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Murillo: Los colores de Sheila

Nunca nos gustó que Sheila fuera pelirroja, ni que tuviera pecas, ni que fuera la única que calzaba unos radiantes zapatos nuevos cada seis meses, ni que fuera dueña del estuche de colores más impresionante que jamás habíamos visto.

Las niñas también sabemos ser crueles, la gotita de condición humana que lleva una dosis de envidia llevaba ya algunos años corriendo por nuestras venas. Por las mías, al menos.

Para desgracia de Sheila, su madre tenía una pescadería, un local en un mercado del centro. Así que además de todo, los lunes, la pobre Sheila olía a pescado; supongo que pasaba los fines de semana con su madre trabajando. Es impresionante cómo el olor del pescado se resiste a abandonar la piel por más que la ropa esté limpia y haya muchos baños de por medio.

Nos solazábamos molestándola, diciéndole cosas horribles, arrugando la nariz al pasar junto a ella. “Sheila es un charal”, “apestas”, “en tu casa no conocen el agua”. Ella aguantaba estoica, pero cuando nos metíamos con su madre invariablemente terminaba llorando: “seguro tu mamá tampoco se baña”, esa solía ser la estocada final con la que levantábamos nuestro pequeño y miserable triunfo sobre ella.

Una mañana la maestra de Español nos asignó como compañeras de trabajo para un proyecto. Una de las dos debía hacer una ilustración y la otra escribir una historia inspirada en el dibujo.

A regañadientes me senté junto a ella y le dije, sin consultar, que yo escribiría y que ella haría el dibujo. Punto. Aquella decisión disfrazada de aplomo venía de una inseguridad mía, desde luego, yo no tenía un estuche de colores tan lindo como el de ella. Movió la cabeza afirmando.

Entonces sacó su espectacular estuche Prismacolor y lo extendió frente a mí, yo hice como que no me impresionaba ese abanico colorido que para cualquiera de nosotras significaba el paraíso. Sheila escogió el color blanco, eso me intrigó. Luego me preguntó si me parecía bien que dibujara a una mujer, a una modelo de pasarela. Yo me encogí de hombros pero por dentro me consumía, ¿quién empieza un dibujo con color blanco?

Entonces presencié, no lo supe entonces pero lo sé ahora, el milagro de ver a una niña desplegando su talento, su vocación, aquello para lo que nació en la vida. Con unos trazos nada infantiles delineó a su modelo de pasarela usando el color blanco. Luego fue pintando los brazos y el rostro con ese que llamábamos color carne, después le diseñó un vestido rojo alucinante sobre el cuerpo y una cabellera también roja y rizada, desde luego, como la suya. A mí se me caía la baba.

Cuando terminó me preguntó si yo creía que le faltaba algo. Sugerí unas zapatillas puntales como las de plástico que le ponía a mis muñecas imitación de Barbie compradas en el mercado sobre ruedas. Me hizo caso, le puso unos estiletos morados a su prodigiosa modelo.

Deslizó la hoja hacia mí y dijo “te toca”. Se levantó y pidió permiso para ir al baño.

Me gustaría decir que como incipiente escritora estuve a la altura pero no, digamos que hice lo mejor que pude. De cualquier manera nuestro trabajo fue el mejor de todos, por mucho. La maestra elogió tanto el dibujo como lo historia pero yo sabía que lo verdaderamente bueno, era lo que Sheila había hecho.

A partir de ese día dejé de molestarla, incluso me atreví a defenderla cuando las otras niñas la insultaban. No nos hicimos amigas pero yo había aprendido a respetarla. Al año siguiente la cambiaron de escuela.

Y como veinte años no es nada y treinta menos, hará cosa de unos días que navegando en Instagram me encontré con una Sheila, cuenta autentificada y todo, que es modelo de las prendas que ella misma diseña. Es el mismo rostro, el mismo pelo rizado —ahora menos rojo y más rubio—, las mismas pecas.

No, no le voy a preguntar si es ella. No le voy a preguntar si se acuerda de mí. Tengo miedo de que me diga que no es o que no se acuerda de aquellos años.

Pero no pude evitar el vuelco en el corazón, una mezcla de nostalgia avergonzada con el profundo deseo de que si es ella o es otra, Sheila esté rompiéndola en el mundo, desplegando sus infinitos colores frente a la grisura de la que a veces hacemos gala torpemente los otros, los heridos por la envidia.

Brava, pelirroja.

 

 

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