Cultura y ArtesLibrosLiteratura y Lengua

“Mi único principio era que todos los personajes se portaran mal y manden todo a la mierda”: Alma Delia Murillo

Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) a  veces sobrepasa el plan cuentístico de su autora y deja volar su imaginación para hacer historias como la de Jackie o como la de “Severiano y los tamales de amor”, que muestra la relación entre el padre y su hija, la vida sobrevivida día a día, a veces en este país lleno de muertos.

 

Ciudad de México, 21 de mayo (MaremotoM).- Son muy buenos los veinte cuentos del libro Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) (Alfaguara), en primer lugar porque homenajea a la literatura, inventando precisamente los esquemas del cuento.

Alma Delia Murillo es una escritora joven, tiene todavía mucho por aprender y por transitar, pero en cada libro demuestra su grado de convicción con respecto a la ficción, que es de dónde viene. Sus cuentos son como los de Julio Cortázar, tal vez esos cuentos que se proponen costumbristas y tras cartón, un hecho, un personaje, algo que piensa el narrador omnisciente, echa de lado ese costumbrismo y todo se da vuelta.

Tiene otro mérito, son cuentos de México, en donde la vida cotidiana, que a veces nos parece tan normal, tiene un peligro cierto, un riesgo consumado, en el que podemos perder la vida o lesionarnos sin ninguna preparación.

La vida de la tormenta que se viene, en un sitio doblegado por los terremotos y por esas profesiones informales que protagonizan, al menos en la ciudad, unos cuatro millones de personas.

Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) a  veces sobrepasa el plan cuentístico de su autora y deja volar su imaginación para hacer historias como la de Jackie o como la de “Severiano y los tamales de amor”, que muestra la relación entre el padre y su hija, la vida sobrevivida día a día, a veces en este país lleno de muertos.

 

–Tus cuentos revelan un gran amor a la literatura por sí misma

–Escribir cuentos es muy difícil, esto que decía Julio Cortázar, es una historia que se cierra sobre sí misma. Está la gran dificultad de contar una historia breve y por otro responder a un género que no es lo más popular. Tampoco es el más vendido. Escribir un cuento no impide crear imágenes plásticas, recrearte en los personajes, mi único principio era que todos los personajes se portaran y manden a la mierda a todo.

–Es una manera distinta de escribir…sobre todo el cuento Jackie…

–Este cuento me lo pensé mucho, porque en este pinche país, levanta todos los días las estadísticas por feminicidio, los números no paran. Ese cuento se lo tengo que agradecer a Lydiette Carrión, autora de La fosa de agua, donde investiga la desaparición de estas 10 niñas, cuando leí eso, pensé en una vengadora, en un intento naive, pero la literatura, la ficción, te da libertad para hacer eso. Es uno de los cuentos más comentado por los lectores.

–A veces se narra la violencia, pero nunca se va a la víctima

–Sí, es cierto. Está bien dar números, dar datos, pero cuando aparece una historia, en donde te asomas para conocer un relato, un personaje, ya le cambia mínimamente el lugar donde te acercas al tema.

–Las historias quedarán

–Sí, son horribles las historias pero hay que contarlas y siempre digo bendita ficción, que puede hacer lo que se le da la gana.

–Eres escritora de ficción, ¿cómo ves a los escritores mexicanos hoy y cómo te ves a ti misma como escritora?

–Pensando un poco en los escritores contemporáneos, Julián Herbert, Emiliano Monge, Isabel Zapata, Elvira Liceaga, creo que en este momento hay un número importante de gente intentándolo. Está viva la literatura del narco, pero también están buenas otras narraciones. Yo lo veo como un momento positivo. Valeria Luiselli, que está conquistando el mercado en inglés, me da muchísimo gusto.

–También es cierto que el mercado literario es uno y los escritores son otros

–Claro los escritores somos insoportables, ególatras, engreídos, envidiosos…Hay que burlarse un poco del propio gremio. Nadie garantiza que un escritor es buena persona y nada garantiza que si lees serás buena persona. En mis cuentos quise hablar de la condición humana, cuando te atreves a cruzar tus límites.

–¿Cómo has imaginado los cuentos?

–Primero quería que hubiera tantos personajes femeninos como masculinos, que fueran los protagonistas de la maldad. Hombres y mujeres que se dejaran morder por la célula del mal. Otro tema era abarcar lo más posible las clases sociales, hay clase media, clase alta, un vendedor de tamales, los godines y por último tocar el sentido del humor. Escribir columnas en este país es un poco ser ave de mal agüero, todas las tragedias de la semana. Quiero aligerarme un poco, reírme, hay muchos cuentos contados con humor…

–¿Descubriste tu capacidad para escribir cuentos?

