Democracia y Política

Encrucijadas gastronómico-políticas

 

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Un viejo dicho de ese reconocido filósofo y antropólogo del béisbol llamado Yogi Berra afirma que si usted llegase a encontrar una encrucijada en el camino, no dude: tómela. Así parecieran estar los ánimos en los movimientos políticos, otrora ideológicos, en el planeta. Faltos de ideas originales, recurren a la hora de decidir a los mismos, viejos, instintos. Para los antiguos partidos de masas, esta última no está para bollos.

No es que no hayan partidos socialdemócratas, democristianos, conservadores, radicales, liberales. Las franquicias de la gastronomía política siguen allí, pero con las ya conocidas y trajinadas ofertas de siempre, por ello, su decadencia luce cada día más notoria. Dependiendo del país nos ofrecerán alguna vieja receta de arepa de chicharrón, feijoada, paella a la valenciana, pastel de choclo, fish and chips, lasaña, borsch, sushi, ceviche, dulce de leche, tamales. ¿Dónde están, en la política de hoy, los equivalentes a la comida molecular, o a la nueva cocina ecológica de la neo-gastronomía? Mal debe andar la gastro-política cuando los ejemplos que insisten en mostrarnos vienen de las muy lejanas parroquias gastronómicas escandinavas.

De los hornos partidistas no salen ideas o platos nuevos hace décadas. La gastronomía política todavía está discutiendo –los pocos que lo hacen- las obras de los equivalentes de, por ejemplo, Marco Vinicius Apicius, Escoffier, o Paul Bocusse (sobre todo los democristianos, tan apegados ellos a los autores franceses e italianos). La gastro-política contemporánea más reciente ofrece un Pedro Sánchez o un Iglesias, un Peña Nieto, un Putin, un Maduro. ¿Cuándo producirá la política su Ferrán Adriá, su René Redzepi o su Mássimo Bottura? En cambio, hasta platos indigestos de un supuesto chef Donald Trump están recibiendo aplausos en algunas parroquias.

Faltos de ideas novedosas en su cocina, los gastro-políticos han optado por piratearse los platos de sus vecinos, otrora rivales (incluso ya hay Partidos Piratas, con éxito variado en las tabernas europeas). Ya no es extraño oír a un socialista hablar de subsidiaridad, a un conservador hablar del matrimonio gay, a un liberal aceptar la intervención estatal en comarcas de la vida privada de los ciudadanos, o a un democristiano ponerse sin ambages la camisa de fuerza igualitaria del viejo socialismo.

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Ello es así porque, si bien se ha alejado de los fogones donde se originan y cuecen las ideas, lo que nunca abandonará un político es su razón de ser: el poder. Y como en materia de ideas una de moda es el relativismo, sobre todo si viene servido con aderezos neo-maquiavélicos, una frase que se esconde detrás de todo manual del practicante de la política de hoy –que no un político- es que, a la hora de sacrificarse por los ciudadanos, todo es válido y posible.

La real generación de ideas se ha trasladado desde las sedes partidistas a la academia, a las universidades, a la sociedad civil. Así, no es de extrañar la creciente pérdida de influencia social de los caldos tradicionales de la política, y el perenne favoritismo, sobre todo entre los votantes-consumidores más jóvenes, de la llamada fast-food gringa; a fin de cuentas, es fácil de conseguir y siempre viene con nuevas ofertas de todo tipo. Y ello a pesar de un intento de invasión de esas cocinas por aquellos que quieren reducir la gastro-política norteamericana a unos aparentes “Tea-Parties”.

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Mientras el mundo se globaliza y usted puede desde su casa reservar una mesa en el restaurant de su preferencia en Barcelona, Londres, Lima, Santiago, Río o México (claro, si tiene $$$), o adquirir los productos más exóticos y las salsas más refinadas, las sedes de la gastro-política se mantienen como en la centuria pasada. El mundo es global, pero la política es un minifundio, incapaz de articularse como alternativa de nada. Los ciudadanos no ven reales opciones; el menú, al final de cuentas, es siempre el mismo. A los gastro-políticos parece interesarles sólo los guisos. Por ello, su oferta siempre indigesta a los consumidores.

Los gastro-políticos han permitido que las decisiones sobre el menú, sobre lo que se cocina y cómo, las tomen los que financian los comedores: la banca y el mundo de las finanzas han asumido roles que siempre fueron de la política. El bien común, plato que estuvo siempre de moda en las recetas de la gastro-política, es tan fácil de conseguir en los actuales momentos como la legendaria Garum, la salsa de pescado favorita en la antigua cocina imperial romana. El mundo, para esta nueva coalición gastro-política-económica, es simplemente un supermercado.

Por estas tierras latinoamericanas, observamos buenos tiempos para la gastronomía peruana, y para su economía. En Venezuela, donde la oferta gastronómica se ha reducido al punto de que el gobierno llegó a ofrecer la construcción de gallineros verticales y el pescado (cuando se consigue) cuesta como si Venezuela no tuviera costa Caribe sino que estuviera ubicada en lo más profundo del desierto de Gobi, tenemos a un gastro-presidente que se equivoca hasta dormido. La sociedad venezolana es una sociedad rota, impulsada a límites nunca vistos o vividos, y por los vientos que soplan quieren llevarla a imitar los usos y costumbres gastro-políticos de una sociedad caracterizada por sus problemas en la oferta: la Cuba castrista.

Los nuevos chefs de la gastro-política, si quieren revivir sus braseros y estufas, deberán ofrecer una combinación esmerada y eficaz de nuevas ideas y recetas, credibilidad basada en el hecho y no sólo en el verbo (que, como el papel, aguanta todo), propósito de enmienda, espíritu de regeneración. ¿Hay hoy gastro-partidos que ofrezcan ello? Hasta ahora, mientras los gastro-demócratas se miran el ombligo y cuidan los asuntos nacionales, los gastro-tiranos se ofrecen como producto de exportación: allí están las ambiciones del chavismo hoy madurismo, o del putinismo, a pesar de sus recetas de la Edad de Piedra.

La gastro-política democrática no tiene alternativa; o cambia sus ingredientes, fogones y menús, o seguirá cometiendo –en palabras de Yogi Berra- los “mismos errores equivocados.”

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