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Intelectuales rijosos

Ángel Gilberto Adame

Pasiones, fracturas y rebeliones. Octavio Paz, Pablo Neruda y José Bergamín

Ciudad de México, Taurus, 2020, 256 pp.

 

Hay recuerdos de momentos no vividos, pero que están en nuestra memoria cultural y personal de manera clara, inequívoca, o al menos eso creemos. Yo tenía uno de esos recuerdos y, cada vez que podía, lo mencionaba porque me parecía muy emocionante. En mi reminiscencia equívoca, en un salón de fiestas, Pablo Neruda le gritaba a Octavio Paz: “Tu camisa está más blanca que tu conciencia” y, después del agravio, Paz se lanzaba furibundo a golpear a su querido amigo y mentor. Detenido por José Iturriaga, Paz observaba cómo este golpeaba a algunos comensales que se habían metido a la refriega y al terminar la pelea el joven poeta, el que había ido a España gracias a Neruda, había salido de ahí, ofendido pero airoso, junto con Iturriaga. Acompañados por otros escritores, se perdieron en la noche bohemia de la Ciudad de México en los albores de los años cuarenta. Poco después, Neruda se iría del país y Paz publicaría en Letras de México una nota terrible en su contra: “Respuesta a un cónsul”. Pasados los años, acusaron a Paz de medrar en las sombras para que Neruda no obtuviera el Premio Nobel –cosa que desmintió Efraín Huerta– y el chileno y el mexicano no volvieron a verse sino hasta muchos años después, cuando Neruda lo recibió con un “hijito”, en la habitación de un hotel, en Londres.

Esa era la historia que yo me había contado y en la que existen varios hechos reales, pero los sucesos no ocurrieron exactamente así. Como muchos, había leído el prólogo a la reedición de Laurel, donde Paz avisaba del gran enfrentamiento durante la selección de los poetas para esa antología y la negativa de Neruda para aparecer en ella si se incluía a ciertos bardos. Toda esa historia pasaba de pronto en mi cabeza, pero no incluía –más que como fantasma– la presencia de otro personaje que fue fundamental: José Bergamín, español exiliado en México, director de Séneca, la editorial que publicó Laurel y cuya selección corrió a cargo de Xavier Villaurrutia, Juan Gil-Albert, Emilio Prados y el propio Paz.

Dicen que Alfonso Reyes pronunciaba con frecuencia “todo lo sabemos entre todos”. Eso es verdad, pero hay quienes saben más y tienen la generosidad de compartir su conocimiento y sus hallazgos. Con Pasiones, fracturas y rebeliones, Ángel Gilberto Adame nos vuelve a mostrar que, aunque así lo creamos, no sabemos todo de nuestros autores favoritos. Adame sigue la estela de Paz, Neruda y Bergamín y al hacerlo nos devuelve un retrato preciso y parlante, que incluye las voces de estos y otros poetas que discutían en verso y públicamente cobraban las afrentas. También los escuchamos por carta y entonces tenemos una idea más real, más verídica de aquellos que son y fueron nuestros poetas admirados. Adame reitera su vocación de detective, pero también de cronista de un rico panorama que no teníamos tan claro hasta la aparición de este trabajo.

Hay algo que, como apasionada de la vida de los otros, me emociona en este volumen: leo algunas cosas que ya sabía pero que Adame nos muestra como nuevas pues ha llenado los vacíos de información que existían y entonces nos permite comprenderlas mejor. Amén de documentar aquella frase sobre la camisa y la blancura que yo imaginaba de manera distinta a como ocurrió, Adame nos recuerda que, en tiempos de la polémica, Paz ganó un premio con el ensayo “Pura, encendida rosa” (más tarde titulado “Émula de la llama”). Ese triunfo en el concurso, piensa Adame, constituyó “una especie de reconocimiento luego de la pugna que protagonizó con Neruda”.

