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El peligro de las ideas más grandes que nosotros mismos

Los dos totalitarismos más criminales de la historia fueron posibles porque consiguieron convencer a personas corrientes de que eran parte esencial de una idea más grande que ellos mismos

“Hasta ahora yo era un hombre frío que quería saber, que andaba tras la verdad. Ahora soy un ser humano al que le recuerdan a diario que es un ser humano. No con palabras, sino con la realidad de mi compañera de vida que exige en silencio: ¡no pretenderás que ya has hecho lo suficiente con tus logros intelectuales!”.

Antonia Grunenberg recoge esta cita de Karl Jaspers al inicio de su libro Hannah Arendt y Martin Heidegger. History of a love (Indiana University Press 2017), que reconstruye la relación amorosa entre los dos pensadores. Más adelante, entresacadas de su abundante correspondencia, encontramos otras cartas de Martin Heidegger. Quizá la más impactante sea la carta que el filósofo escribe a su mujer, Elfride, el 14 de febrero de 1950. En ella relata la erótica -e infiel- pasión que lo arrastra en cada ocasión que su trabajo lo eleva y le permite poner en palabras lo que antes solo podía ser intuido. Ya en cartas anteriores, dirigidas a Hannah Arendt, describe como una experiencia trascendente -“la experiencia humana más magnífica que he experimentado”– la necesaria interrupción de toda conexión humana durante los procesos de su pensamiento creativo. Esas rupturas le hacían sufrir, “pero también le permitían acumular una fuerza inmensa”, explica Antonia.

En Mr. Jones, la película de Agnieszka Holland sobre el Holodomor de Ucrania, Walter Duranty -corresponsal del New York Times en Moscú y premiado con el Pulitzer por lo que entonces se creía que eran crónicas del gran experimento comunista- justifica sus actos al servicio del gobierno soviético: él forma parte de un proyecto más grande que ellos mismos. La misma respuesta la encontramos varias veces en boca de distintos protagonistas.

Los dos totalitarismos más criminales de la historia fueron posibles porque consiguieron convencer a personas corrientes de que eran parte esencial de una idea más grande que ellos mismos. La transformación y el nacimiento de un hombre superior era un fin que justificaba cualquier medio.

Los individuos se atan unos a otros con lazos de afecto y las sociedades se obligan a través de leyes y procedimientos

Las grandes ideas son difíciles de dominar y escapan en el instante en que olvidamos que el ser humano es la única medida de cualquier tarea. Quizá por eso la pequeña escala que aparece en el pensamiento de Jaspers –el amor de su “compañera de vida”, que era judía- le permitió ver con claridad allí donde su amigo se cegó. Él, a diferencia de Heidegger, tenía una jaula en la que mantener atrapada una idea más grande que él mismo.

No hay mente, privilegiada o no, que pueda enfrentarse desarmada a semejante tentación. Por eso, en tiempos de cordura y generosidad, levantamos muros contra los que chocarnos cuando enloquezcamos: los individuos se atan unos a otros con lazos de afecto y las sociedades se obligan a través de leyes y procedimientos.

Los amantes y el perdón

Las ideas más grandes que nosotros mismos son los frutos alucinógenos que producen la soberbia en las mentes dotadas y la patética vanidad en las mediocres. A través de un proceso de atomización de la lógica, esos colaboradores necesarios pueden justificar con exquisita pulcritud cada uno de sus pasos hacia el abismo.

El pasado miércoles 14 de octubre, Hannah Arendt habría cumplido 114 años. Una semana antes, durante un seminario sobre su obra, tuve la oportunidad de conocer a Antonia Grunenberg. Le hicimos la pregunta para la que tanta gente parecía tener una sencilla respuesta. Arendt y Heidegger. La pensadora judía y el filósofo que abrazó el nazismo. Los amantes y el perdón.

Su respuesta fue un gesto entre divertido y cansado. Había que leer todo un libro si de verdad queríamos preguntar en serio. Había que querer comprender.

Recorrí Berlín. Sus aceras están salpicadas de adoquines dorados llenos de nombres y dibujada como una cicatriz, la franja de la muerte atraviesa la calzada. Son un recordatorio constante de lo que podemos esperar de nosotros mismos cuando proclamamos que somos mejores, nuestra ideología es más pura y podemos prescindir de los molestos diques que levantaron nuestros padres.

Ellos aprendieron de la manera más terrible que no somos más que seres humanos con una inclinación exagerada al endiosamiento.

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