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Jorge Fernández Díaz: Peligros de un grave malentendido

Todo libro contiene dos o tres páginas secretas donde se localiza no el propósito aparente de su autor, sino la razón honda y visceral de su obra. Ese núcleo puede encontrase en la página 193 de Mi camino, donde María Eugenia Vidal rechaza la condición de halcón y asume definitivamente su vocación de paloma: allí comienza a recitar su catecismo consensual y a describir la grieta como la gran tragedia argentina. También a explicar que la política binaria se basa en “echarle la culpa al otro”, que esa posición la hace sentir “profundamente incómoda” y que no está dispuesta a transitarla nunca más, aun a riesgo de que “esto me haga minoritaria en algunos momentos”.

 

 

 

Esas ansias sinceras conectan con un cierto sentido común colectivo que asoma en algunas encuestas: hartos de la decadencia sin fin y del ruido de las peleas, los ciudadanos parecen requerir consensos en la emergencia, a cinco minutos de tener convulsiones antipolíticas. El quid de la cuestión surge, sin embargo, pocos párrafos más adelante, cuando luego de sumergirse en las aguas depurativas del diálogo y el pacifismo, Vidal puntualiza los temas que son innegociables. Allí asevera que “no podemos estar reescribiendo todo el tiempo las ideas de Alberdi”; la democracia, la independencia de la Corte y del Poder Judicial, la igualdad ante la ley, la libertad de expresión y el derecho a la propiedad no son discutibles.

 

 

El problema radica en que esos son justamente los puntos centrales de la agenda irreductible de Cristina Kirchner, que busca instalar por etapas un Nuevo Orden, consistente en demoler la “democracia liberal” y reemplazarla por una hegemónica, colonizar en consecuencia todo el aparato judicial, otorgarles blindaje a los propios y perseguir con causas a los disidentes, arrinconar a la prensa, relativizar el derecho de propiedad y avanzar sobre una reforma de la Constitución. Y la arquitecta egipcia no es precisamente una pieza menor de este tablero: es la actual vicepresidenta de la Nación y la poderosa emperatriz del Movimiento Nacional Justicialista, por lo menos hasta el que el peronismo se rebele contra su dinastía y se avenga a destronarla. ¿Cómo se deponen retóricas conflictivas frente a una líder que marca la cancha y que solo sabe construir desde el conflicto?

 

 

La denominada “grieta” no es, por otro lado, un problema de temperamento o de mala voluntad. Joseph Robinette Biden Jr. lo explicó con claridad hace unas semanas: la pulseada en el mundo entero no es hoy entre izquierdas y derechas, ni entre naciones ricas y países pobres, sino entre democracias y autocracias. Entre estas últimas destacan las oscuras administraciones de Moscú y Pekín, y por supuesto, los dos ídolos modélicos del kirchnerismo: el zar que encarcela opositores y ejerce un inamovible poder omnívoro, y el emperador del cruel partido único; esta semana Xi se permitió, dicho sea de paso, censurar a la directora que ganó el Oscar porque un día ella se atrevió a cuestionar sus puntos de vista. Estas dos figuras, que algunos nostálgicos asimilan puerilmente con Lenin y Mao, aparecen en los sueños húmedos de La Cámpora, y la política exterior actúa en consonancia con esa devoción.

 

 

Pretender que algunas broncas de las redes explican la polarización nacional es un error muy grueso, e implica un desconocimiento del proyecto oficial y una mala caracterización ideológica de la facción que ya ganó cuatro veces las elecciones presidenciales. Y que envía siempre intérpretes cínicos al campamento opositor a tranquilizar los ánimos con camelos: no se preocupen, la radicalización es para la gilada. El antiguo “campo popular”, conducido por la Pasionaria del Calafate, se transformó ahora en un “campo autocrático” (quedarse con todo y para siempre), puesto que así se construyó el reino de Santa Cruz y éste sigue siendo el gran laboratorio y el objetivo último.

 

En el “campo democrático” hay voces fuertes y voces suaves, pero nunca podría haber extremos, palabra que utiliza muy seguido Emilio Monzó, más proclive a fustigar a los propios que a incordiar a los ajenos. No se puede ser un extremista de la democracia, porque ese es el sistema por antonomasia que habilita los encuentros, los vasos comunicantes y los pactos declamados. Y conceptualmente, ¿quién estaría en desacuerdo con el acuerdo? Ningún bien nacido. Incluso es posible pensar que ese buenismo cotiza en materia electoral; Alberto Fernández fue contratado como cazador de almas bellas con un discurso falsamente moderado y aperturista. También ese trabalenguas es en cierto modo un sofisma: resulta imposible una tregua sin un alto el fuego, y el kirchnerismo no ha dejado ni un día de disparar con munición gruesa ni de renunciar, para una tregua, a sus salvajes copamientos institucionales.

 

De hecho, si el año pasado existió en el republicanismo de a pie una tremenda orfandad, ésta se debió a que las palomas se negaban a denunciar a viva voz los gravísimos atentados que el conglomerado kirchnerista perpetraba gracias al estado de excepción. Los reyes de la rosca, para no perturbar a los autócratas, fabricaron entonces silencio a gran escala, y quienes se alzaban contra los atropellos eran criticados en cafés de confidencia con politólogos y periodistas políticos. Como si refutar mentiras, frenar la colonización de la Justicia, denunciar la impunidad de rebaño y las negligencias criminales y los vacunatorios del clientelismo, o acompañar siquiera espiritualmente los banderazos —ese impresionante fenómeno popular emergente- fueran ideas imprudentes de sociópatas aclimatados en el odio.

 

Los moderados del off y los machos del off -republicanos de mano fofa y peronistas engañosamente rebeldes— influyeron de manera decisiva para crear la falsa idea de que la patria era víctima de dos demonios, y que por lo tanto la “secta de los justos” (donde liba infusiones Sergio Massa) luchaban en el medio para sacarnos del averno. Algunos incluso no respondían las infamias que les lanzaban, seguros de que los periodistas harían el trabajo por ellos, y luego se dedicaban a acusar en sordina a sus defensores de ser intransigentes y estar cavando trincheras. El teatro se volvió tan surreal que hasta los dirigentes del “peronismo republicano” eran más punzantes que los “moderados” de Cambiemos.

 

La autocracia es un juego de uno, que somete al resto; la democracia se juega por lo menos de a dos, y es sinónimo de consensos, que se tejen por lo general no al inicio sino al final, cuando ya se han calibrado las relaciones de fuerza y los actores saben cuánto pesa quién. No se puede ser un poco autócrata, así como no se puede estar un poco embarazada, y Massa es el operador principal de Máximo, el tiempista del populismo autoritario. Es su madre, numen del antisistema, quien se resiste a resignar su proyecto despótico y a reingresar el justicialismo en la mesa de la convivencia: prefiere verse a sí misma como una revolucionaria que precisa imponer su “revolución”. Esta autopercepción dramatiza toda la política, y es tan apócrifa como la picardía del regente presidencial, que estos días quiso dividirnos en peronistas y conservadores, cuando el Movimiento es el statu quo y los republicanos lo único que quieren conservar es la democracia, y un progresismo real que no detone el progreso. El peronismo tiene mucho para conservar, principalmente el botín del Estado, que capturó durante décadas. Los reformadores están enfrente, y por eso deben perder a cualquier costo. Alberdi debe volver a morir.

 

 

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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires

 

 

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