Los jurados fueron Reyes, Torri y el propio Bergamín. Paz firmó con el seudónimo “El peregrino en su patria”, título de una obra de Lope de Vega donde el héroe recorre su patria en calidad de cortesano, soldado, preso, loco, pastor y, finalmente, lacayo de la casa donde comenzaron sus aventuras y desgracias. Sabíamos que Paz llamó así el volumen de sus obras completas dedicado a la historia y política de México, en cuyo prólogo explicó que, aunque su peregrinación no había sido como “la del personaje de Lope”, sí había sido un viaje mental “en la soledad de su cuarto”. Lo que yo no imaginaba es que ese título le fuera tan amado desde tanto tiempo atrás.

De esos pequeños guiños, que a mí me encantan, está lleno este libro. Uno más, porque no resisto contarlo, tiene que ver con las extraordinarias pesquisas de nuestro autor, que encontró la declaración ministerial de una mesera que trabajaba en el restaurante donde Neruda había protagonizado otra trifulca “que evidenciaba su nulo temple ante las disputas ideológicas cuando el alcohol se mezclaba”. Amparo Hernández declaró –contra la versión que el propio Neruda y sus biógrafos hicieron pasar como un ataque de un grupo nazi al poeta– que el “borlote” inició cuando “un señor de gris, al que acompañaba una señora, estaba diciendo que chinguen a su madre estos alemanes”. Ese señor era el cónsul Neruda, de acuerdo al reporte de la policía, en el que se concluyó que la “riña fue ocasionada por los efectos de las copas ingeridas por el ya mencionado Neruda y sus acompañantes”.

Pero, aunque yo disfrute tanto estas minucias, lo que Adame nos presenta es un clima pero también el talante rijoso de los intelectuales que construyeron nuestro canon y las polémicas que los rodearon. Ahí leemos y conocemos otras facetas de Huerta y Cernuda, de Silvestre y José Revueltas, Margarita Nelken, José Ferrel, Andrés Henestrosa y también de Siqueiros, todos ellos relacionados, de una manera u otra, con el trío que preside este libro y, también, con las disputas ideológicas de ese siglo de tantos modos carnicero. Muestra de ello es la reconstrucción de la forma en que Neruda y sus acólitos recibieron Los días terrenales, de Revueltas, su antiguo “hermano” y al que ni el poeta ni los antiguos camaradas del narrador le perdonaron su crítica del fanatismo en la militancia comunista.

Durante todo el libro vamos leyendo la lenta separación entre Bergamín y Paz. Primero, cuando el español “repudió las intromisiones de Paz en sus negocios con Cernuda y no volvió a tener una relación fraternal con él pese a las múltiples oportunidades que el tiempo les daría”. Más tarde, cuando Bergamín regresó a España durante el franquismo, su figura acabó por desmoronarse a los ojos de Paz. Adame encuentra también datos y poemas que muestran a un Bergamín apoyando a Herri Batasuna, brazo político de eta. Sin embargo, al final de esa historia, Adame sugiere un acto mezquino del mexicano: en 1982, siendo jurado del Premio Cervantes, Paz apoyó al poeta Luis Rosales, quien a la postre ganó por mayoría. Entre los finalistas se encontraba un ya muy viejo, desgastado y pobre Bergamín. La situación personal de un poeta no debe ser, ni entonces ni ahora, motivo para otorgar un premio. Que no lo ganara Bergamín no me parece, entonces, algo extraño (aunque Rosales no era precisamente Mallarmé). Pero Adame encuentra una carta de Paz a Rosales donde le asegura que ayudará en su candidatura y enseguida le cuenta los planes –suyos y de Pere Gimferrer– para publicar en Seix Barral su obra reunida. Entonces le menciona: “Pero me dice que tú piensas que el Instituto de Cooperación Iberoamericana podría colaborar en esto. Así sea y gracias.” Esta frase no inculpa necesariamente al poeta –existían razones ideológicas por parte de Paz para negarse a darle el premio a Bergamín–. Sin embargo, siembra la duda. Yo le agradezco a Gilberto Adame que busque y documente hasta las dudas. No de otra cosa se trata. ~

 

Malva Flores

 

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