Michael Walzer: A lo mejor eres liberal y ni siquiera lo sabes
Para el filósofo Michael Walzer, el adjetivo “liberal” define a ciudadanos de mentalidad abierta, tolerantes, alejados del dogma. Y el término es aplicable a múltiples ideologías
¿Es el liberalismo un ismo como todos los demás ismos? Creo que lo fue en el pasado. En el siglo XIX y durante unos años en el siglo XX, el liberalismo fue una ideología integral: mercados libres, comercio libre, libertad de expresión, fronteras abiertas, un Estado mínimo, individualismo radical, libertad civil, tolerancia religiosa, derechos de las minorías. Pero esta ideología se llama hoy libertarismo, y la mayoría de las personas que se definen como liberales —en la interpretación estadounidense del término, cercano a la socialdemocracia— no lo aceptan o, al menos, no en todo. El liberalismo en Europa está hoy en día representado por partidos políticos como el Partido Democrático Libre en Alemania (libertarios y de derechas), pero también por otros como el Partido Liberal Demócrata en Reino Unido, con una precaria posición entre los conservadores y los socialistas, que adoptan políticas de un lado y de otro sin un credo sólido propio. El liberalismo en EE UU es una modestísima versión de la socialdemocracia (…).
A los liberales se nos describe mejor en términos morales que en términos políticos: de mentalidad abierta, generosos, tolerantes, capaces de convivir con la ambigüedad, dispuestos a entablar discusiones en las que no nos creemos obligados a ganar. Cualesquiera que sean nuestra ideología y religión, no somos dogmáticos; no somos fanáticos. Los socialistas democráticos como yo pueden y deberían ser liberales de este tipo. Creo que es lo suyo, aunque, desde luego, todos conozcamos a socialistas que ni tienen una mentalidad abierta ni son generosos o tolerantes.
Pero nuestro verdadero vínculo, nuestro vínculo político con el liberalismo, adopta otra forma. Considérenlo una forma adjetiva: somos, o deberíamos ser, demócratas liberales y socialistas liberales. Yo soy a la vez un nacionalista liberal, un comunitarista liberal y un judío liberal. El adjetivo funciona del mismo modo en todos estos casos, y mi propósito aquí es describir su efecto en cada uno de ellos. Al igual que todos los adjetivos, “liberal” modifica y complica el nombre al que acompaña; posee un efecto que unas veces es restrictivo; otras, vivificante, y otras, transformador. No determina quiénes somos, sino cómo somos quienes somos: cómo representamos nuestros compromisos políticos.
No hace mucho, el escritor conservador Bret Stephens definía el populismo como el triunfo de la democracia sobre el liberalismo. Creo que a lo que se refería era al triunfo de la democracia mayoritaria sobre sus restricciones liberales. La democracia liberal establece límites al gobierno de la mayoría, normalmente con una Constitución que garantiza los derechos individuales y las libertades civiles, establece un sistema judicial independiente que hace que se respete esta garantía y abre el camino para una prensa libre que pueda defenderla. Las mayorías solo pueden actuar, o actuar legítimamente, dentro de unos límites constitucionales. Al igual que todo lo demás en la política democrática, los límites se debaten tanto en el plano legal como en el político. Pero estas controversias no se zanjan por la regla de la mayoría, sino mediante procedimientos mucho más complejos y dilatados en el tiempo, lo que dificulta que se anule cualquier conjunto de derechos y libertades existentes.
No pretendo negar la importancia de la intervención popular. El gran logro de la democracia es que incorpora a los hombres y mujeres corrientes, a ustedes y a mí, al proceso de toma de decisiones. De hecho, el adjetivo “liberal” garantiza que cada cual sea en efecto incorporado en dicho proceso de un modo que nunca se había dado en las democracias que han existido a lo largo de la historia, desde la de Atenas a la de EE UU. Los derechos y las libertades civiles son posesión legítima de cada uno de los miembros de la comunidad política, ya sean judíos, negros, mujeres, deudores, delincuentes o los más pobres entre los pobres. Todos nosotros intervenimos en los debates democráticos, en la organización de movimientos sociales y partidos políticos, y participamos en las campañas electorales. Pero, incluso cuando salimos victoriosos, existen límites que restringen el alcance de nuestras decisiones. Así pues, los demagogos populistas se equivocan al afirmar que, una vez que han ganado unas elecciones, representan o encarnan “la voluntad del pueblo” y pueden hacer lo que les venga en gana. La realidad es que hay muchas cosas que no pueden hacer.
