Laberintos: La sentencia contra Leopoldo López y las elecciones del 6 de diciembre
¿Hacia dónde se dirige Venezuela? Sin la menor duda, las elecciones parlamentarias convocadas por el Consejo Nacional Electoral para el próximo 6 de diciembre constituyen el foco de esta etapa del proceso político venezolano y, sin la menor duda, resulta válido pensar que después de ese día todo, para bien o para mal, será distinto en el país. Sólo en el marco de esa fecha fatal puede entenderse cabalmente el significado real de la condena dictada el pasado jueves contra Leopoldo López, encarcelado desde hace más de 18 meses por motivos exclusivamente políticos, y desde la noche del 10 de septiembre condenado a 13 años y 9 meses de prisión.
Me parece oportuno destacar que el mayor aporte de Hugo Chávez a la causa de la revolución socialista en América Latina fue sustituir, primero, la lucha armada como vía rápida para conquistar el poder y, luego el terror para conservarlo, por sucesivas y audaces circunvalaciones electorales, perfectamente controladas desde la cúpula de un poder cada día más absoluto , con el idéntico propósito de pulverizar la democracia representativa como fundamento político de la vida pública en Venezuela y en el resto de la región. En otras palabras, buscar la misma meta de la experiencia cubana, pero por otros medios que, en lugar de generar desconfianza y hostilidad en el entorno, le impriman al empeño un origen en apariencia legítimo, incluso irreprochable, y una respetabilidad duradera.
Chávez demostró, además, que a fuerza del populismo más desenfrenado era fácil terminar de desacreditar a la clase política tradicional, herida de muerte por la corrupción y las consecuencias devastadoras del neoliberalismo salvaje aplicado sin mucha piedad. Y que por el sendero de la indignación resultaba fácil derrotar a los partidos tradicionales con sus propias armas electorales, redactar nuevas constituciones para crear condiciones propicias para avanzar por los caminos de la ruptura aunque convenientemente adornados con algunas formalidades de la vieja democracia que se aspiraba a liquidar y por último imponer reelecciones indefinidas celebradas periódicamente pero sujetas a las reglas del más feroz ventajismo oficial.
Tras el ejemplo de Chávez vinieron Evo Morales, Rafael Correa y la imprevista resurrección de Daniel Ortega, Cuba se instaló por fin en el punto más elevado del altar latinoamericano, y a su alrededor se fueron colocando Luiz Inácio Lula da Silva, Dilma Rouseff, Néstor y Cristina Kirchner, en menor grado Michele Bachelet, Ernesto Samper e incluso Juan Manuel Santos después de llegar a la Presidencia de su país, hasta que la crisis generada por Nicolás Maduro en la frontera lo obligó a tomar partido por los intereses de Colombia.
La realidad electoral
Sin embargo, en esta geografía de lo que Chávez pensó convertir en una constelación de naciones unidas en torno suyo por el “socialismo del siglo XXI” según las definiciones del profesor Heinz Dieterich, a quien pronto designó como su más cercano asesor político, se produjo el contratiempo que significó la temprana muerte del ex teniente coronel golpista y su decisión de nombrar a Nicolás Maduro, entonces canciller de Venezuela, como su sucesor. Poco cuentan a estas horas las razones que impulsaron a Chávez a cometer tamaño error, probablemente porque en su entorno no había otros aspirantes con mejores credenciales, o porque el principal contendor de Maduro en esa sorda carrera por aprovechar el momento, Diosdado Cabello, de conocida filiación anti-comunista a pesar de su aceptación práctica de la nueva Venezuela en construcción, no era ni es visto en Cuba con buenos ojos.
