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Alma Delia Murillo: Cerebro de pandemia

En esta casa todos tienen sed: los animales, las plantas, la madera, las paredes, mi cerebro. Eso pensé mientras regaba las plantas del jardín de mi amiga.

Me fui unos días a su casa fuera de la ciudad creyendo que estaría mejor, más tranquila, que podría dormir. El problema es que el cerebro siempre va en la maleta. El problema es que más de un año después, el cableado interior está quemado.

Me siento exhausta, agotada, burn out. Durante el día siento ganas de acostarme a dormir cada dos horas, pero ni siquiera lo intento porque sé que mi cerebro es incapaz de tomar una siesta.

Todo empezó con un insomnio persistente que me hacía despertar diario a las 3 de la mañana, siempre a la misma hora, con una puntualidad diabólica. Pasé del deseo de querer volver a conciliar el sueño al pánico de dormirme por si ese insomnio acompañado de dolores de cabeza presagiaba un accidente cerebrovascular, o un infarto al miocardio, o la locura.

La reconozco: es la ansiedad de mierda. La puta ansiedad que habita a sus anchas este cerebro de pandemia.

Leí hace unos meses una nota en The New York Times sobre lo que le pasa al cerebro ante eventos como el que estamos viviendo, un recordatorio importante me descolocó: el cerebro, animal insondable, no está hecho para pensar; no como función primordial. El cerebro evolucionó hace millones de años para depredar, trabajar, correr, para regular las funciones del cuerpo, para asegurar el alimento y la sobrevivencia de la especie.

“Aunque es verdad que esta historia sobre la evolución de los cerebros es tan solo un bosquejo, pone énfasis en un concepto clave sobre los seres humanos que se omite con demasiada frecuencia. La función más importante de tu cerebro no es pensar; es dirigir los sistemas corporales que te mantienen con vida y en buen estado”

El cerebro humano no desarrolló sus habilidades para que estuviéramos encerrados, tampoco para vivir la vida a través de una pantalla. Algo está haciendo corto circuito dentro de nosotros, dentro de mí, al menos.

Mis emociones no están bien calibradas, tengo insomnio emulsionado con tristeza, irritabilidad, miedo. Tenía la expectativa de cruzar la línea de la esperanza cuando la vacuna apareciera pero, para colmo de males, vivo en un país cuyo sistema de gobierno está perversamente politizado, corrompido, y que está lucrando con la salud en periodo electoral; eso sin contar la absoluta falta de legalidad que permite que haya grupos delincuenciales vendiendo falsas vacunas. Y es como haber resistido una maratón guardando fuerzas para correr un último sprint que te permitiría cruzar la meta pero al llegar a ese punto topas con un bloque gigante que no te deja avanzar porque aquí hasta la esperanza está polarizada.

Y luego está el sistema emocional del que cada uno formamos parte, eso que llamamos familia, los vínculos de pareja o de amigos; y cuando miras al sistema te das cuenta de que todo está tocado. Que quienes tuvieron el virus no son los mismos, que quienes no lo hemos tenido tampoco, que el agotamiento está en la psique de cada miembro, que el corazón resuena tu miedo y el de los demás. Que qué es esto.

También reparas en que tú, que presumías de increíble buena memoria, empiezas a olvidar nombres y a confundir palabras; que has puesto la cafetera sin café y que metiste el teléfono al refrigerador o que tiraste los audífonos en el váter y que saliste con las llaves equivocadas; o que chocaste en la bici, que perdiste los lentes, que no encuentras lo que buscas; que incluso cuando sueñas, sueñas como a través de una pantalla.

Me gustaría pensar que… te detienes, no quieres depender de lo que piensa tu cerebro de pandemia para asimilar la realidad de pandemia. Pero es el único que tienes. El cerebro no se piensa a sí mismo, ¡diosas!, tal vez sólo somos homínidos con dedo pulgar oponible que se desliza sobre un smartphone. Y sientes que te mueres de sed, una sequía que parece que no va a terminar nunca.

Después del agua, las plantas de tu amiga amanecieron más verdes.

 

 

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