Lo que quieren estos populistas, ante todo, es promulgar leyes que garanticen su victoria en las siguientes elecciones, que pueden llegar a ser los últimos comicios significativos. Atacan a los tribunales y a la prensa; menoscaban las garantías constitucionales; se apoderan del control de los medios de comunicación; reorganizan el electorado excluyendo a las minorías; acosan o reprimen de manera activa a los líderes de la oposición, todo ello en nombre del gobierno de la mayoría. Son, como ha dicho Viktor Orbán, el primer ministro de Hungría, “demócratas iliberales”.
Las victorias populistas son un desastre para quienes están en el bando perdedor, y probablemente de forma especial para los periodistas liberales, la voz diaria de la oposición, a quienes se suele acusar falsamente de corrupción o sedición y meter entre rejas. Perder unas elecciones, a pesar de todos los esfuerzos de los populistas para garantizarse la victoria, supondría un desastre para ellos, pues nosotros (los demócratas liberales) creemos que sus ataques a la Constitución y su violación de los derechos civiles constituyen actos criminales. Es mucho lo que está en juego en este tipo de política. Uno pierde las elecciones, pierde poder y acaba en la cárcel.
Los límites liberales que se imponen a la democracia son una especie de prevención de desastres para todos los implicados. Reducen las expectativas que están en juego en el conflicto político. Perder unas elecciones no priva a nadie de sus derechos civiles —entre los que está el derecho a la oposición, que entraña la esperanza de una victoria la próxima vez—. La alternancia en el poder es una característica habitual de la democracia liberal. Evidentemente, nadie quiere rotar y tener que dejar su cargo público, pero todos los cargos públicos aceptan y conviven con los riesgos de la alternancia. Sin embargo, dichos riesgos no conllevan la represión ni el encarcelamiento. Uno pierde las elecciones, pierde el poder y se va a casa. Precisamente así entiende los límites impuestos por el adjetivo “liberal” el socialista italiano Carlo Rosselli, uno de los líderes de la resistencia antifascista en las décadas de 1920 y 1930, y autor del libro Socialismo liberal (…) “Liberal”, escribe Rosselli, describe “un conjunto de normas del juego que todas las partes rivales se comprometen a respetar, unas normas destinadas a garantizar la coexistencia pacífica de los ciudadanos (…); a restringir la competencia dentro de unos límites tolerables, a permitir que todas las partes se turnen en el poder”. Así que el socialismo liberal de Rosselli incorpora la democracia liberal. Para él, así como para los demócratas a los que él sigue, el adjetivo “liberal” supone una fuerza, además de limitadora, diversificadora: garantiza la existencia de “varios partidos” (es decir, más de uno) y posibilita que cada uno de ellos alcance el éxito (…)
Marx sostuvo hace mucho que la victoria final del proletariado en la lucha de clases pondría fin a todas las formas de antagonismo social. Existiría una sola clase de ciudadanos iguales: una clase, un conjunto de intereses; nada importante que objetar. El pluralismo podría seguir existiendo, pero sería un pluralismo en los estilos arquitectónicos, las teorías literarias, las organizaciones deportivas, y no, claramente, un pluralismo de “varios partidos” compitiendo por el poder.
“Liberal” es un adjetivo fuerte y, como es natural, las restricciones que impone no solo son vinculantes para los demagogos populistas que ganan las elecciones sino también para nuestros favoritos de la izquierda cuando ganan, si es que ganan. Analizándolo retrospectivamente, nosotros, los demócratas liberales, habríamos tenido que rechazar la Reforma de Procedimientos Judiciales de 1937 de Roosevelt [el intento del entonces presidente de EE UU de controlar el Tribunal Supremo]. Aquel fue un ejemplo de populismo de izquierdas, pero es comparable al ataque a los tribunales de Donald Trump, un populismo de derechas. Sí, la toma de decisiones judiciales es, en parte (probablemente en gran parte) un proceso político. Por tanto, los demócratas liberales deberían mostrar deferencia hacia el área legislativa, excepto en casos relacionados con los derechos humanos y las libertades civiles, donde sí que queremos jueces activistas. De manera más general, el profesionalismo judicial puede ser una pieza importante de la restricción liberal, como hemos visto cada vez que los tribunales han declarado inconstitucionales muchos de los decretos presidenciales de Trump.
