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La noche en que Bob Dylan enseñó a fumar marihuana a los Beatles

Ahora que Bob Dylan acaba de cumplir 80 años, queremos recordar la escena en la que el cantautor norteamericano fue a conocer a los Beatles y les invitó a fumar marihuana. El siguiente texto es un fragmento del capítulo 17 («Dylan la lía») de la novela Yesterday antes del final, que este cronista acaba de concluir, una recreación desenfadada y veraz de los años musicales de los cuatro chicos de Liverpool.

 

Cuando los Beatles actuaron en el Olimpia de París solían escuchar en su hotel, como música de fondo, el álbum de Bob Dylan que se abre con el tema Blowin’ in the Wind. George, lo consideraba su descubrimiento, y contagió ese interés a Ringo; Paul le admiraba desde que lo vio en la  televisión recitando sus canciones junto a los poetas beat; mientras que Lennon, tan devoto de sus héroes,  se compró una gorra igual que la que llevaba el cantautor norteamericano en la portada de su primer disco.

Lo más curioso es que habían comenzando en la música casi al mismo tiempo, aunque en espacios distintos: Bob Dylan  lanzó su primer álbum en América cuando en Inglaterra los Beatles grababan Love Me Do. Pero, ¡qué diferencia había en el modo de concebir una canción! Si ellos cantaban temas alegres y juveniles del tipo «dame amo», «no me dejes», «pienso en ti»…, la voz arrugada de Dylan, acelerada por una humilde guitarra y una rápida armónica, decía cosas como «estoy buscando algunas respuestas, no sé a quién preguntar, pero estoy caminando y mis pobres pies nunca se detienen»… Un tema que, por cierto, escribió sentado en un taxi, casi al mismo tiempo qué Lennon y McCartney aprovechaban el viaje en autobús de su gira nacional con Helen Shapiro para llenar de canciones el álbum Please, please me.

 

«En sus manos asomaba algo perfectamente cuadrado por fuera y aún más perfectamente redondo por dentro: su cuarto álbum»

 

Bob Dylan gozaba de un gran  prestigio entre una minoría comprometida, mientras que los Beatles eran muy populares entre los millones de fans de todo el mundo; así que cuando el grupo arrasaba en su primera gira estadounidense, Dylan aprovechó su estancia en Nueva York para ir a conocerlos. Le acompañó All, el periodista musical de moda, uno de los pocos mortales a los que estaba permitido acceder directamente a la planta sexta del Hotel Delmonico, donde el grupo se alojaba. Y un 28 de agosto de 1964, o más exactamente, el 28 de agosto de 1964 para que no haya dudas, el cantante con pelo rizado, entró sin gorra (para desencanto de John) en los  aposentos privados y casi inexpugnables de los Beatles.

En sus manos asomaba algo perfectamente cuadrado por fuera y aún más perfectamente redondo por dentro: su cuarto álbum, tan recién salido de la discográfica que aún no se había distribuido: Another side of Bob Dylan.

No fue el único regalo que les llevó en su gentil visita.

—¡Mirad, chicos, lo que os he traído!

Los chicos, o sea, los cuatro Beatles, miraban y sólo veían una bolsita con algo parecido a unas hojas verdes machacadas, que no parecían demasiado tentadoras. Les recordaba el té ingles, al que no eran muy aficionados.

—Nos lo vamos a fumar todo esta noche —les animó.

 

 

 

Y con esa torpeza tan suya empezó a liar un cigarrillo ante la atenta mirada de todos. Una vez que logró una apariencia presentable (fumable, diríamos) del cigarrillo, se lo  pasó a Lennon.

John desconfiaba.

 

«En Hamburgo nada estaba prohibido. La tentación vivía arriba y abajo, y te hacía vivir en todas partes»

 

A pesar de su rápido aprendizaje de la vida, y de la vida cruda en el Barrio Rojo de Hamburgo, la marihuana, hierba, hachís, maría o como quieran llamarla, no había pasado por sus manos: en Hamburgo pusieron más interés en otras materias, como el sexo, ya que siempre había voluntarias dispuestas a trasmitirles sus conocimientos. En aquel ambiente, las pastillas fueron un completamente necesario para poder aguantar las largas jornadas de música en el escenario, a las que seguían otras largas jornadas de cerveza y juergas que les dejaban sin tiempo para descansar.

Pero ¿quién piensa en descansar cuando se tienen 20 años (17 en el caso de George) y todo lo negado en Liverpool se arremolina a tus pies?

En Hamburgo nada estaba prohibido. La tentación vivía arriba y abajo, y te hacía vivir en todas partes.

—¡Ya dormiremos cuando volvamos a Inglaterra! –solía concluir George.

—¿Y cuándo volvéis?

—Hmmm… Dentro de tres meses.

