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Armando Durán / Laberintos: ¿Qué hará Joe Biden con Cuba + Venezuela?

 

Esta semana, en el Senado de Estados Unidos, comenzará el juicio político a Donald Trump acusado de “instigar a la insurrección” con la arenga que le dirigió a sus partidarios el 6 de enero, a las puertas del Capitolio. Mientras tanto, no muy lejos, en la Casa Blanca, Joe Biden continuará ocupándose de la urgente tarea de reordenar sanitaria y económicamente al país, sumido en un caos de proporciones históricas, por culpa de la errática política de Trump para enfrentar la letal amenaza del Covid-19. Pronto, sin embargo, tendrá Biden que ocuparse de otros temas también prioritarios, entre ellos, el diseño de una política exterior que restablezca los hilos sobre los que antes de Trump se sostenían las relaciones de Estados Unidos con el resto del mundo. Un eventual catálogo de acciones por tomar, que desde hace semanas llevan a cubanos y venezolanos de todas las tendencias a preguntarse cuál será el rumbo que finalmente le fije Biden a su gobierno para sacudirse de los zapatos esas dos persistentes piedras que son Cuba y Venezuela.

Recordemos que el 17 de diciembre de 2014 Barak Obama rompió el hielo de la hostilidad y los desencuentros que desde 1959 espesaba las aguas del estrecho de la Florida con una sorpresiva conversación telefónica de 45 minutos con Raúl Castro. Una decisión teóricamente acertada, pero que en el terreno implacable de la realidad terminó siendo un grave error, porque los negociadores estadounidenses en ningún momento tuvieron en cuenta los recovecos y trampas habituales de la diplomacia revolucionaria cubana. Un desliz que Castro aprovechó a fondo para beneficiarse, sin necesidad de satisfacer en absoluto las expectativas de una progresiva apertura política en Cuba a cambio de la elástica generosidad de Obama. Dos años y tantos después, Donald Trump, entonces recién electo presidente de Estados, le dio un brusco vuelco a esa política con un discurso particularmente agresivo y una serie interminable de medidas coercitivas y sanciones que culminaron este mismo mes de enero con el reingreso de Cuba al negro listado de gobiernos que propician el terrorismo internacional.

El caso de Venezuela ha sido diferente. En primer lugar, porque Hugo Chávez no conquistó el poder por la vía de la lucha armada, aunque si lo intentó, sino a punta de votos. Es decir, democráticamente. Luego, poco a poco, por ocultas razones y confusiones ideológicas, o simplemente seducido por la épica de la Sierra Maestra y el carisma irresistible de Fidel Castro, estableció con el líder cubano estrechísimos lazos de amistad y una alianza política sin precedentes en la historia de América Latina. La Cuba revolucionaria, pobre de solemnidad que después del derrumbe del muro de Berlín y el fin de la guerra fría sobrevivía a muy duras penas, pero en todo momento resuelta tercamente a resistir hasta el último suspiro, de improviso, con Chávez encontró la mano abierta de un aliado incondicional y multimillonario. Un vínculo que les permitió prometerle a la región conquistar el cielo en la tierra, sin que el radical sueño socialista y antiyanki de la revolución cubana apartara del todo al naciente régimen chavista del libreto formal de la democracia: pluripartidismo, libertad de prensa y frecuentes peripecias electorales. Astuta reinterpretación de la realidad encaminada a liquidar sin excesivos contratiempos, los valores políticos esenciales de la democracia, de la propiedad privada y de la relación con Estados Unidos, su principal socio comercial. De ahí en adelante, sin disparar un solo tiro, el dúo Castro-Chávez logro crear una vasta coalición de naturaleza clientelar, entre otros, con los gobiernos de Brasil, Bolivia, Ecuador, Argentina, Chile y Uruguay, y poner en marcha, gracias al liderazgo de Castro y a los petrodólares de Chávez cambios profundos en las relaciones entre el norte y el sur del continente americano.