Una de las viejas doctrinas de los militantes socialistas es que el derrocamiento del capitalismo exigirá un periodo de dictadura o, al menos, una suspensión temporal de las libertades civiles; una dictadura democrática del proletariado o, más probablemente, una dictadura antidemocrática de la vanguardia del proletariado. Sin duda, se reprimiría a los tribunales defensores de la libertad civil o se sustituiría a los jueces por sujetos leales que harían lo que se les ordenara. Los socialistas liberales no niegan necesariamente que el derrocamiento definitivo del capitalismo pueda requerir medidas de ese tipo. Si uno cree en la finalidad, entonces no puede permitir que “varios partidos se turnen en el poder”. Pero las medidas coercitivas necesarias para impedir esa alternancia no darán lugar al socialismo que nosotros (los socialistas liberales) queremos. El adjetivo “liberal” implica que el socialismo solo puede alcanzarse con el consentimiento del pueblo; hay que batallar por él democráticamente. La lucha ha sido larga, y en el camino ha habido y habrá concesiones a los rivales, cuyos derechos hemos de respetar. Dar dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás es mucho mejor que dar tres pasos hacia adelante pasando por encima de los cadáveres de nuestros adversarios.
“Liberal” también significa que habrá margen para que los socialistas discrepen entre ellos respecto a la estrategia y las tácticas de la lucha y sus objetivos a corto y largo plazo. Así pues, habrá muchos socialismos, y cabe esperar hallar partidos, sindicatos y formaciones ideológicas de diferentes tipos compitiendo por conseguir adeptos e influencia en el marco democrático liberal. Como sostenía Rosselli, la competencia será continua porque, al fin y al cabo, “liberal” significa que “el socialismo no es un ideal estático y abstracto que un día se pueda alcanzar plenamente”. El mundo cambia; surgen nuevas desigualdades que reemplazan a las viejas; nunca dejamos de pelearnos entre nosotros; la política socialista es un trabajo constante. Como insinuó Eduard Bernstein hace mucho tiempo, el movimiento es más importante que el fin o, como escribió Rosselli: “El fin reside en nuestras actuaciones presentes”. (…)
Según Rosselli, los socialistas se definen por su “adhesión activa a la causa de los pobres y los oprimidos”. Pero ese apego no puede definirse mediante una doctrina global. No se expresa en una sola postura ideológica correcta que una élite de expertos, una vanguardia política, pueda imponernos a los demás. “Habrá sufrimiento”, afirma Rosselli, “por intentar encadenar un movimiento que lleva siglos desarrollándose, un movimiento irrefrenablemente polifónico, a un credo filosófico dado”. Y desde luego, ha habido mucho sufrimiento a lo largo de los años por intentar hacerlo. Los socialistas liberales se muestran escépticos incluso respecto a los credos con los que están comprometidos; en todos los compromisos liberales hay una pizca de ironía inherente. En EE UU, ese socialismo democrático resucitado parece hoy irrefrenablemente polifónico, a pesar de que algunas voces estén desprovistas de escepticismo, demasiado impacientes por negar la corrección política de los demás. Para evitar el sufrimiento será necesario un compromiso continuo con el adjetivo “liberal”.
Los nacionalistas son personas que ponen en primer lugar los intereses de su país. Los nacionalistas liberales hacen eso y, al mismo tiempo, reconocen el derecho de otras personas a hacer lo mismo (…) Reconocen la legitimidad y los legítimos intereses de las diferentes naciones. Del mismo modo que los demócratas liberales ponen límites al poder de las mayorías triunfalistas y los socialistas liberales ponen límites a la autoridad de las vanguardias obsesionadas con la teoría, los nacionalistas liberales ponen límites al narcisismo colectivo de las naciones.