Ahora John tenía entre los dedos esa especie de cigarrillo a punto de deshacerse que Dylan le había entregado; lo miró, lo volvió a mirar y se lo pasó a Ringo, como si le quemara.

—Es nuestro probador oficial —se justificó.

 

«Bob Dylan se dio cuenta de que la manera de fumar hierba de los Beatles era demasiado personal, algo extraño tratándose de un grupo tan unido»

 

Ringo lo encendió, dio una chupada, tragándose el humo, como cualquier fumador cualificado, y luego, otra, y otra, y otra chupada más ante la sorprendida mirada de Dylan, que veía cómo su cigarrillo coral no seguía el rito del círculo de amigos de la marihuana y amenazaba con quedarse, como así fue, en las fauces de un Ringo que se reía y se reía y reía….

Bob Dylan se dio cuenta de que la manera de fumar hierba de los Beatles era demasiado personal, algo extraño tratándose de un grupo tan unido; miró su bolsa de marihuana y empezó a liar cigarrillos. No era una labor fácil para sus dedos torpes y hacía demasiado calor en la habitación.

—¿No tenéis algo de beber?

—Claro —se levantó John—, mira, champagne francés.

—O whisky escocés —le ofreció George—. ¿Qué prefieres?

—Vino —dijo sin dudarlo—. Un vino peleón, como el que venden en los supermercados y beben los trabajadores.

«Así soy yo», quiso rematar, pero se contuvo. «Así de comprometido», sobra explicar.

 

 

 

 

Cuando el ayudante de los Beatles apareció con seis botellas de vino barato, encontró a todos con el porro en la boca, riéndose llamativamente, como si acabaran de contar un chiste. Y así siguieron durante gran parte de la noche, bebiendo y fumando, bebiendo y fumando, bebiendo y fumando en aquella habitación en la que habían cerrado las cortinas y el ayudante tuvo que poner toallas por debajo de las puertas para que no se extendiera el humo y el olor al resto del hotel.

¡Un hotel tan distinguido!

—Estoy flotando, esto es fabuloso —decía John.

—Ahora sí que he encontrado el sentido de la vida, je, je, y es muy divertido —anunció George.

—A mí no me hace nada. A mí no me hace nada —repetía Ringo, entre grandes risotadas—. Esto no me hace nada. Nada… —empezó a quitarse la ropa y se puso a andar por el respaldo del sofá, como si fuese un equilibrista del alambre, quizás un gato, al tiempo que seguía, como un solo de batería, con su golpe favorito—:No me hace nada, ja, ja… Nada. Naaaada…

 

«Al amanecer aún quedaban en la suite general Bob y John, ya que George acababa de abandonar la estancia entre risas»

 

Por su parte, Paul emborronaba folios, convencido de que estaba escribiendo historias que le darían para llenar todo un álbum. A la mañana siguiente, cuando recuperó la sensatez y la visión, tan sólo pudo leer, entre rayados dibujos y letras incomprensibles, el siguiente mensaje: «Hay siete niveles».  Un texto insuficiente, incluso para una breve canción. Dylan hubiera hecho un tema tan largo como Chimes of Freedom con ese breve apunte.

Mientras tanto, fumaba y resistía.

Todos resistían hasta que muy desordenadamente se fueron retirando.

Al amanecer aún quedaban en la suite general Bob y John, ya que George acababa de abandonar la estancia entre risas, al acordarse de que cuando sonaba el teléfono en la habitación, Dylan se lanzaba a cogerlo, como si fuese la escena de una comedia de los hermanos Marx, y con un forzado tono agudo, contestaba:

—Aquí, la beatlemanía… ¿Dígame?

Y lo volvía a repetir, como un loro entusiasta.

 

 

 

 

Ahora Bob y John no se sostenían en pie: sus cabezas, agotadas y confusas, se dejaban arrastrar por el olor de la hierba y el ritmo monótono de la música, ya que alguien —posiblemente George— había colocado en el tocadiscos el último álbum de Dylan, que giraba y giraba y gir…

Ya había alcanzando el cuarto tema, un repetitiva canción con un ritmo que podría dormir a cualquiera, cuando Dylan se acercó a John y le pidió que escuchara atentamente aquella letra.

—Mira. Eso es lo que me gusta hacer —John miraba pero no veía nada—. Parece que hablo de una cosa, pero en realidad estoy hablando de otra más importante. ¡Escucha! ¿No te das cuenta? Las metáforas me sirven para expresar la…

El exagerado John, que había bebido más que ninguno de los cinco y ya se preparaba los canutos con mayor habilidad que el propio Dylan, no tenía la cabeza para apreciar sutilidades lingüísticas ni figuras literarias, por muy aficionado que fuese a escribir. Cada cosa tenía su momento. (…)

 

 

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