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Alma Delia Murillo: Curanderos y poetas

Desayuno poesía desde hace muchos años, no todas las mañanas pero algunas. Y es que otras, no es por presumir, pero he desayunado amor. Porque con las dos cosas juntas no se puede, una se atraganta, se ahoga.

Desde que puedo nombrar mi primer recuerdo he sentido una devoción absoluta por las palabras. Aprendí a leer siendo muy pequeña y antes de entrar a la escuela porque me enseñó mi hermana; la vida se me iba con la cara pegada a la ventana de los camiones leyendo todos los letreros que serpenteaban en el camino, desgranando las palabras letra por letra, jugando a descomponerlas, a inventar cuentos. Cualquier pretexto se convertía en motivo vital de mi fugaz obra literaria on the road. Eso era la felicidad, coronada por el enorme privilegio de contar con una cómplice de sangre. Componíamos historias con las fuentes más insólitas: mirando las figuritas del mantel de la mesa o usando un color como punto de partida, e incluso, mis lunares.

Se cimbra el centro de mi ternura cuando recuerdo a mi hermana, sólo tres años mayor que yo, inventándome un cuento que empezaba con un lunar que tengo en el dedo anular de la mano izquierda: había una vez una manchita en el dedo de una niña que tenía poderes mágicos…

Todavía puedo materializar ese momento aquí, debajo de mi piel; entre el lunar y mis huesos.

Tengo la creencia de que amamos en el idioma que nos identifica. Yo amo en español, y profesando una profunda admiración por otras lenguas, sé que no puedo sentir que el mundo se abre bajo mis pies si alguien me dice Ich liebe dich, I love you o je t’aime. Lo he intentado, ya les conté de mi rotundo fracaso con mi novio alemán por incompatibilidad de idiomas. Asumo también que puede tratarse de una limitación personal y no voy a argumentar nada en mi defensa pero un te amo parte en dos el alma porque la parte en español.

¿Y qué más? me preguntaba durante mis enamoramientos adolescentes, ¿de qué otra manera se pueden verbalizar las pasiones?

Mi día del pentecostés vino con la respuesta cuando descubrí la poesía: en la facultad de Filosofía y Letras, el profesor de análisis de texto me pidió que leyera un fragmento del Cantar de los Cantares del poeta Salomón, decía así: “Porque mejores son tus amores que el vino/ Por el olor de tus suaves ungüentos/ Ungüento derramado es tu nombre”.

Ungüento derramado es tu nombre. No recordaba que había un poema erótico en mitad de la Biblia.

Y más adelante: “Miel y leche hay debajo de tu lengua”.

Aquel hallazgo coincidió con los días de mi primer encuentro sexual. No platico más para que este texto no se vuelva pornográfico pero cómo se agradecen las sincronías que el cosmos nos regala.

El caso es que una cosa llevó a la otra y una noche que leía sobre el lampiño pecho de mi púber amante “En el aire conmovido/ mueve la luna sus brazos y enseña/ lúbrica y pura/ sus senos de duro estaño” del descomunal García Lorca, entendí que la poesía se lee en voz alta, que hay que echarla para afuera a voz en cuello, moquearla, cantarla, llorarla.

Mi tercer hito por esta maravillosa ruta fue el poema Ítaca de Constantino Cavafis. Lo memoricé, no lo entendía bien y cuánto me alegro porque eso me permitía experimentarlo más que razonarlo, pero me emocionaba con esta parte cada vez que la repetía: “Nunca verás los lestrigones, los cíclopes o al fiero Poseidón/ si de ti no provienen/ 
si tu alma no los imagina”.

Veinte años después y luego de un par de batallas con mis gigantes antropófagos que casi me cuestan la cordura, por fin lo entiendo. (Aunque todavía no comprenda del todo lo que las Ítacas significan).

Vinieron luego Emily Dickinson, Rilke, Auden, Whitman, Pessoa, Tomás Segovia, Roberto Juarroz, Vicente Huidobro, Billy Collins, y si me lo permiten —o aunque no me lo permitan—, el redimensionamiento de José Alfredo Jiménez de quien, hasta entonces, no había sido capaz de asimilar su poesía. La lista es eterna, es una lista que estará siempre viva y se multiplicará como la hidra de las mil cabezas. Que así sea.

Poco a poco fui comprendiendo que la poesía nombra a los demonios para decapitarlos o parirlos a través de la belleza. Y lo que no comprendo con la razón se lo dejo al cuerpo, a la emoción pura; así me he conmovido muchas mañanas, recitando poesía para mí misma como en un íntimo rezo diario.

Creo que el lenguaje es la expresión más acabada de la inteligencia humana y que llevado a niveles poéticos, es un milagro. Un milagro que cura, que enamora, que es capaz de explicar la existencia justamente porque no quiere explicarla sino descomponerla, herirla, asirla brevemente y luego dejar que se vaya.

Claro que tengo mis favoritos, qué le vamos a hacer.

Sin asomo de duda le hago un lugar especial a Gonzalo Rojas que en lo que sí me hace dudar es en elegir una línea que me fascine más que otra, trataré con esta:

“Uno y su nadie, su pavorosamente nadie”.

Recurro constantemente a la vitalidad en los versos de Juan Gelman: “te pienso/ amor/ porque pensar es amarte”.

La humildad e inteligencia resplandecientes de José Emilio Pacheco siempre me deslumbran, aquí una muestra: “En tantísimos años sólo llegué a conocer de mí mismo la cruel parodia, la caricatura insultante/ y nunca pude hallar el original ni el modelo”.

No, yo no conocí a José Emilio Pacheco ni a Juan Gelman; no puedo platicar de mi encuentro con ellos en tal o cuál premiación o de haber compartido horas vespertinas en la mesa de algún mítico café. Pero me han aliviado, han mitigado mi dolor, le han puesto puntos y comas a mis cicatrices y también le han puesto música a mis amores.

Curanderos, alcahuetes y poetas personales: eso han sido para mí. Nada más y nada menos.

 

 

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