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Nuestra violencia no llegó con la COVID-19

La violencia se instaló en nuestras vidas desde mucho antes de la pandemia, incluso desde mucho antes de las escuelas en el campo

LA HABANA, Cuba.- En Placetas, dos funcionarios del gobierno local agreden a varias mujeres solo porque se sienten con el derecho de hacerlo. El video circula en las redes, causa indignación, pero ninguna autoridad superior emite un comunicado condenatorio del abuso y, lo que es peor, la única agrupación de mujeres permitida en la Isla por el Partido Comunista, la FMC, no interviene en el asunto, a pesar de que se trata este de un episodio evidente de violencia de género.

Pareciera el de Villa Clara un suceso aislado, excepcional, incluso a muchos les resultará trivial pero de eso se trata, de que tantos años siendo violentados han vuelto indiferentes a muchos de nosotros, vivamos “afuera” o “adentro”.

Los que hemos vivido en Cuba, con los pies bien puestos en la tierra, sabemos que es así, y que la violencia nos ha sido tan bien suministrada desde la cuna en pequeñas dosis, pero de altísima concentración, que ya damos por “normal”, por ejemplo, que nos maltrate no solo el funcionario público, el policía uniformado o encubierto, sino también el bodeguero, el chofer del taxi, la chismosa y el envidioso del CDR (Comité de Defensa de la Revolución), la maestra de primaria o del instituto, la enfermera, el médico, la carpetera del hotel, el mesero y hasta el sepulturero que se niega a cargar el ataúd porque no le dimos una jugosa propina.

Bajo la imagen de “buen salvaje” que nos esforzamos en proyectar al mundo por una cuestión de “sobrevivencia” por idiosincracia, hay en muchos de nosotros una bestia violenta agazapada, y probablemente es esa misma la que condujo, con indiferencia o bajo un cínico desdén, a que una mayoría de cubanos y cubanas aprobaran una Constitución que a las claras promueve la violencia, la marginación y hasta el asesinato, “por todos los medios”, de cualquier ciudadano que se manifieste en contra del régimen comunista.

Solo una sociedad de raigambre violenta puede generar y aprobar —no importa si bajo coacción o por consenso legítimo— una Carta Magna semejante.

Contra un Artículo 99 que habla de unos “derechos constitucionales” de los cuales no sabemos a qué aluden en concreto, se redactó antes el número 4 que establece que la defensa del régimen es el deber supremo de los cubanos y que, por tanto, pueden hacer lo que sea “contra cualquiera que intente derribar el orden político, social y económico”.

En fin, nuestras sentencias de muertes están previamente dictadas y designados los verdugos en cada vecino nuestro que se sienta con el “derecho” de ejecutarnos por opositores, indisciplinados o incorregibles.

Porque el término “patria socialista”, usado en la Constitución, con la ironía que merece, es una “paráfrasis” de dictadura, en tanto no admite la diversidad de pensamientos, discursos, estrategias y proyectos sociales, políticos, económicos que mueven y hacen saludable a una nación. Y ya de plano ese acto discriminatorio es violento. Peor aún, alberga, protege y refrenda toda la violencia que puede generar la perversidad de nuestra especie.

“Contra cualquiera que intente derribar el orden político, social y económico”, dice bien claro la ley de leyes. E invito a reparar en el último término de la relación porque ya no se trata de aplastar a quien se opone al gobierno sino de aniquilar, además, a quienes se atrevan a cuestionar demasiado la gestión de la economía.

De modo que, como astuto o cobarde emprendedor al que solo importan las ganancias de su empresita, no importa cuánto “te metas” o no en política, cuánto evites la protesta pública u opinar en redes sociales, porque si piensas que cambiarás el orden económico con tus iniciativas personales pudieras, al igual que cualquier disidente, estar caminando al cadalso sin saberlo.

Así de violenta se ha ido tornando nuestra “atmósfera nacional”. Y aunque pensemos que no nos afecta directamente lo que ha sido escrito para mangonear nuestras vidas, incluso con “nuestra” aprobación, en realidad sí repercute más allá de lo que pudiéramos imaginar. Porque esa letra traduce la esencia de un poder que además determina desde lo que debemos comer, hablar, soñar… hasta qué educación darle a nuestros hijos, cuyo paradigma, por decreto, es “ser como el Che”, con todo el espectro de violencia que implica el imitarlo.

La violencia se instaló en nuestras vidas desde mucho antes de la pandemia. Quizás ahora ha sido reforzada con los toques de queda prolongados, los despliegues militares en los barrios, con el uso y abuso de unas “medidas sanitarias” que parecen más un pretexto para reprimir las expresiones de descontento popular que un remedio para frenar contagios (de hecho, los confinamientos no han evitado los rebrotes) pero la violencia siempre ha estado entre nosotros.

Incluso desde mucho antes de las escuelas en el campo, de la crueldad del trabajo infantil que sin cuestionamientos aceptaron nuestros padres, convencidos de que, de sus hijos explotados como obreros agrícolas, bajo las órdenes de capataces intimidándolos con severos castigos por no cumplir una norma productiva, surgiría algún día un “hombre nuevo”.

Desde mucho antes de los sanatorios-reclusorios para contagiados con VIH; de los fusilamientos posteriores a los juicios sumarios, televisados en horario de programación infantil; de las golpizas y actos de repudio contra las familias que quisieron emigrar cuando los sucesos de la embajada de Perú; desde muchísimo antes de estos días terribles, infernales, en que por la fuerza se llevan a nuestros enfermos no para atenderlos y medicarlos sino para segregarlos, para arrebatarnos el derecho a estar con ellos en las que quizás sean sus últimas horas de vida. Es decir, desde siempre la violencia que no queremos ver ni aceptar ha marcado el ritmo de nuestras vidas.

Así de dura es nuestra realidad y así, sin darnos cuenta, sin reconocernos en peligro constante, la hemos ido aceptando casi sin cuestionamientos, incluso violentando con nuestras indiferencias, oportunismos y prejuicios a quienes se rebelan.

Quizás no es la violencia de los cárteles de la droga en México ni tampoco la de las Maras en Centro América pero, sin dudas es germen de lo que en breve pudiera transformarse en algo similar o peor si todas nuestras represiones, frustraciones, odios, malquerencias, antipatías, rencores, ya individuales ya colectivos, no los canalizamos en la dirección correcta, es decir, hacia ese punto en que confluyen nuestros intereses colectivos de construir una nación con todos y para el bien de todos.

Es cierto que ningún contexto es igual a otro pero la naturaleza humana es la misma en todos los lugares y en todas las épocas. Así, todo pueblo sistemáticamente abusado llega el momento en que se rebela. También todo régimen totalitario que se descubre agonizante estalla en excesos.

De modo que ambos, por su esencia, pudieran ser como ese vecino de apariencia bonachona, solitario, que hace unas horas, de la noche a la mañana, sin dar señales, se transformó en un asesino sangriento, despiadado pero, además, en un suicida.

Nadie jamás sabrá lo que pasaba por su cabeza, si lo consumió la maldad pura o fue presa de un rapto demencial, pero lo sucedido, cuando nos llega justo con la oleada de feminicidios en Cuba, los secuestros y asesinatos de jóvenes, la violación de menores por policías, la agresión a mujeres por funcionarios públicos, peleas callejeras por alimentos, los robos, las estafas, la corrupción generalizada, la gente enfermando y muriendo más por abandono que por las secuelas de la Covid 19, nos habla de algo mucho más complejo y escalofriante que una matanza en un barrio de La Habana. De algo como el destino oscuro e incierto de una nación.

 

 

 

 

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