¿Puede Navalni vencer a Putin?
MOSCÚ – Podría decirse que durante el último siglo demolieron dos veces el régimen político ruso: en 1917, la revolución bolchevique derrocó a la tambaleante monarquía del país y, en 1991, un golpe abortista contra Mijaíl Gorbachov —orquestado por la línea dura marxista-leninista, que buscaba reformar la tambaleante Unión Soviética— aceleró su colapso. ¿La ola de protestas que recorrió Rusia en las últimas semanas presagia otro cambio?
Es poco probable. Ciertamente, a diferencia de 2011-12, cuando Vladímir Putin asumió como presidente por tercera vez y las protestas agitaron al país, el movimiento actual cuenta con un líder carismático y receptivo. Alexéi Navalni no solo promueve la anticorrupción desde hace años; cuando lo arrestaron el mes pasado, recién regresaba desde Alemania —donde pasó meses recuperándose de un envenenamiento con novichok, el agente nervioso favorito del Kremlin— para continuar enfrentando al régimen de Putin.
Pero, a diferencia del ocaso de los zares y los soviéticos, el régimen de Putin no tambalea. Putin pasó la última década consolidando un estado policial y está preparado para usar todas las herramientas disponibles para mantenerse en el poder. El líder que invadió Ucrania y anexó ilegalmente a Crimea en 2014 para impulsar su nivel de aprobación, que se había desplomado, y logró enmendar la constitución el año pasado para seguir siendo presidente de por vida, no será obligado dejar el poder por un movimiento de manifestantes de fin de semana.
Sin embargo, hay algo especialmente excesivo y hasta irracional en los esfuerzos de Putin por eliminar a Navalni, sus asociados y partidarios. Los agentes de las fuerzas del orden ya detuvieron a miles de personas (entre ellas, a periodistas) a menudo con tácticas brutales. El gobierno también bloqueó las plataformas de redes sociales porque supuestamente alientan el descontento.
Mientras tanto, las redes de televisión controladas por el Kremlin difunden incesantemente historias aduladoras sobre Putin y se llevan adelante todos los esfuerzos posibles por desacreditar al movimiento de protesta. Con el cierre de hecho del centro de Moscú (y la interrupción del transporte público para llegar a él) el gobierno le hizo la vida mucho más difícil a muchos ciudadanos… y responsabilizó a Navalni por ello. El gobierno desea que los «ciudadanos pacíficos» puedan hacer sus compras durante el fin de semana, dice la narrativa, pero los manifestantes «que infringen la ley», como si fueran «terroristas», insisten en interrumpir la vida «normal».
Según la lógica del Kremlin, cuando los líderes, periodistas y diplomáticos extranjeros hablan en favor de la oposición, sencillamente demuestran que Navalni es el factótum de una conspiración global para desestabilizar a Rusia. Para enfatizar esta cuestión, el ministro de asuntos exteriores ruso expulsó recientemente a tres diplomáticos europeos por asistir a los mitines de Navalni, mientras Josep Borrell, máximo representante para los asuntos exteriores y la política de seguridad de la Unión Europea estaba de visita nada menos que en Moscú.
El Kremlin está tratando al propio Navalni en forma acorde con esas afirmaciones: como un enemigo del Estado. Las ridículas audiencias en tribunales de Navalni desde su regreso de Alemania se asemejan a los juicios propagandísticos de Stalin en la década de 1930, con una diferencia clave: Navalni no se rinde frente al dictador y confiesa sus «crímenes». Durante estos eventos Navalni reprendió al Estado por su anarquía y denunció que su sentencia —casi tres años en una colonia penal— fue ilegal.
Por otra parte, Navalni publicó recientemente un vídeo viral en el que acusa a Putin de usar fondos obtenidos de manera fraudulenta para construir un palacio con un costo de mil millones de dólares en el Mar Negro. Aunque los rusos esperan que sus líderes sean corruptos, Navalni sistemáticamente pone en perspectiva la escala de la riqueza que genera la corrupción. (Hizo lo mismo con su investigación en 2017 del por entonces primer ministro Dmitri Medvédev).
Los ataques de Navalni perjudican entonces directamente a Putin. En este sentido, Navalni no se asemeja a los objetivos trotskistas de Stalin, sino al propio Trotski… y debe ser eliminado.
A los temores de Putin se suma la posibilidad de que esté teniendo lugar un golpe palaciego en cámara lenta. Desde la anexión de Crimea, las sanciones de Occidente estrangularon a la economía rusa y generaron resentimiento entre las elites políticas del país, que anhelan acceder a sus cuentas en los bancos suizos y a sus villas en Italia. Tal vez intenten ahora derrocar a Putin en una forma muy similar a la que sufrió Nikita Jrushchov en 1964. Y es de suponer que un Putin humillado sería mucho más fácil de derrocar que un Putin popular.
El surgimiento de místicos y proselitistas con promesas de claridad es una prueba adicional de que el anquilosado régimen ruso ha comenzado a autodestruirse: Grigori Rasputín, un santo autoproclamado, ayudó a abatir a la decaída monarquía imperial; y, en la década de 1980 —cuando ya no había posibilidad de reformar el imperio soviético— los psiquiatras hicieron furor.
En la actualidad, los chamanes políticos de todas las tendencias —desde los comunistas hasta los nacionalistas— están adquiriendo importancia, predicen la inminente muerte de Putin, advierten contra una invasión occidental o china, y especulan que Navalni es un proyecto de los servicios de seguridad rusos que se salió de control. Algunos incluso interpretaron el nombre de Navalni —que se puede traducir como «apartar»— como una señal de que será él quien desplace al putinismo.
De todas formas, como dejó en claro la respuesta del Kremlin ante las protestas, no hay diferencia entre Putin y el Estado. La propuesta de derrocarlo, entonces, resulta especialmente difícil… al menos, por ahora.