Los sucesivos fracasos de Washington para encarar este desafío colocan ahora al presidente Biden ante una incógnita muy difícil de despejar. ¿Qué camino emprender para no cometer los mismos errores del pasado? Los gobiernos de Cuba, Venezuela y la Unión Europea esperan que Biden retome el camino Obama. En cambio, quienes adversan cualquier entendimiento con el enemigo rojo-rojito, insisten en conservar el discurso agresivo de Trump y endurecer aún más las sanciones que actualmente se le aplican a Cuba y Venezuela, aunque los hechos demuestran hasta la saciedad que las sanciones, por duras que sean, jamás propiciarán por sí solas el salto dialéctico que permita la transición de la dictadura a la democracia.

A primera vista se tiene la impresión de que cualquier iniciativa que tome Washington para superar el reto está condenada al fracaso de antemano. Entre otras razones, porque hasta ahora los gobiernos de Bill Clinton, Geoge W. Bush, Barak Obama y Donald Trump se han dejado confundir porque los orígenes y desarrollos de los regímenes de Cuba y Venezuela son diferentes; sin comprender en ningún momento la naturaleza ni los alcances internacionales de la alianza Cuba-Venezuela. Un desconocimiento que hizo caer a Obama en la trampa de ir a La Habana en amable visita familiar, levantarle las sanciones a Cuba y además el resurgimiento del turismo yanki a la isla, del comercio entre las dos naciones y comenzar a llenar de dólares contantes y sonantes las vacías arcas fidelistas.

Paradójicamente, la influencia de Venezuela en la región latinoamericana, sin Chávez y sin nada que distribuir después de la crisis de 2008, se precipitó gradual pero inexorablemente en el abismo de una orfandad a todas luces irremediable. Sin que nadie sepa a ciencia cierta por qué, Washington siguió sin prestarle atención al régimen chavista, que conducido desde el año 2012 por Nicolás Maduro, parecía condenado a morir de mengua en la peor de las soledades.

Ya sabemos que ninguna de estas previsiones se hizo realidad. Obama no recibió nada a cambio de sus gestos de desprendida amplitud, Cuba siguió adelante, facilitando la creación de una incipiente actividad económica privada, pero sin dar un solo paso atrás en materia política, con los ojos fijos ahora en los ejemplos de China y Vietnam. Entretanto, Venezuela, aunque con crecientes apremios financieros, se aferraba al modelo de resistencia numantina en su versión cubana para dar su brazo a torcer. Y así, aunque Trump se propuso reducir por la fuerza de sus sanciones a los regímenes de Cuba y Venezuela, lo cierto es que hoy por hoy ahí siguen ambos gobiernos, sin duda arrinconados en un callejón sin muchas salidas a la vista, pero sin duda también, vivos y fuera de peligro.

Por supuesto, ante las urgencias del momento, Cuba y Venezuela no forman parte de las actuales prioridades del gobierno Biden, pero tarde o temprano tendrá que afrontarlas. Espero que la experiencia de Biden en el Senado y lo largo de sus 8 años como vicepresidente de Estados Unidos le hagan ver que el dilema no es entre este y aquel camino, sino que como hace años nos advertía el peruano Ciro Alegría, el mundo es ancho y ajeno. Es decir, que quizá ha llegado la hora de buscar opciones distintas a las habituales y dejar de lado por completo el mal ejemplo de sus antecesores, que siempre enfrentaron por separado los desafíos que desde los albores del siglo XXI les presentan Cuba y Venezuela, bien juntos, ya que son tan inseparables como las dos caras de una hoja de papel. Quizá este entender de que los casos de Cuba y Venezuela son un solo y único caso, permita descifrar la fórmula que permita finalmente ponerle fin a esta penosa historia de nunca acabar, cuyas única e indefensas víctimas solo siguen siendo los pueblos de Cuba y Venezuela.

 

 

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