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Javier Marías: Tengo por norma

 

Publicado en El País Semanal, el 20 de abril de 2008

 

El próximo miércoles es Sant Jordi, Día del Libro, de modo que en esa fecha seremos muchos los escritores –principalmente en Barcelona, pero no sólo– agarrados a una pluma y dispuestos a estampar nuestra firma en cuantos ejemplares de nuestras obras tengan a bien comprar los lectores. Hay quienes se niegan a participar de esta práctica: unos la tildan de señuelo comercial (sin duda lo es), otros la juzgan humillante (sobre todo los autores a los que se les seca la tinta y no firman ni un pagaré), otros la evitan por timidez y algunos por soberbia (¿cómo voy a ponerme yo ahí a vender mi mercancía, como si fuese del top manta?), y los más exquisitos la consideran simplemente indigna, tanto que ni siquiera se molestan en explicar en qué consistiría la indignidad. También hay quienes la adoran, o eso dicen: se sabe de algún colega que habla embelesado –para la prensa– de “ese instante mágico con el lector”, de “ese cruce de miradas apasionado” y demás zarandajas, pero que luego tilda de “petardas” y “guarras” a las mujeres que hacen cola ilusionadas (es un autor con casi sólo admiradoras), a la espera de cruzados mágicos que sólo se dan, me temo, en su imaginación.

El rechazo a esta costumbre viene de antiguo: como recuerda el Profesor John Maxwell Hamilton en su manual Casanova Was a Book Lover, el novelista Thomas Hardy, muerto en 1928, opinaba que los cazadores de autógrafos eran “una perniciosa peste”, y arrojaba a “una amplia habitación” los libros que le enviaban para firmar, lo cual quiere decir que hacía perder dinero a los incautos, quienes, además de no obtener su dedicatoria, se despedían de sus ejemplares para siempre. Mark Twain, muerto en 1910, sostenía que toda escritura era trabajo, y que pedirle a él un autógrafo era como solicitarle a un médico “uno de sus cadáveres”. Entre las anécdotas relativas a la conocida misantropía de J D Salinger, destaca la ocasión en la que se negó a firmarle un ejemplar a una niñita que residía, como él, en la aldea de Cornish, New Hampshire, y añadió que cualquier autógrafo era “un gesto sin sentido”. En cuanto al célebre crítico Edmund Wilson, ante cualquier solicitud enviaba la siguiente nota impresa (que algún escritor español, por lo visto, le ha copiado, pero en su contestador): “Edmund Wilson lamenta su imposibilidad para: leer manuscritos, escribir artículos o libros de encargo, redactar prólogos o introducciones, hacer declaraciones con fines publicitarios, llevar a cabo cualquier clase de tarea editorial, juzgar concursos literarios, dar entrevistas, impartir cursos educativos, pronunciar conferencias, dar charlas o soltar discursos, aparecer en radio o televisión, tomar parte en congresos de escritores, responder cuestionarios, colaborar o participar en simposios o “paneles” de cualquier tipo, donar manuscritos para ventas o ejemplares de sus libros a bibliotecas, autografiar libros a desconocidos, permitir que su nombre sea utilizado en membretes, proporcionar información personal sobre sí mismo, proporcionar fotografías de sí mismo, dar opiniones sobre cuestiones literarias o de cualquier otra índole”.

Somos muchos los escritores que sin duda envidiamos el arrojo de Salinger o de Wilson para hacer gala de mala educación. La mayoría de las actividades que este último enumera me causan un aburrimiento infinito (y eso que en su lista faltan presentar libros ajenos y firmar manifiestos), pero nunca me atrevería a enviar una nota impresa, sino que cada vez contesto disculpándome –o lo hacen en mi nombre Santas Mercedes Casanovas y María Lynch, de mi agencia literaria–, y, si acaso, recurriendo a la fórmula “Tengo por norma no formar parte de jurados”, o “no aceptar invitaciones oficiales”, signifique eso lo que signifique, ya que esas normas me las impongo yo. Lo que no tengo por norma es negarme a firmar ejemplares, sobre todo en las fechas establecidas para ello, como la del próximo miércoles. La encuentro una tarea grata en general: la gente que se acerca suele ser amable y a veces hace observaciones curiosas. Nunca me ha molestado que me confundan con otro autor, sino que, ni corto ni perezoso, a lo largo de mi vida creo haber dedicado, con sus nombres, obras de Azúa, Benet, Pombo, Pérez-Reverte, mi padre, Martin Amis y hasta Julio Verne. Lo único incómodo es que el solicitante de la dedicatoria pretenda dictársela a uno: “A Manoli, y ponga que tiene el mejor cuerpo de Madrid”. Pero ni siquiera en estas me atrevo a ser mal educado, y escribo una variación: “A Manoli, que, según me dicen, tiene el mejor, etc”. Tal vez sea demasiado complaciente. Tampoco me ha ofendido nunca percibir cierto vago –y optimista, y funerario– interés crematístico. En realidad, que el comprador crea que algo con mi firma puede tener valor futuro, es uno de los mayores cumplidos que caben. Y, al fin y al cabo, aún no me ha pasado lo que, según Hamilton, le ocurrió al Presidente Coolidge durante una sesión de firmas de su Autobiografía en 1929: un avispado librero hizo la cola varias veces y a cada turno le presentaba un ejemplar y le decía: “Me llamo Ernest Hemingway; Robert Frost; John Dos Passos; William Faulkner …” Hombre no sólo avispado sino sobre todo paciente, ya que guardó los libros dedicados a tan famosos autores que el Presidente desconocería, y no los puso a la venta hasta treinta años después.

 

 

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