–Tú sabes que soy una godines rehabilitada y en mis años de godines tomaba el taller de Óscar de la Borbolla, ahí, en El Péndulo, de Polanco. Hice el taller de cuentos, fue como mi primer enamoramiento de la escritura, traía la necesidad de volver a ese género. Tienes que lograr en un disparo contar una historia, es difícil, pero estaba en la semilla de mi escritura.

 

Alma Delia Murillo
Los cuentos de maldad, de una escritora talentosa. Foto: Cortesía

 

Fragmento de Cuentos de maldad (y uno que otro maldito), de Alma Delia Murillo, con autorización de Alfaguara.

 

Severiano y los tamales del amor

Miró el calendario y sintió como si le apretaran el cogote, la lengua se le volvió pastosa y pesada.

En la radio sonaba La hora de Juan Gabriel.

Lengua de buey, alcanzó a pensar antes de que esa cosa tan fea le viniera con todo y la tembladera de manos y la respiración a trompicones.

Cada víspera de fin de mes era lo mismo. Lo desbordaba la ansiedad de no poder pagar el alquiler. Pronto llegaría el día treinta y con él el plazo fatídico.

Salir de los ataques de pánico le implicaba renacer como potrillo pegajoso y frágil. Odiaba esos trances que no podía controlar.

Cuando pudo regular la respiración, sintiendo la playera pegada a los riñones por el sudor, se arrodilló para encomendarse a la virgen de Guadalupe.

—Virgencita, dile al que aprieta pero no ahorca que me eche una mano. Tú sabes, madre, que yo soy hombre de trabajo. Ayúdenme tú y diosito a que se vendan bien los tamales, nomás con eso. Bueno, y también ayúdenme con Juana Gabriela, a veces quiero rajarme cuando viene de la escuela con esas preguntas que debería de contestar su difunta madre, que ustedes tengan en su santa gloria.

La voz de Severiano, grave y limpia, se dejaba oír poco. Si no era para platicar con la virgen o con su esposa muerta, el hombre apenas hablaba. No era partidario de amistarse con cualquiera porque no toda la gente le caía bien. A su hija le dirigía tres palabras porque sólo sabía querer calladito y porque le aterraba hurgar ciertos temas con la niña de once años que dependía de él, pues su mujer había pasado a mejor vida de un cáncer de mama cuando la cría cumplió siete años.

Severiano sentía un secreto miedo hacia las mujeres. Le resultaban misteriosas, con un cuerpo que se modificaba sin decir agua va y con demasiados hervores en la sesera.

Fue el hervor de la olla de los tamales el que por fin le devolvió la funcionalidad. Levantó la tapa y dejó salir el perfume del manjar oaxaqueño con toda su potencia; una nube inundó la casa diminuta.

Cerró los ojos, pero los abrió antes de que el aroma lo llevara a recordar la sonrisa de Verónica, su mujer, y de sentir cómo el pecho se le volvía de cartón mojado evocando aquellos dientes grandes y perfectos.

Carraspeó hondo dos veces para engañar al llanto. Luego resopló como caballo y, con la soltura de quien está acostumbrado al trabajo físico, preparó la mesa para cortar el papel y el plástico en los que empaquetaba los tamales para la venta.

Cada noche salía a esa colonia que, aunque a ratos repudiaba, era tierra de vencedores para los de su gremio. La colonia Condesa en la delegación Cuauhtémoc.

Su compadre Elías lo había llevado hasta ahí para que distribuyeran el producto de los patrones del Eje 2, como hacían gran parte de los vendedores de la Ciudad de México. Pero, honrado hasta la desesperación y un punto altivo, Severiano renunció porque los patrones no salaban la masa con tequesquite y entonces, esos no eran tamales oaxaqueños. No, señor.

Convenció a su compadre de que los hicieran ellos mismos.

Había noches que agradecía haber conquistado su pequeño territorio de cuatro calles en esa zona porque nunca regresaba sin vender, pero otras maldecía estar tan lejos de su casa y dejar a Juana Gabriela expuesta a todos los peligros del maldito Estado de México. ¿Por qué mierdas había dejado su pueblo? Al menos allá se sentía seguro.

Se subió el pantalón empujándolo con el dorso de la mano por la cadera. Estaba flaco. Su humanidad se diluía entre ataques de pánico o de lo que fueran esas tembladeras del demonio, como él decía, y el desgaste de esas jornadas de padre soltero.

Limpió el sudor del cuello con su pañuelo rojo que, doblado con impecable simetría, llevaba siempre en el bolsillo trasero; antes de guardarlo sintió cómo un soplido amoroso se dispersaba sobre su nuca, con el escalofrío vino una erección inevitable. Qué lata con el animal entre las piernas que nomás no se calmaba nunca.