Nosotros, los defensores del adjetivo “liberal”, no negamos que las mayorías tengan derechos, ni que las teorías sobre la sociedad y la economía sean útiles desde un punto de vista político, ni que la pertenencia nacional sea un valor genuino. Pero defendemos a las minorías frente la tiranía de la mayoría y a los activistas corrientes frente a la arrogancia de la vanguardia. Y defendemos a los países que necesitan Estados frente a cualquier Estado nacional enemigo (kurdos, palestinos y tibetanos, por ejemplo, frente a Turquía, Israel y China, respectivamente). Pero lo hacemos sin negar los derechos nacionales de turcos, israelíes y chinos.
En cambio, quienes se autodenominan “cosmopolitas” condenan todos los nacionalismos y niegan el valor moral de la pertenencia a un país. ¿Puede existir un cosmopolitismo liberal? Puesto que los filósofos cosmopolitas reconocen un mundo de individuos portadores de derechos, seguramente se les debería llamar liberales. Pero la mayoría de estos individuos conceden un gran valor a su pertenencia particular y se identifican a sí mismos como franceses, japoneses, árabes, noruegos, y no como ciudadanos del mundo. A mi parecer, la negativa a reconocer estas identidades y a valorar el pluralismo que emana de ellas es iliberal. Un Estado global y cosmopolita tendría que reprimir de un modo brutal la identidad nacional o la lealtad étnica de (casi) todo el mundo. Para evitar la brutalidad, los cosmopolitas liberales deberían hacer las paces con los nacionalistas liberales. La paz se llama internacionalismo (…).
El pensador político inglés Thomas Hobbes, al reflexionar sobre la difícil situación de los refugiados que huían del hambre y la persecución, escribió que las personas que vivían en los Estados vecinos posiblemente tendrían que “vivir más apretados” para dar cabida a los refugiados. Podríamos decir que éste es el requisito moral de un nacionalismo (muy) liberal, pero es difícil exigir algo así; y dar cabida a refugiados rara vez conlleva que los nativos tengan que apiñarse hasta ese punto. Hay otra exigencia del nacionalismo liberal que es más sencilla de llevar a cabo: los Estados nacionales imperiales que se han expandido a costa de otros países deben retirarse de estos y contraer su tamaño. Dudo que exista algo como el “imperialismo liberal”, pero, de existir, sería un imperialismo verdaderamente comprometido con su futura contracción y que daría cabida a los países sometidos. Los defensores radicales de “la pequeña Inglaterra” a finales del siglo XIX y principios del XX eran antiimperialistas y, al mismo tiempo, buenos nacionalistas liberales. El “Gran Israel” de hoy es un ejemplo de nacionalismo iliberal, mientras que los defensores del “pequeño Israel” son sionistas liberales.
El adjetivo “liberal” se ajusta a los intereses de los países que ya existen y de los que aspiran a serlo; asimismo reconoce los derechos de las minorías dentro de los Estados que las naciones crean. La mayoría de los Estados nacionales incluyen a minorías étnicas y religiosas, y su liberalismo se pone a prueba en el tratamiento que dan a estos grupos. ¿Tienen los miembros de las minorías los mismos derechos y deberes que los demás ciudadanos? ¿Tienen las mismas oportunidades económicas? Si están concentrados en una región, ¿tienen un grado de autonomía política o cultural que encaje con su historia y condición actual? ¿Las disposiciones federales se deciden de manera democrática? El “federalismo asimétrico” de Canadá, que garantiza más derechos a Quebec, donde se habla francés, es fruto de la labor democrática y colaborativa de una minoría resuelta y de un país liberal.
Calificar de liberal el nacionalismo contribuye a la pluralidad de los países; va unido a la calificación de liberal de cada nacionalismo específico. Los países liberales no se crean ni se definen por “la sangre y la tierra”, ni por designación divina ni por una historia que se inicia en el principio mismo de los tiempos y que nunca se ha interrumpido. La sangre siempre está mezclada; la geografía cambia con el paso del tiempo; Dios no participa; y la historia está enmarañada con otras historias. El relato nacional es en parte verdadero y en parte imaginado, y los historiadores revisionistas siempre ponen en entredicho la versión vigente.
