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Fernando Trejo – Covidiario 30 de julio, 2020

En este diario colectivo varias voces irán compartiendo incidencias, sucesos, acasos, apuntes de una fecha específica. Son extractos de vida para acompañar el encierro.

Tú, a quien amo en este momento
y siento más cercano que cualquier cosa.
—Eros Alesi

Padre: lo único cierto
es que tú no estás muerto.
—Nicolás Guillén

A mi familia,
y a todas aquellas personas que de alguna u otra manera
nos apoyaron y pidieron por la salud de mi padre.

 

Querido padre:

El viernes 26 de junio te internamos en el Hospital General Dr. Belisario Domínguez, del ISSSTE. Con miedo. Mi madre, mi hermana Caro y yo deseábamos hacer lo correcto. No supe en qué momento, ese poderoso cuerpo tuyo, con sus manos grandes, con sus morenos brazos, habría de necesitar un tanque de oxígeno.

El paramédico de la ambulancia te ayudó a bajar las escaleras de la casa. No pude tocarte. No pude ayudarte a bajar las escaleras. Me miraste, me dijiste algo que no recuerdo. Sé que lo intentaste todo para actuar como si nada, para que no sufriera al verte. Fuiste fuerte, papá, con tu mirada cabiéndome en los ojos, reconociéndome a medias, con tu grandeza frágil, con tu corazón aún conectado a la vida.

El paramédico me pidió acompañarte en la ambulancia. Le agradezco tanto. No sabes, cuánto le agradezco. Pude escucharte, respondiste todo: tu lugar y fecha de nacimiento, tu nombre completo, tus padecimientos que, si varios, estaban tratados, tu operación. Luego te acordaste de tu hija y de tu esposa. Y yo queriéndote agarrar la mano, sólo pude decirte: están bien. Ellas están bien. Entonces la ambulancia se detuvo y tu corazón y tu pecho empezaron a zumbar.

Esa fue la última vez que te vi, papá. Y ni siquiera pude ayudarte a bajar las escaleras. Porque los protocolos hospitalarios deben ser igual de fríos que sus propios pasillos. Tenían que aislarte y enviarnos notificaciones de tu estado de salud a través de un padrino, que en un principio fue mi primo Martín. Reconociste a mi amigo Manuel, y yo supuse, entonces, que no todo estaba mal, que había algo en ti que, todavía, te acercaba a la vida. Firmé los papeles, contesté las preguntas del médico con mi hermana Caro al teléfono, entendí la gravedad. Tuve miedo, pero sabía que estábamos haciendo lo correcto.

 

Ilustración: Kathia Recio

 

Ese amanecer me hice amigo de varios colaboradores de Trabajo Social, de algunos oficiales de la Guardia Nacional y de la seguridad en los filtros de entrada y de salida del hospital. Creía que si todo se acomodaba tendríamos más cercanía contigo, más posibilidades de cualquier cosa. Pensé que mi madre y Caro te recibirían nuevamente en casa. Así fueron las tres semanas siguientes. Durante catorce días tuve que vivir en una habitación para no contagiar a mi esposa y a mis hijos, de haberme infectado. Afortunadamente al primer momento de los resultados negativos, corrí a sus brazos.

Alma, Azucena, Sofía, Jennifer, Eneyda: ellas fueron tus enfermeras estas semanas. Pero también fueron nuestros ojos y nuestra voz, nuestro consuelo y nuestro abrazo. Una extensión de nuestro amor, papá. Una esperanza diaria, creciéndose tanto en tus pulmones como en los corazones de mi madre, mi hermana, mi esposa y mis hijos. Les agradezco tanto.

El 7 de julio cumplió años mamá. Recuerdo que hablamos por teléfono un día antes, y estabas preocupado por la fecha, por los diagnósticos y por tus nietos. Te respondí a todo en los pocos dos minutos que nos permitían. Y todavía tu voz tenía esa potencia, esa velocidad, la voluntad de Base Atenas —tu cuarto de radioaficionado. Se puede abrazar a través de las palabras. Recordé tus frases, tu sencillez, tu calidad de gente. A todos lados tu pasaporte fue siempre la sonrisa, la amabilidad de hacer todo por todos.

Esa tarde me llamaron para “recibir una información”. Una licenciada de Trabajo Social me acompañó al segundo piso del hospital, el área restringida. El doctor me atendió centímetros atrás de la línea que dividía la “zona infectada”: un halo de esperanza entre la vida y la muerte. A través de su voz acartonada, apenas audible, el doctor me preguntó: ¿qué es usted de Trejo Molina? Y te juro, papá, que yo quería decirle tantas cosas que sólo dije: su hijo. Y recibí la información como costales de cal, como piedras cayéndome. Esa tarde preferí guardarme esa constelación de rocas para mí y dejar que mamá cumpliera con sus años la esperanza de volvernos a encontrar.

Te fuiste un sábado por la mañana. El 18 de julio de 2020. Tu bendición desde una fotografía, donde sostienes un escapulario, nos ha llenado la esperanza de que existes en nosotros, con tus puertas abiertas, con tu llamita encendiéndose, con tus morenos brazos abrazándonos, todavía. Nos volveremos a encontrar.

Te amo, papá.

 

Fernando Trejo

 

 

 

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