Lo cierto es que Maduro, ya instalado en el Palacio de Miraflores, puso en evidencia desde el primer momento no estar a la altura de las circunstancias. En un principio supo resistir los embates de esta realidad imitando a Chávez hasta en el tono de su voz, tratando en todo momento de no ser él mismo sino una suerte de encarnación del líder desaparecido, y hasta se inventó aquella patética historia de que el espíritu inquieto de Chávez le hablaba al oído y lo aconsejaba desde el más allá por intermedio de un pajarito. Pero a pesar de todos estos esfuerzos, muy pocos meses después de asumir la Presidencia, el poderoso movimiento de masas que fue el chavismo, ahora sin su líder al frente, comenzó a perder su impulso arrollador. Hasta llegar a esta emboscada del 6 de diciembre, en la que según todas las encuestas cae Maduro con un nivel de rechazo próximo al 80 por ciento. Hoy por hoy, hundida Venezuela en la peor crisis de su historia, y a sólo tres meses de unas elecciones parlamentarias que en otras coyunturas podrían darle al poder político un vuelco decisivo, todas esas encuestas indican que haga lo que haga el régimen, si las elecciones del 6 D fueran libres y transparentes, la oposición derrotaría al oficialismo por tal cantidad de votos, que tanto las habituales triquiñuelas del CNE como el acostumbrado ventajismo sin pudor de los poderes públicos serían insuficientes para eludir la catástrofe.
¿Significa esta nueva realidad electoral que en este caso el régimen se vería obligado a reconocer una eventual victoria opositora? Por supuesto que no. Llegados a esta encrucijada del camino, pienso que Maduro se arrancaría los pocos jirones de su careta de gobernante más o menos democrático que aún disimulan sus verdaderas intenciones y recurriría al fraude más desvergonzado y estruendoso. Sin vacilar y sin importarle ya para nada poner al descubierto la auténtica y perversa naturaleza anti-democrática de su mandato.
Las opciones de Maduro
El régimen condenó a López porque de ninguna manera está dispuesto a consentir su presencia perturbadora del orden “revolucionario” en las calles de Venezuela. Un peligro que se acentuaría muy significativamente si era puesto en libertad antes de las elecciones parlamentarias. De acuerdo con este razonamiento unidimensional, el régimen no puede permitirse el exótico lujo de someterse al juicio imparcial de los ciudadanos y mucho menos con Leopoldo López en plena efervescencia aprovechando la cárcel provisional como plataforma política. Hasta hace poco, puesto a escoger, la opción ideal de Maduro para que las cosas sigan como están sería, por una parte, dejar de lado el caso López dándole largas indefinidas al juicio político del dirigente de la oposición con mayor popularidad; por la otra, posponer la fecha de las elecciones para otro momento menos desfavorable, como hizo Chávez en 2003, cuando el CNE y el Tribunal Supremo de Justicia le permitieron ir posponiendo la convocatoria al referendo revocatorio hasta que las misiones de beneficencia y la naturalización irregular de millones de inmigrantes colombianos, ecuatorianos y peruanos, casi todos indocumentados, medidas que según contó el propio Chávez le había sugerido Fidel Castro, consiguieron elevar notablemente el caudal de votos a favor del régimen.
En definitiva, ese no hacer nada mientras espera que se produzca un milagro salvador ha sido su estilo de gobernar. Pero a la luz de lo que viene ocurriendo desde junio, cuando Maduro, de repente, denunció la pretensión de Guyana de no reconocer la región del Esequibo como territorio en legítima reclamación por parte de Venezuela y amenazó a Guyana hasta con la guerra, todo permite suponer que ha decidido emprender una ruta muy distinta, la de no prolongar la agonía con desenlace incierto del régimen y tomar por asalto, a pesar de sus consecuencias, el futuro político del país.
La prisión de Leopoldo López
Como decíamos, la primera señal de que se preparaba algo no previsto fue la denuncia oficial de que el gobierno de Guyana había autorizado a la Exxon Mobil a hacer exploraciones en busca de petróleo en las aguas que corresponden a la zona en reclamación. Esta reacción de Venezuela llamaba la atención, porque Chávez, a lo largo de su Presidencia, había dejado muy en claro que si en verdad se buscaba la solidaridad y la integración regional, carecía de sentido entregarse a una innecesaria confrontación territorial heredada de tiempos coloniales. A partir de esta definición política, llegó incluso a declarar que Guyana, mientras Caracas y Georgetown seguían tratando de hallar una solución satisfactoria para ambas naciones, tenía pleno derecho a explotar comercialmente la riqueza del Esequibo.
