Anaïs Lazerges: Covidiario – 15 de julio, 2020
Estoy muy cansada. Anoche desperté a las 4 am porque me dolían mucho las piernas: probé varias clases en línea de fitness y, entre que no entendía los movimientos de la instructora y que me pedían brincar con fuerza sobre mi frágil piso de madera que ya destrocé en otras ocasiones, opté por una “fácil”, y aun así es para gente que al parecer tiene músculos donde yo no. Volví a la cama pensando en la pinche Jessica y sus “aguanta un poco, un poquito más” y tuve pesadillas espantosas con cucarachas gigantes que me perseguían en el bosque.
La verdad es que llevo varias noches sin dormir o soñando con insectos. Al principio de la cuarentena, me encerré con mi padre y su esposa. Cuando después de un mes regresé a mi casa, donde vivo sola, descubrí que tenía nuevos roomies: una voraz colonia de Samsas con sus secuaces del alma, los pececillos de plata. Lo intenté todo para sellar la paz: limpié la cocina con mil productos, pasé vinagre blanco y esencias de geranio y lavanda por las tuberías, inventé trampas con bicarbonato. Desde hace unas semanas, uso unos espráis que me dan tos pero muy útiles contra los pececillos: encuentro cadáveres todas las mañanas, que barro amorosamente antes de desayunar. Pero a las cucarachas les vale. Ya me imagino las pachangas que arman apenas apago la luz.
A pesar del cansancio, despierto a las 8, salgo de la cama y abro despacio la puerta de la cocina. Cadáveres de pececillos por doquier, ninguna mancha café corriendo sobre la pared: todo parece en orden. El día puede empezar.
Tengo la enorme suerte de seguir trabajando normal. Trabajo en una editorial de audiolibros infantiles y, además de seguir en los proyectos de siempre, creamos actividades para ocupar a los niños mientras estén en casa. Buscar cómo entretenerlos ofrece la doble ventaja de divertirme y hacerme sentir útil: hemos recibido montones de correos agradecidos de padres desesperados por la convivencia con sus criaturas.
Sin embargo, suelo llegar algo frustrada al final del día: entre los amigos que comparten listas de series, los que proponen retos de lectura y mis propias metas de encierro —aprender a cocinar el mignon de cerdo con piña; fortalecer mi cintura abdominal; retomar mis clases de ruso; y más—, me doy cuenta de que me falta tiempo. Despierto, quito los cadáveres de insectos, desayuno en mi sofá porque la mesa está ocupada con mi compu y mis centenares de cuadernos, trabajo, almuerzo rápido, duermo una siesta siempre demasiado corta, trabajo, llego tarde a videofiestas. En el mejor de los casos logro despedirme a una hora que me permite cenar y lavar los trastes antes de la aparición nocturna de las alimañas; en el peor, me emborracho; y en cualquier caso termino yéndome a la cama inspeccionando si hay algún bicho inoportuno, sabiendo que despertaré unas horas después con sed y miedo.
Ilustración: Raquel Moreno
¡Pero no! ¡Hoy será un día distinto! Un café y a darle a la chamba. Mi papá me llama a mediodía para asegurarse de que sigo viva y recordarme, con filosofía, que “el bichito no se comerá al bichote”. Luego llamo a mis abuelos que me preguntan otra vez si mi hermana, que trabaja en urgencias, está bien, y por qué no les contesta las llamadas.
Mientras almuerzo un trozo de mignon con piña veo un documental sobre la historia del mal gusto. No logro dormir la siesta. Trabajo hasta las 5 y decido darme un respiro: mi hermana vive cerca y le gusta pasear cuando no está en el hospital. Le damos la vuelta a la cuadra manteniendo un metro de distancia. Ella lleva mascarilla, yo no. Me regala chocolates y me desea ánimo con mis mugrientos inquilinos. Mi hermana es fuerte, es la que brinda víveres a sus roomies y noticias a mi familia: es la única de nosotros que sí puede salir.
Media hora después vuelvo al teletrabajo, me como la mitad de los chocolates. Me dejo llevar por la redacción de unas instrucciones para domar mamuts —las actividades para los niños mañana— y llego tarde para video-brindar con una amiga. Ella aprovechó el tiempo para probar tutoriales de belleza en YouTube: me presume el delicado sombreado de sus párpados y revisamos la lista de lo que haremos cuando podamos salir. Tenemos que colgar precipitadamente porque tenemos otro brindis que atender. Me conecto con otras tres amigas. Nos reunimos una vez por semana. No éramos muy cercanas antes del encierro, pero ahora comparamos nuestras aventuras solitarias casi diario: la que anda de video-fiestas las 24 horas, la que dejó de lavarse el cabello y la que cocina como si fuera a alimentar a cincuenta personas. Yo soy la que pelea con bichos. Me preguntan todas las mañanas si he vuelto a ver algo y si he podido dormir. Son buenas amigas. Gracias a ellas no me siento sola en esta guerra doméstica.
Hoy no leí nada, no hice deporte, comí chingos de chocolate, mi mignon salió pasado y soso, me iré a dormir un poco ebria y con espray anticucarachas en cada rincón de mis pulmones. Pero así la llevo. Tengo gente que me cuida no tan lejos y aprendí cómo domar un mamut.