Asimismo, las naciones liberales no están cohesionadas en el plano ideológico; sus miembros son monárquicos y republicanos, libertarios y socialistas, conservadores y radicales. Un país plurinacional, multirracial y con múltiples religiones como Estados Unidos está en gran medida definido por su política. Se mantiene unido merced al compromiso de sus ciudadanos con un determinado régimen político y a su reconocimiento de la autoridad de documentos fundacionales como la Declaración de Independencia y la Constitución. Quienes se oponen a esa política o cuestionan esa autoridad son llamados “antiamericanos”, al igual que lo fueron los miembros del Partido Comunista en la década de 1950. “Pero en una sociedad en la que la cohesión social se fundamenta en criterios nacionales, culturales e históricos”, escribe la politóloga israelí Yael Tamir, “tener opiniones inconformistas no conduce necesariamente a la excomunión”. Los políticos franceses de extrema derecha no acusan a los comunistas franceses de participar en “actividades antifrancesas” o, por poner un ejemplo más elocuente: “De Gaulle nunca dudó que Sartre fuera un miembro respetado de la nación francesa”.
El comunitarismo describe el estrecho vínculo de un grupo de personas que comparten un compromiso con una religión, una cultura o una política. El designio del comunitarismo es, al igual que el de los nacionalistas, promover los intereses de su comunidad, pero el énfasis de su compromiso es interno; se centran en la calidad o la intensidad de su vida en común. Puede que el republicanismo cívico sea la versión más conocida del comunitarismo. Jean-Jacques Rousseau es uno de sus profetas, y está claro que no es un liberal. Rousseau describe el ciudadano ideal: un hombre (la mujer todavía no estaba incluida) que corre de una asamblea pública a otra y que extrae la mayor parte de su felicidad de su vida política, y no de su vida privada. La ciudadanía entraña un compromiso que excluye todos lo demás; las asociaciones secundarias son una amenaza para la integridad de la república.
La república civil de Rousseau es también un Estado nacional iliberal, como pone de manifiesto en sus Consideraciones sobre el Gobierno de Polonia, donde describe la educación de los futuros ciudadanos: éstos habrán de estudiar historia polaca, geografía polaca, cultura polaca, literatura polaca y punto. “Es la educación la que ha de proporcionar una formación nacional a las personas y orientar sus opiniones y gustos de tal modo que sean patriotas por inclinación, por pasión y por necesidad.” Aquí el comunitarismo y el nacionalismo se alían formando una unión radicalmente iliberal.
Cuando yo enseñaba en clase sobre la política de Rousseau siempre tuve la impresión de que su república era una comunidad sobrecalentada. Un comunitarismo liberal reduciría tal acaloramiento: permitiría a los ciudadanos no asistir a (algunas) asambleas por el bien de su felicidad privada; ver un partido de béisbol, ir al cine, jugar con sus hijos, trabajar en el jardín, hacer el amor o simplemente sentarse con los amigos a charlar. Combinaría el celo de la democracia participativa con la serenidad de la democracia representativa, de manera que los hombres y mujeres que no amaran la política tuvieran voz y voto en las decisiones políticas. Sus escuelas estarían orientadas a formar patriotas por inclinación, pero no por necesidad. Los alumnos leerían novelas traducidas de otros idiomas y estudiarían la historia y la geografía de otros países.
Otra posibilidad es que los comunitaristas liberales eviten la república civil en su conjunto alegando que el Estado debe ser una democracia liberal o una socialdemocracia liberal que proporcione el marco para una pluralidad de comunidades, algunas acaloradas y otras no. Ésta es mi versión favorita del comunitarismo. Que haya muchas comunidades. Por supuesto, algunos elegirán una sola, deleitándose en la intensidad de su vida en común y distinguiéndose de manera radical de (y quizás por oposición a) sus conciudadanos. La política basada en la identidad suele derivar de una atención concentrada en cierto interés grupal, pero es un comunitarismo iliberal el que la fomenta y la instiga.
