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La epidemia de los miedos

Nos repartimos las fobias, pero no los temores. Cada uno vive lo suyo y debe afrontarlo en una soledad, unas veces atenuada y otras angustiosa

Tenemos miedo a tantas cosas que el propio coronavirus nos acaba pareciendo una música siniestra que hace de fondo a una realidad espantosa. Es como una guerra sin armas de fuego, pero donde la realidad mata y deja un centón de heridos. Nos provoca espanto la posibilidad del contagio, salvo a aquellos que sienten querencia por la ruleta rusa sin saber ni siquiera en qué consiste. Escucho al presidente Sánchez y me deja pasmado.

Nos repartimos las fobias, pero no los temores. Cada uno vive lo suyo y debe afrontarlo en una soledad, unas veces atenuada y otras angustiosa. No cabe escoger, lo que te toca te lo quedas. Es verdad que la inseguridad ya venía de atrás y nos íbamos habituando a vivir sin otro horizonte que la vuelta de la esquina. Sin embargo, el 28 de febrero, hace tal que cuatro meses, sonó el gong y se dio curso a un combate de perdedores, irremisiblemente derrotados desde el mismo momento que nos empujaron a subir al ring.

La frase más repetida por los ciudadanos abducidos es la de que “no estábamos preparados”. ¡Ese plural! ¿Y por qué habríamos de estarlo? La ciudadanía paga cantidades astronómicas a los poderes para que, entre otras cosas, se ocupen de eso. Pero hicieron como si no fuera con ellos. Si gozábamos de la mejor sanidad del mundo en boca del Gran Trilero, quien podía discutírselo si apenas teníamos idea de la estructura sanitaria, de sus lagunas, de su fragilidad y de sus enjuagues financieros. Los únicos que se quejaban de la falacia era el personal hospitalario y en la mayoría de los casos ocurría como con la estafa social de Nissan, que reciben fondos de ayuda que luego nadie se pregunta dónde han ido a parar en el momento que cierran, y a ninguno de estos mecenas por cuenta del Estado se les pide daños y perjuicios, porque a los empleados nadie tiene por qué reprocharles nada que no sea haber cumplido con el cometido por el que eran asalariados. Si yo no cumplo, me echan; si los ejecutivos manifiestan su incompetencia siempre apelan a la indemnización.

Ese virus sin vacuna nos va a tener postrados muchos años y no afectará a centenares sino a millones. Un miedo que paraliza y que trastorna; que dejará huella perenne en la sociedad»

 

Esto, que era el siempre aleatorio juego del mercado, ahora se ha convertido en una epidemia social. Las empresas quiebran y no hay recursos que soporten el peso de la precariedad laboral y los despidos. Ese virus sin vacuna nos va a tener postrados muchos años y no afectará a centenares sino a millones. Un miedo que paraliza y que trastorna; que dejará huella perenne en la sociedad. No hay bares para tanto camarero eventual. Tener más de 40 años en España semeja un tumor de consecuencias fatídicas.

Todo el tiempo que no ocupa la posibilidad de contagio por el coronavirus ha de volcarse en pensar cómo superar el miedo a la precariedad. Después de años de vino y rosas con el Imserso, los ancianos vuelven a encontrarse ahora en las colas de Cáritas y demás sucedáneos de lo que se tuvo y se echó a perder. Y ahí aparece el miedo a la estafa. Convertida la actividad política en una competición de tramposos ha tomado carta de naturaleza el engaño, la añagaza, la promesa que de tanto mencionarla no acaba siendo verdad salvo para los que la promueven. Los ERTE no pueden gestionarse porque parten de dos peculiaridades genuinamente patrióticas: no hay mecanismos que puedan cumplir su cometido por falta de personal, de práctica y de ganas. Si a esto sumamos la picaresca exenta de literatura habremos de concluir que sólo los muy experimentados sacamantecas se beneficiarán, mientras los demás estarán litigando o acumulando papeles, vía telemática por supuesto. Algo similar se podría aplicar a los ERE; no es lo mismo que te lo concedan a que puedas cobrarlo.

¿Cuánto tiempo puede aguantar una sociedad así sin que se le vayan rompiendo las costuras antes de explotar? Ya no se trata de superar el precariado, sino de cómo sobrevivir a la angustia de la nada. No hay tarjeta de crédito que soporte el vacío; ha de estar siempre llena de algo que ofrezca garantías. La opción más segura en esta epidemia de miedo, la única salida que lleva a los paliativos es la de convertirnos todos en funcionarios. Es verdad que ni hay sitio para tantos y que tiene que haber alguien que rinda para que los demás puedan cobrar, pero el engaño permite al Gobierno de los Trileros unos meses de tregua, que para eso se pagan los medios de comunicación y además cumplen una misión, aseguran, de tranquilizar a la población asustada.

La única certeza que debemos grabarnos a fuego en nuestro asaeteado culo es que, pase lo que pase, Pedro Sánchez seguirá siendo presidente del Gobierno. Aunque sea con Vox o con Bildu, o con todos ellos»

Si habláramos en plata y no en modo Nodo -que era aquel inolvidable desinformativo de inclusión obligatoria- tendríamos que referirnos a que el miedo en ocasiones se vuelve terror. Y cuando aparece el terror cabe todo incluido el temible fantasma de la violencia. Nos acecha cada vez con mayor virulencia. Cuando uno contempla no sin perplejidad como los supuestos antifascistas ejercen de fascistas frente a un grupo de extrema derecha como es Vox, uno no deja de pensar si la intención no es únicamente la de provocar sino también la de animarlos a que dejen de ser reaccionarios sólo en sus discursos y pasen a la acción para así acreditarles ante nosotros. Con esos defensores de la democracia, patriotas de taberna a última hora, estamos al descubierto. Acabarán volviendo a sus orígenes de añoradores de la última revolución fracasada, como ya ocurrió en el País Vasco y en aquel Podemos recién bautizado de escraches y cal viva. Volverán a tratar de lincharnos, por tibios.

Esa es la enésima razón para tener miedo. Además del virus, de la quiebra económica, de la soledad carcelaria en domicilios alquilados a precios de oro que notan el deterioro como si fueran personas, volviéndose rancios y estrechos. Además, insisto, cabe contar con una situación política que sufrimos intimidados por la incertidumbre. Nadie sabe, ni siquiera intuye, qué van a hacer los gobernantes que se pasan horas y horas ocupando pantallas de televisión. Dedican tanto tiempo en ser estrellas de redes e imágenes que uno se pregunta si nos gobiernan tertulianos o dirigentes políticos.

La única certeza que debemos grabarnos a fuego en nuestro asaeteado culo es que, pase lo que pase, Pedro Sánchez seguirá siendo presidente del Gobierno. Aunque sea con Vox o con Bildu, o con todos ellos. Fíjense: en cada actuación un número diferente y siempre el mismo guion con idéntico protagonista. Eso ya no provoca miedo porque estamos aprendiendo a asumirlo como un destino.

 

 

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