Volvió a concentrarse en el trabajo. Miró el frasco del tequesquite y constató que le quedaba poco. La gente le decía que sus tamales eran especialmente buenos, aun así, no podía venderlos en más de dieciséis pesos con cincuenta centavos. Se preguntó cuál era el chiste de seguir en esa batalla. Por dieciséis pinches pesos por tamal se deslomaba como bestia de carga.

Haciendo cuentas mentales y con la nariz perlada, vio llegar a su niña. Se le iluminó la cara.

Juana Gabriela —bautizada en honor del cantante— entraba cada tarde con un viento fresco a la casa, dejaba la mochila en el piso, corría a besar a su papá y hablaba a borbotones como si tuviera la misión de compensar el silencio de Severiano.

Pequeña y sólida, era un bloque de azúcar morena salvo por los dientes blanquísimos herencia de su madre. Ella era el cielo para Severiano, la cara buena del mundo.

Haciendo apenas las pausas necesarias para respirar, le explicó que en la escuela se acercaba el festival del Día de las Madres y que ella había ganado un concurso gracias a un poema que compuso para él.

Severiano pestañeó un par de veces y se pasó la palma de la mano por la cabeza. No entendía.

—¡Papá! Que te escribí un poema y gané. Voy a leerlo en el festival del diez de mayo y tienes que venir. Además, me van a dar una bicicleta y un diploma. ¿Te lo leo?

—Mira, mamacita, yo nací oaxaqueño, guadalupano y hombre —era la frase que le gustaba usar como tarjeta de presentación, pronunciando con esa voz masticada como en staccato—. ¿Cómo me voy a presentar a que me leas un poema para las madres si yo soy hombre?

Una mueca triste descompuso la cara de Juana Gabriela y a Severiano también le vino la tristeza de pensar que su niña lo tenía sólo a él en el mundo. No podía negarle nada. Bajó el volumen de la voz de Juan Gabriel que cantaba tú eres la tristeza, ay, de mis ojos.

—Ándale, pues, léeme la carta.

—Es un poema.

—El poema ese.

Su morenita sacó un cuaderno forrado con papel lustre rojo, se puso de pie apartándose el cabello de la frente y, ceremoniosa, leyó el poema que había escrito:

Mi papá es mi mamá

y yo lo quiero con todos mis dientes

Todo el tiempo quiero estar con él.

Él me cuida y yo lo cuido,

siempre seremos amigos más que parientes,

sé que a veces sufre y no puede dormir

pero yo lo arrullo con mi corazón

y siento que vuelve a ser feliz.

Se aguantó las ganas de llorar, de puro hombre que era.

—Está bueno, voy a ir a tu festival.

A Severiano le gustaba pensar que por querer tanto a su hija se iba a ir derechito al cielo donde estaría su Verónica esperándolo. ¿Se congelaría la edad en el cielo? Ojalá que no, no fuera a ser que él muriera siendo un viejo de olor agrio y su mujer estuviera tan chula y joven como se había ido.

—Ándale, quita tus cuadernos de la mesa y no toques nada hasta que demos gracias por los alimentos. Vamos a comer.

—¡Yo digo la oración!

A Juana le gustaba decir las oraciones porque incluía a su madre, y eso le daba un momento para recordarla. No quería por nada del mundo que se le olvidara cómo era su cara.

Después de la comida y cuando la mesa estuvo limpia, la mochila y los cuadernos volvieron a ocupar el espacio. Concentrada como atleta olímpica, Juana miraba un punto en el horizonte antes de anotar quién sabe qué cosas. Su padre fue hacia el hueco en la casa que hacía de recámara, corrió la sábana que servía como cortina y se puso presentable para salir a la venta. Cuando reapareció bien fajado y con el pelo húmedo relamido hacia atrás, encontró a la niña rondando por el paquete de tamales que estaban dispuestos para la venta.

—Quítate de ahí, ya te he dicho que no me gusta que te acerques cuando están calientes porque te puedes quemar —la reprendió autoritario.

—Ash…

—¿Ash qué? ¿Esos son modos de contestarle a tu padre?

—Perdón, papá.

—Ya nomás que llegue mi compa Elías, te dejo en la casa de Rocío y al rato que regrese paso por ti.

—Me puedo ir sola, nada más tengo que cruzar la calle.

—No quiero que andes por ahí sin mí. Y punto.

Como cada jornada, Severiano volvió cuando faltaban quince minutos para la una de la mañana, estacionó la troca de su amigo y lo cargó para bajarlo del destartalado vehículo porque se caía de borracho.