Muchos de nosotros elegiríamos más bien ser miembros de diferentes comunidades, y la intensidad de nuestro compromiso variaría conforme a la pluralidad de nuestras pertenencias. Yo puedo ser al mismo tiempo un judío, un socialista, un académico de la teoría política, un neoyorquino, un esposo y un padre (y abuelo) y un ciudadano activo —aunque a tiempo parcial— de la república estadounidense.
Asumo que el adjetivo “liberal” funciona de la misma forma en lo que se refiere a católicos, protestantes, musulmanes, hindúes y budistas, y a continuación intentaré decir algo sobre las religiones liberales en general. Los judíos liberales, por otra parte, son diferentes, ya que los judíos son tanto una nación como una comunidad religiosa. De modo que somos —o deberíamos ser— liberales en el plano nacional y en el religioso, lo que significa que ningún compromiso teológico, ni ideológico, ni religioso ni secular podrá jamás ser descrito como no judío. Los judíos ateos no son judíos no practicantes; son tan judíos como los judíos ortodoxos, puesto que todos somos miembros del pueblo judío.
Los judíos liberales con una identidad religiosa no difieren de los católicos, los protestantes, los musulmanes liberales, etcétera. Supuestamente toda esta gente cree en la legítima existencia de otras religiones; “liberal” sigue siendo un adjetivo pluralizador. En el ámbito religioso debería funcionar de la misma manera que en el ideológico. Los creyentes liberales reconocen el derecho a diferir, de ahí los derechos de los herejes y los infieles. De ahí también la multiplicación de denominaciones y sectas que pueblan el espacio público de la sociedad civil y que dan cabida a los grupos que vienen después. Los miembros de todos estos grupos profesan sus creencias con fervor, quizá, pero sin fanatismo. Al igual que los socialistas liberales rechazan la idea de una dictadura de la vanguardia, también los creyentes liberales rechazan cualquier coerción en asuntos religiosos. La fe es libre.
Los creyentes liberales no solo reconocen la legitimidad de otras creencias, sino también la sinceridad de los hombres y mujeres que profesan esas creencias. “Estos otros”, podrían decir los liberales, “creen en lo que creen del mismo modo en que nosotros creemos en lo que creemos y, por lo tanto, podemos reconocer el valor que para ellos tienen sus creencias (puesto que sabemos el valor que para nosotros tienen las nuestras). Y, además, debemos conciliar las actividades, y en ocasiones la falta de acción que esas creencias producen”. Para los no creyentes radicales dicha conciliación probablemente resulte más difícil, aunque el adjetivo “liberal” la siga exigiendo.
La religión iliberal es fácil de describir; es al menos tan común como el fanatismo ideológico. Toda religión que subordine a las mujeres —lo que significa prácticamente todas las religiones en sus versiones ortodoxas y fundamentalistas— es a todas luces iliberal. Asimismo, los hombres y mujeres que creen que la religión o la ausencia de religión de los demás los relega a la eterna subordinación (o perdición) y que ellos, —los verdaderos creyentes— están obligados moralmente a salvarlos, son iliberales, y lo son de manera activa.
Pero la descripción también se ajusta a quienes piensan que esa salvación no es ni necesaria ni posible. Los judíos que creen que la mayoría de los no judíos nunca verán el mundo por venir son judíos iliberales, lo mismo que los protestantes evangélicos que creen que los judíos están condenados al infierno son cristianos iliberales. Aún más peligrosos, sin embargo, son los fanáticos que aspiran a “forzar el final” y establecer el reino mesiánico, el califato islámico, un sagrado territorio autónomo de Jesucristo o cualquier otra versión religiosa del fin de la historia laica. La mayoría de los creyentes liberales probablemente tengan una actitud escéptica o irónica ante el fin de los tiempos.
