CulturaGente y SociedadOtros temas

Arnoldo Kraus: Corolario sin corolario

Hay finales sin final. Este es uno de ellos. La pandemia sigue viva, los cuerpos siguen apilándose, algunos países empiezan a normalizar sus actividades y en otros, sobre todo en Latinoamérica, el virus adquiere fuerza y acumula con celeridad muertos a las terribles estadísticas mundiales. No siempre es necesario el punto final. En ocasiones es difícil decretarlo. Mientras el covid-19 siga estando entre nosotros, concluir es imposible. No termino. Hago un alto. Regresar siempre es factible. Sobran vías: periódicos, libros abocados al tema, revistas, charlas, entrevistas, intercambio de palabras.

 

Ilustración: Sergio Bordón

 

Habían transcurrido varios días desde el inicio de la pandemia cuando decidí escribir algunas líneas. He escrito ciento y pico de entradas a partir de febrero. Empecé a escribir por necesidad. Imposible soslayar la fuerza del virus. Poco a poco primero, rápido después, el virus se diseminó. Sin pasaporte ni permisos empezó a viajar por el mundo. Sin fronteras ni filas largas como las de indocumentados o refugiados, el coronavirus explotó en nuestros rostros. Covid-19 es covid-19 en todos los idiomas. Su omnipresencia, su poderío, los millones de noticias al respecto y las incontables preguntas sin respuesta sobre él han convertido los días en días covid-19.

Ser testigo obliga. No se elige serlo. Repasar la historia y otear el presente exige. Quien tiene la posibilidad de expresarse se convierte en testigo. Asumir y ejercer o no dicho papel es opcional. Elijo la primera alternativa. Y no sólo me decanto por ella, quisiera, escribo con modestia, contagiarla. Sería útil incluir, desde los primeros años de escuela, a partir de la infancia temprana, la materia Testigos. Escuchar de viva voz historias personales sobre conductas humanas inadecuadas conformaría una suerte de colegio. El coronavirus ha tocado incontables rincones humanos. De ahí la condición de “ser testigo”.

Testimoniar es una de las escasas fuentes para detener, modificar situaciones dolosas o sembrar conciencia. Aunque de poco sirve ser testigo, no serlo no sólo no sirve: el silencio permite la expansión de sucesos negativos. No estamos ante crímenes de lesa humanidad. Enfrentamos un problema biológico cuya fuerza y destrucción suma muertes debidas a la infección y a la pobreza. La realidad cuasiuniversal del covid-19 compromete. El virus se ha cebado más en los pobres. Desde hace décadas los grandes jerarcas hablan de remediar la pobreza. Covid-19 muestra una vez más uno de los grandes fracasos de la humanidad: a los viejos pobres se suman nuevos pobres.

Comencé a escribir avanzado febrero. Los días cargados de noticias, todas malas, la desesperanza mundial, la falta de certezas, el número de muertos y contagiados in crescendo y la insondable estupidez de algunos políticos fueron acicate para mirar más allá del día y esbozar una serie de reflexiones sobre nuestro tiempo, el tiempo de la pandemia.

Nuestro tiempo es nuestro y no lo es. Un pequeño virus nos ha confrontado. Nos ha roto y ha demostrado cuán frágiles somos y cuán poco apreciamos el valor de la vida de otras personas, lejanas por la distancia, cercanas por el coronavirus. Poco observamos y poco nos observamos. Ignoramos las pequeñas certezas de lo que significa vivir. El largo periplo en el cual seguimos hundidos debido al covid-19 quizás sirva “un poco” para modificar nuestra nociva forma de estar en la Tierra y de no estar con los congéneres. El mundo teme tanto como nosotros tememos. Apostemos por el ser humano libre, lejano del poder. Perder importa. Importa más no apostar.

Hay finales sin final. Muchos sucesos nunca terminan. Incluso la muerte, el evento más contundente, tarda en borrar todo vestigio. La memoria, la casa, las cosas y las palabras perviven por un tiempo, en ocasiones nunca se van.

El tiempo de la pandemia actual sigue vivo. No se sabe cuándo, si acaso sucederá, se decrete el punto final. De uno u otro modo, las pandemias siempre regresan. Cambia el agente infeccioso, aparece un “nuevo” virus, difieren las víctimas, dicen cambiar las políticas de salud. Las pandemias son parte de nuestra historia. La actual ha copado el calendario. No hay día sin covid-19. No hay día sin nuevas muertes y nuevos contagios.

El coronavirus forma parte de nuestra cotidianidad. Imposible vivir sin saber de la pandemia. El final nunca llegará. Ni siquiera cuando se cuente con vacunas o medicamentos. Los destrozos de la pandemia, sobre todo los muertos, y los muertos por venir debido a la pobreza multiplicada por el virus pervivirán. El miedo y el confinamiento prolongado no son gratuitos. Los pequeños aislados en casa, cuando el dinero lo permitió, guardarán en la memoria alguna marca. Los pequeños semiaislados en hogares sin recursos guardarán en la memoria eventos no agradables. Quienes perdieron amigos o familiares los recordarán con dolor y encono.

La pandemia actual nunca finalizará. Los millones y millones de noticias, los millones y millones de palabras, las irreparables pérdidas humanas pervivirán. Hay finales sin final. Covid-19 es uno de ellos.

 

 

Arnoldo Kraus
Profesor en la Facultad de Medicina de la UNAM. Miembro del Colegio de Bioética A. C. Publica cada semana en El Universal y en nexos la columna Bioéticas.

Este texto es el corolario de Bitácora de mi pandemia (de próxima publicación).

 

 

 

Botón volver arriba