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Cientos de muertos diarios no son importantes

Seguramente, ese concepto tan cursi que es el de ‘resiliencia‘ esconda la clave del avance humano. Contó Javier Reverte en uno de sus libros las aventuras de los exploradores que buscaban una vía para navegar, entre el hielo, desde el Atlántico hasta el Pacífico. Como el verano dura apenas unas semanas en esa región, los tripulantes debían pasar el invierno a muchos grados bajo cero, entre el angustiante blanco polar. Los primeros, murieron de frío, pues los uniformes de la marina no les otorgaban la protección necesaria. Pero, posteriormente, observaron cómo los esquimales se vestían con la piel engrasada de los mamíferos de la zona y les copiaron. Entonces, sobrevivieron y lograron abrir una nueva ruta marítima.

La resiliencia impulsa a los hombres a superarse, pero también a obviar las calamidades que suceden a su alrededor. Quizá por eso el alma se helaba la pasada primavera cuando los informativos de televisión hablaban de los cientos de muertes diarias que ocasionaba el coronavirus, pero ahora el dato ya no impresiona, pese a que hay días en que los fallecimientos se han contado por centenares durante la segunda ola.

La propaganda gubernamental y nuestra propia estupidez congénita han hecho que reparemos en tecnicismos, pero olvidemos a los muertos. Remarcamos el ascenso o el descenso de la tasa de positividad, de los contagios y de las camas ocupadas en los hospitales. Celebramos el supuesto porcentaje de efectividad de las futuras vacunas y memorizamos el grado de protección de cada tipo de mascarilla. Pero pocos conceden la importancia que se merece al dato de fallecidos. Tanto en los geriátricos como en las UCI. O por el camino.

Mecanismo de defensa

Hemos decidido dejar a los muertos a la sombra, como si la covid hubiera dejado de ser letal. Lo hemos hecho porque las centenares de víctimas diarias ya no impresionan tanto, pero también por propia conveniencia, pues la existencia es finita y el estado de alarma y constricción personal no pueden durar para siempre, pues todo proyecto insatisfecho es, en realidad, una oportunidad perdida. Y el confinamiento y las limitaciones generan eso, precisamente.

Pero la gente muere y lo hace todavía sin la compañía de ningún familiar en la UCI y con aforo restringido en los velatorios y los cementerios. Tal es así que hay hijos que tienen que echar a suertes quién puede y quién no despedir al padre, lo que tiene un insoportable toque patético que no merece la pena obviar.

Hemos decidido dejar a los muertos a la sombra, como si la covid hubiera dejado de ser letal. Lo hemos hecho porque las centenares de víctimas diarias ya no impresionan tanto, pero también por propia conveniencia

La política se empeñó hace ya unos cuantos meses en esconder debajo de la cama a las víctimas de esta enfermedad. Fue antes del verano cuando decidió convocar un funeral de Estado y dar carpetazo a la pandemia. El acto sirvió para recordar a los caídos, pero también para dar esquinazo a los que estaban por venir. En primer lugar, porque había un verano por delante y el turismo es un sector económico fundamental; y, en segundo lugar, porque extender la crisis en el tiempo implicaría un irremediable desgaste para el Gobierno.

También ha convenido últimamente volver a poner sobre el tapete a otras víctimas, que son las del terrorismo (casi siempre tan maltratadas), pues eso podía ayudar a decantar el debate político de uno y otro lado. Mientras se hablaba de eso, fallecían enfermos de covid en los hospitales a los que apenas si se prestaba ninguna atención mediática. Y los ciudadanos ya casi ni lo reclamaban, pues querían seguir con su vida sin pensar mucho en la muerte, en la actitud más frecuente e imprudente que existe.

El mundo superó el pasado 25 de noviembre los 60 millones de contagios. Un día después, se rebasaba por primera vez la barrera de los 12.000 muertos diarios. La eficacia de las primeras vacunas para frenar la pandemia está todavía por ver -y ojalá que lo sean-, lo que podría provocar que el contador de fallecimientos aumente de forma importante durante los próximos meses. De momento, nos hemos acostumbrado a verlo subir. O hemos optado por no mirarlo más. Por asimilar como normal una realidad trágica de la que intentamos huir, quizá sin ser del todo conscientes de lo que puede condicionar nuestro futuro.

Se ha activado en una parte de la población uno de los mecanismos de defensa más comunes, que es el de la disociación; y eso es probable que sea necesario para continuar, pero deshumaniza a la sociedad, pues ha dejado a los muertos de lado, salvo que sean los de cada uno. Al Gobierno esto le viene bien, dado que los cadáveres que en primavera le debilitaban ahora resultan inofensivos. Y eso no deja de ser triste.

 

 

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