De esta explicación de la religión liberal e iliberal se deduce que el poder del Estado no puede utilizarse para adoctrinar a futuros ciudadanos en la versión ortodoxa del judaísmo y el catolicismo (o de cualquier otra religión) ni para perseguir a herejes o infieles. Un Estado nacional liberal puede hacer hincapié en la religión mayoritaria en su sistema educativo, ya que es posible que la religión haya desempeñado un papel importante en la historia del país. Pero no convertiría esa religión en un catecismo escolar más de lo que los socialistas liberales en el poder convertirían la ideología socialista en el catecismo escolar (como hicieron los socialistas iliberales en la Unión Soviética). Y enseñaría también la historia de las religiones minoritarias locales, así como la de otros países y sus religiones: los griegos de la Antigüedad, los israelíes de la Antigüedad, los orígenes del islam, el confucianismo chino y mucho más. No refrendaría ni promovería ninguna versión concreta de ninguna religión (ni de ninguna ideología). Hay muchas maneras de ser religioso y todas ellas reconocidas, todas ellas protegidas y ninguna de ellas priorizada por el adjetivo “liberal”.
La mayoría de la gente probablemente piense que un judío o un católico liberales (o un liberal que profese cualquier otra fe) es un judío o un católico que vota a los Demócratas. Esto es en parte cierto, pues el adjetivo “liberal” se puede transferir, y por eso es probable que los creyentes liberales sean demócratas liberales y (en Estados Unidos) liberales adeptos del New Deal o socialdemócratas. Durante muchos años este tipo de hombres y mujeres han apoyado al Partido Demócrata. Pero hemos visto (al menos en el pasado) republicanos liberales que defienden la democracia constitucional, creen en un sistema judicial independiente, están cómodos en una sociedad pluralista y esperan rotar en su cargo político.
Es interesante la cuestión de si existen los grupos, partidos, ideologías o identidades que no puedan ser modificados por el adjetivo “liberal”. ¿Se puede ser, por ejemplo, un hombre judío ultraortodoxo liberal o un hombre cristiano fundamentalista liberal? Esos adjetivos no casan bien. Tal vez algunos individuos con talento y flexibilidad sean capaces de conciliar unos y otros adjetivos (tendrían que estar dispuestos a concebir a las mujeres como iguales), pero sospecho que sus correligionarios dirían que son ovejas descarriadas. Los dogmáticos de la religión, cualquiera que sea su dogma, no pueden ser liberales. Como acabo de decir, es posible que haya republicanos liberales, aunque en la actualidad no se los vea; y conservadores liberales, también. Ya he expresado mis dudas respecto a un comunista liberal; la versión estalinista del comunismo sin duda no tolera el adjetivo, aunque estoy convencido de que hay comunistas liberales —desde luego sí los hubo en el siglo XIX, y tal vez los haya ahora— que creen en una pluralidad de comunidades de diferentes tipos. Está claro que los fascistas y los nazis no pueden ser liberales. El totalitarismo es el modelo ideal de la política iliberal.
Una monarquía liberal es posible, motivo por el que empleo el adjetivo “absoluto” para describir su versión iliberal. Un monarca liberal reina solo y no rota en su cargo público, pero él o ella admite una política pluralista con límites constitucionales y una pluralidad de religiones.
Creo que el despotismo puede ser ilustrado, como algunos de los déspotas del siglo XVIII afirmaban ser, pero no liberal. Ni tampoco puede la tiranía convivir con el modificador “liberal”. Dudo de la posibilidad de una oligarquía liberal, pero una aristocracia liberal (acorde con Jefferson) es concebible en tanto en cuanto la pertenencia a ella no sea hereditaria. La competencia en excelencia y virtud, así como la movilidad social que esta produce, podría tener algunos de los rasgos de la rotación en los cargos públicos.
La mayoría de estos posibles usos del adjetivo “liberal” no son relevantes hoy en día. Pero aquellos con los que empecé no solo me parecen relevantes, sino de una trascendencia fundamental para la política contemporánea. Necesitamos demócratas liberales para combatir el nuevo populismo; socialistas liberales para combatir el frecuente autoritarismo de los regímenes de izquierdas; nacionalistas liberales para combatir los nacionalismos actuales, xenófobos, antiislámicos y antisemitas; comunitaristas liberales para combatir las pasiones exclusivistas y el fiero partidismo de algunos grupos basados en la “identidad”; y judíos, cristianos, musulmanes, hindúes y budistas liberales para combatir el inesperado regreso del fanatismo religioso. Estas son algunas de las batallas políticas más importantes de nuestra época, y el adjetivo “liberal” es nuestra arma más importante.
Traducción de News Clips.