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Lo que dice un pasaporte

 

Hace algunos días, recordé una anécdota divertida. Cuando tenía 10 años, mi madre nos sacó a mi hermana y a mí nuestro primer pasaporte. Mi hermana, que se llama Hind, es un año menor que yo. Un día, mi madre volvió a casa con los preciados documentos. Recuerdo muy bien aquel primer pasaporte que, en Marruecos, sobre todo en aquella época, era tan difícil de obtener. Recuerdo sus tapas verdes, el hecho de que se abría de izquierda a derecha y también que podía leerse en árabe y en francés. Aquel documento decía quién era yo, me concedía un estatus, una identidad y la posibilidad de desplazarme. Y cuál no sería mi sorpresa cuando lo abrí. En primer lugar, mencionaba mi estatura, que, según él, era de un metro diez. Cuando el empleado de la prefectura le preguntó cuánto medíamos, pilló a mi madre desprevenida. No tenía ni idea y respondió, como si tal cosa, que yo debía de medir un metro diez y mi hermana, un metro ocho. Muy bajita para mis 10 años. Más que mi hija, que ahora tiene cuatro. Pero eso no era lo más sorprendente. Allí figuraban mi nombre, “Leila”, y mi apellido, “Slimani”, y la fecha de nacimiento era correcta, pero, en vez de mi foto, habían puesto la de mi hermana. Y en su pasaporte, la mía.

Así que, durante los años siguientes, tuvimos que prestarnos a un extraño juego cada vez que cruzábamos una frontera. Debíamos concentrarnos y esforzarnos en no reírnos mientras cada una le tendía el pasaporte de la otra al policía de turno. Es decir, en mi caso, el pasaporte con mi foto y el nombre de mi hermana. Durante unos minutos, yo era Hind y mi hermana era Leila.

Si volví a recordar este episodio, fue porque estaba reflexionando sobre la cuestión de la identidad. En el fondo, ¿quién nos dice lo que somos? ¿Quién lo decide? ¿Hay en algún sitio un documento fiable en el que poder basarse para afirmar con seguridad: ella es esto o lo otro?

Es como si aquel pasaporte lleno de anomalías fuese ya una señal con la que el destino me decía que podía ser otra persona. Aquel pasaporte me revelaba una verdad: que los demás nunca sabrían quién soy, pero a menudo serían ellos quienes lo decidirían por mí, como mi madre había decidido que medía un metro diez. O más bien que viviría en una forma de desdoblamiento, o que ya era otra. Que yo era mi hermana. Y ella era yo. En una palabra: que más tarde sería escritora.

Pero no diría toda la verdad si no añadiese que tenía otro pasaporte, rojo esta vez, que se abría de derecha a izquierda y en el que ponía: “Francia—Unión Europea”. Así que salía de Marruecos con mi pasaporte verde y llegaba a Francia con mi pasaporte rojo. Cambiaba de país, pero, según mis papeles, en ambos territorios estaba en casa.

Yo desciendo de una familia mestiza en la que cohabitaban todas las religiones. Mucha gente te dice que es una suerte ser dual, tener dos culturas, dos nacionalidades. Pero lo cierto es que muy a menudo me he sentido desarraigada, dividida, una impostora. El mestizo es aquel cuya identidad siempre es definida por el otro. Barack Obama, por ejemplo… Su madre era blanca y su padre negro, pero siempre ha sido considerado “el primer presidente negro de Estados Unidos”. A mi entender, ni el discurso que glorifica la riqueza del mestizaje ni el que se siente amenazado por este captan la complejidad de una identidad dual. Es a la vez una incomodidad y una libertad, un sufrimiento y un motivo de exaltación.

Yo estaba dividida entre herencias e historias tan diferentes que me parecía que solo podía convertirme en un ser inquieto. Quería integrarme en el rebaño, descubrir la satisfacción de la pertenencia, de formar parte de un grupo, de un bando, de una comunidad. Quería desarrollar ideas claras y dejar de agobiarme con matices y dudas. Me sentía como esas orquídeas de los bosques tropicales cuyas raíces bajan desde las altas ramas de los acomas para quedar suspendidas entre cielo y tierra. Flotan, buscan; ignoran la estabilidad del suelo.

Tal vez pronto tenga un tercer pasaporte. Un pasaporte covid en el que pondrá que me han administrado la vacuna y puedo viajar. Porque pronto un visado no será suficiente para salir al mundo. Será necesario haber recibido el preciado elixir. ¿Qué dirá de mí ese pasaporte? Seguramente que soy una privilegiada y que formo parte de aquellos a quienes sus Estados les han podido proporcionar los medios para protegerse de la enfermedad.

Y en este mundo en el que, desde hace meses, nos vemos obligados a la inmovilidad y la reclusión, recuperaré el derecho a irme mientras millones de personas serán discriminadas no solo en razón de su país de procedencia, sino del riesgo sanitario que representan. Tenemos pasaportes para rato…

 

Leila Slimani es escritora y obtuvo en 2016 el Premio Goncourt con Canción dulce (Cabaret Voltaire). Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

 

 

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