Tocó suavemente en la casa de Elías, que a diario se las arreglaba para beber durante las últimas horas de la noche. Abrió la esposa que le echó una dulce mirada de animal manso a Severiano, provocándole una como prisa por irse de ahí, de esos ojos hundidos que algo le decían, que le hablaban de la parte más jodida de la viudez que era no tener una mujer que lo esperara en su casa.

—Buenas, Rocío, te ayudo a acostar a este compadre y me llevo a Juanita —dijo con voz fría para disfrazar lo nervioso que se ponía con todo aquello.

Hicieron su intercambio de bultos. Con la niña dormida y colgando del cuello, volvió a sentirla grande y pesada. Un miedo seco como bola de zacate se le atoró entre pecho y espalda de imaginarla primero adolescente, luego mujer.

Entró a su casa, la acomodó en la cama y se hincó para hablar con la virgen a la que volvió a suplicarle que lo ayudara con las ventas y que le quitara la tentación de su comadre Rocío porque después de que algo malo le pasara a su hija, la segunda cosa que más miedo le daba era irse al infierno. Corrió la sábana, desenrolló la colchoneta donde él dormía al otro lado de la “cortina” y se tendió en el piso. El cansancio le hizo cerrar los ojos, pero de nuevo ese soplido en la nuca, mitad escalofriante, mitad excitante, lo incomodó entre las piernas; se resistía a tocarse, no podía hacerlo ahí, con la niña dormida del otro lado de la cobija. Y él quería ser bueno.

Le gustaba levantarse oscurita la mañana, el frío y el silencio de esa hora le aclaraban las ideas, la respiración inalterable de su hija le hacía sentir que nada podía salir mal. Sólo así le daba tiempo para dejar la masa de los tamales reposando, llevar a Juana Gabriela a la escuela y pasar a comprar las hojas para envolverlos.

Por la tarde, la jornada se repitió como una réplica perfecta de la anterior, hasta que un detalle descontroló a Severiano.

Uno de sus clientes cotidianos, un muchacho que vivía en la calle de Benjamín Hill, asomó a su balcón y pidió a Severiano que lo esperara. Bajó con la sonrisa de siempre, pero esta vez, en lugar de dos tamales, compró seis.

—¿Hay fiesta?

—No, don Seve, pero la puntada de que los tamales traigan el papelito de la suerte como la galleta china es lo más. Nos encantó.

—¿Qué galleta china?

—Sí, los papelitos que les pusieron ayer a los tamales con la suerte en el amor.

Severiano alcanzó a pensar rápido y ya no preguntó. No entendía lo que el muchachito hablaba, pero si eso había logrado que le compraran el triple, mejor dejarlo así.

Alcanzó a rodar diez metros en la bicicleta cuando se acercaron sus cuates del Valet Parking de la taquería carísima para pedirle sus dos de cada noche. ¿Y esa puntada del recado, qué transa, carnalito?

—Pues hay que consentir a los clientes, ¿qué no?

Buscó una esquina y se detuvo. Abrió al azar dos tamales y se encontró con que, en efecto, un papelito perfectamente recortado y con la letra de su hija estaba metido entre la hoja y la masa. “El amor es para siempre, cuando eres niña y cuando eres grande”. “Un ángel calienta tu corazón y tus pies fríos desde el cielo”.

¿Su hija se habría vuelto loca? ¿Los ataques de tembladera querían decir que él estaba loco y la había contagiado a ella? No, la chamaca era ocurrente, nada más. Se serenó.

Poco a poco reaccionó mejor ante los comentarios de quienes le agradecían las frases de la suerte en los tamales. Todos estaban fascinados. A la mejor no era tan mala cosa.

Pero cuando recogió a Juana de casa de Rocío, le preguntó:

—¿Tú quieres volver loco a tu padre, escuincla? ¿Por qué escribiste esas tonteras y las pusiste en los tamales?

—Me los dicta mi mamá…

Un ¡papááá! ahogado en lágrimas y mocos fue lo que la niña alcanzó a agregar antes de que el bofetón de su padre le atravesara el rostro. Asustada, se arrebujó en una esquina del catre.

Severiano se arrepintió, pero no dijo nada. Hizo temblar la puerta de la casa y salió para prender un cigarro. Estuvo largo rato afuera, sintiendo el peso de su soledad, de sus años. Lamentó hasta el tuétano tener una cabeza tan nerviosa. Malacabeza, se dijo.

Cuando entró, halló todos los papelitos en el bote de la basura y los tamales colocados nuevamente en la olla de la venta. Le remordió la conciencia, se sentó junto a la niña que estaba ya cobijada y le pidió perdón…

 

 

 

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba