 3 de diciembre anunciando en cadena de radio y televisión la victoria de Rosales. Tremenda contradicción. El pueblo opositor percibe que la avalancha azul (el color de la campaña electoral de Rosales) es incontenible, pero que con este CNE, digan lo que quieran Fermín, Petkoff o Carrasquero, no hay sorpresas que esperar. De ahí que muchos, y así lo anunció Rosales en (la ciudad de) Barquisimeto, mientras la campaña electoral avanza en una dirección, se hayan dedicado a elaborar una respuesta fáctica para denunciar un triunfo imposible de Chávez. Por su parte, el oficialismo hace otro tanto, para defender la victoria del presidente-candidato. ¿Es esa la mesa electoral que nos propone el CNE?

En el fondo, esta especificidad de los comicios del 3 de diciembre pone en evidencia un contrasentido. Por primera vez en la etapa democrática venezolana que se inició en 1958, vamos a participar en una elección cuya finalidad presuntamente prevista no es elegir un nuevo presidente o reelegir al que ya tenemos, sino un medio para alcanzar otros fines. Elecciones como simples trámite administrativo para llegar a otros niveles en el desarrollo del proceso político venezolano. En el caso de ganar Chávez, para clausurar definitivamente una etapa, el de la vieja democracia según su modelo jeffersoniano, y comenzar a transitar por el rojo rojito camino del socialismo del siglo XXI. En el caso de ganar Rosales, para restaurar la democracia, aunque a veces uno presiente que ese no es su verdadero objetivo. En definitiva, uno presiente que ni el propio Rosales ve el propósito final de su candidatura con claridad. La relativa libertad del individuo que se respira en el marco de una tradicional concepción democrática de la vida le imprime a la conducta de los hombres una saludable ambigüedad. Pero hasta eso tiene sus límites. Las elecciones, así sea como medio para alcanzar otros fines, están ahí, a la vuelta de la esquina. Y a quienes se preparan para asistir a este banquete se les ha agotado el tiempo para las dudas y las indecisiones. Sencillamente, ya no hay espacios donde cultivar indecisiones. Mucho menos para emitir cheques en blanco y crear nuevas y terribles confusiones que conduzcan a media Venezuela a nuevas y terribles desilusiones y desengaños.

 

 

 

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