La escalada de este conflicto cuyo objetivo era hacer vibrar las cuerdas del ultranacionalismo venezolano con fines exclusivamente electorales, se frenó por sorpresa, al parecer, por la abierta solidaridad del Caricom con la posición guyanesa, y porque Cuba, cuya zona de expansión natural son las pequeñas naciones caribeñas asociadas en el Caricom, le “aconsejó” a Maduro cancelar este proyecto. Fue entonces que el régimen se sacó de la manga el conflicto en la frontera con Colombia, históricamente un espacio de controversial confluencia binacional, con un tránsito extraordinario de personas y mercancías, en unos casos dentro de la ley, en buena parte fuera de ella. Contrabando de productos y personas por los llamados caminos verdes, que ahora, con la desproporción inmensa en los precios de la gasolina y otros artículos de consumo básico, ha desatado el desarrollo vertiginoso de un contrabando de extracción hacia Colombia, que el régimen ha señalado como causa fundamental del desabastecimiento y las colas que consumen la paciencia y el ánimo de los venezolanos. De acuerdo con este argumento, el contrabando en la frontera sería un aspecto crucial de la llamada “guerra económica”, agresión desatada, según la propaganda oficial, por los enemigos nacionales e internacionales de la revolución y del pueblo con la colaboración de los paramilitares colombianos, bajo el mando supremo, también según la propaganda oficial, del ex presidente Álvaro Uribe.
La consecuencia natural de esta situación ya es historia. Primero, el cierre de la frontera colombo-venezolana entre San Antonio del Táchira y Cúcuta, en el Norte de Santander, y más recientemente en la Goajira, con declaración de estados de excepción en numerosos municipios. Es decir, la militarización de extensas regiones venezolanas y la amenaza de extenderlas a nuevos territorios, sin la menor duda, con la intención de entorpecer seriamente la celebración de las dichosas elecciones parlamentarias de diciembre. Dentro de este esquema habría que colocar la sentencia contra Leopoldo López.
Según el conocido columnista Héctor Schamis, con la votación solicitada por Juan Manuel Santos a la OEA hace dos semanas, Maduro obtuvo una victoria política de primer orden. De allí salió “fortalecido”, escribió en la edición de El País correspondiente al sábado pasado. “Se cargó a Colombia y a la región, pero también se cargó a Leopoldo López y la esperanza de los venezolanos. Maduro recibió un cheque en blanco en esa elección. Anoche (se refiere a la noche del jueves) escribió la cifra de su preferencia, 13 años, y pasó por ventanilla a cobrar… Ya es más difícil pensar que las elecciones del 6 de diciembre en Venezuela sean libres, o que el chavismo algún día dejará el poder.”
Días antes, sin embargo, el 3 de septiembre, Heinz Dieterich, ahora muy descontento ex asesor político de Chávez, en su último y demoledor análisis de la situación venezolana, sostiene todo lo contrario: “La derrota electoral del gobierno venezolano en las elecciones de diciembre 2015 (considera que se celebrarán tal como están previstas y que este resultado es indiscutible) será el golpe final para el Desarrollismo y la Patria Grande que Hugo Chávez … (y otros), con la colaboración del socialismo del siglo XX, Fidel, Raúl, pretendieron construir.”
Más allá de la duda que provocan estas opiniones encontradas, de algo sí podemos estar seguros. Venezuela recorre estos días el comienzo de un sendero espinoso, al final del cual nada permanecerá en su sitio. La sentencia contra Leopoldo López el jueves 10 de septiembre fue el primer paso. Las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre, se celebren o no, será el último. A partir de ahí se abrirá el abismo, o la esperanza en un futuro mejor comenzará a hacerse realidad. Sólo entonces sabremos qué pasará realmente en Venezuela.