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Ennio Morricone: las claves de su éxito

El compositor logró captar la atmósfera de la música y desarrollar un amplio abanico de registros

Cuando, en 1982, John Carpenter, que hasta entonces se había responsabilizado siempre de las bandas sonoras de sus películas, recurrió a Ennio Morricone, fallecido ayer a los 91 años, para la partitura de La cosa, el maestro italiano no dudó en ofrecerle un score típicamente carpenteriano, regido por el sintetizador, una prueba irrefutable de su talante camaleónico: como todos los grandes compositores del cine (Alex North, Miklós Rózsa, Nino Rota o Max Steiner), se amoldó siempre a las necesidades de los cineastas más dispares.

Y con fundamento, como la cocina de Arguiñano: su salto a la fama con los westerns de Leone (silbidos, coros, golpes de yunque, disparos, arpas, armónica…), desacreditados por los puristas de la época como música de feria, no fue otra cosa que pura vanguardia, pero con anclaje en la tradición: el inmarchitable Degüello de Dimitri Tiomkin para Río Bravo.

Múltiples registros

Como el propio Tiomkin, Morricone entendió en fecha temprana que la música, en cine, es esencialmente atmósfera. Y creó más de quinientas atmósferas, abrazando infinidad de registros: la frivolidad festiva y pegadiza (El furor de la codicia), los pasajes poéticos (Cinema Paradiso), el homenaje al jazz y el ragtime (La leyenda del pianista en el océano), los sonidos experimentales (sus trabajos con Argento, que él llamó “música gestual”), el romanticismo épico (Novecento) y la elefantiasis orquestal (los coros y el oboe de La Misión).

Por no hablar del lirismo sinfónico de Los intocables de Eliot Ness, donde reformuló magistralmente el leitmotiv de la serie original protagonizada por Robert Stack, y de Érase una vez en América, el testamento fílmico de Leone. Para su última obra maestra, Los odiosos ocho, utilizó descartes de La cosa (ambas acaecen en paisajes nevadísimos), que le valieron su segundo Oscar tras el honorífico concedido en el 2007.

Un gigante y ya un clásico, cuya obra puede contemplarse (y gozarse) desde las esferas de la alta cultura, como la de John Williams, que acaba de perder a un hermano.

 

 

 

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