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Armando Durán / Laberintos: Venezuela, colas sin fin de prisioneros

 

Caracas es la ciudad de las colas. Una distinción que antes tenía La Habana y que hoy padecemos los ciudadanos de esta ciudad empobrecida y desesperada. Prisioneros condenados a pasar la vida en una cola sin fin. Colas para echarle gasolina al carro, largas colas para comprar una bombona de gas doméstico, larguísimas esperas en colas para tramitar reclamos por falta de agua, de electricidad, de internet y hasta de servicio telefónico. Escasez irremediable y largas colas de impaciencia como asignaturas esenciales de un duro aprendizaje para intentar adaptarse a las condiciones más adversas de la profunda y asfixiante crisis social que arrasa a Venezuela desde hace ya 10 años. Con una única excepción: en estos últimos tiempos han desaparecido las colas que se hacían  en los supermercados de Caracas a la hora de pagar los escasos productos que se exhibían en anaqueles vacíos. Ahora esos espacios y pasillos casi desiertos todo el día, porque si bien sus anaqueles por fin están repletos de los más diversos productos de consumo diario, sobre todo importados, sus precios en dólares han espantado a buena parte de sus potenciales clientes, condenados a ganar bolívares que valen tan poco que han desaparecido físicamente de Venezuela como instrumento de intercambio comercial.

Esta suerte de insuficiencia existencial que padecen los habitantes de un país que hasta no hace muchos era motivo de envidia para decenas de millones de latinoamericanos acosados por la miseria política y económica de sus países, también agobia a los venezolanos, muy dramáticamente por supuesto, en materia sanitaria; incluso para ejercer el derecho a ser vacunado contra la plaga que desde hace más de año y medio ha modificado la vida de todos los habitantes del planeta. Me pongo como ejemplo de esta dificultad existencial en un país donde nadie sabe a ciencia cierta el número de muertes provocado por el Covid-19, ni el número de contagios. Mucho menos se sabe qué tratamientos aplican los servicios de salud públicos a los enfermos, mientras que las clínicas privadas cobran entre mil y dos mil dólares diarios por la hospitalización de ciudadanos contagiados.

Les explico mi experiencia en esta urgente materia, en gran medida positiva, porque hace un par de semanas recibí la primera dosis de la vacuna de la empresa china Sinophram. Una empresa que  no fue nada fácil, pues el primer y prácticamente indispensable paso para recibir ser vacunados es estar registrado en el sistema del llamado Carnet de la Patria, plataforma que el régimen define como mecanismo de asistencia social directa a los ciudadanos de menores recursos, pero que en realidad es un astuto sistema de control social de la población, pues a cambio de recibir a lo largo del año el obsequio de varios “bonos” en metálico y tener acceso cada mes a bolsas de comida a precios reducidos, los Clap, tristemente célebres por la pésima calidad de sus productos y porque han dado lugar a multimillonarios actos de corrupción, tiene uno que proporcionarle al régimen una amplia y políticamente valiosa información personal.

En términos reales, se trata de un riguroso y totalitario sistema discriminatorio, suerte de aparheid disimulado, que divide a la población entre quienes son miembros del club y quienes no lo son, primer y muy peliagudo obstáculo a salvar para tener el “privilegio” de ser vacunado. Para cubrir las apariencias, si como yo te resistes a pagar el precio político que cuesta recibir esta suerte de salvoconducto chavista, puedes poner tu nombre en otra lista que publica el Ministerio de Sanidad en su página web. Un acto de confianza ciega en los caprichos del azar, porque nadie ha informado qué porcentaje de quienes no disponemos de la “patriótica” tarjeta chavista termina siendo llamado a ser vacunado. Al menos en mi caso, a pesar de que por ser adulto de la tercera edad formo parte del sector más vulnerable de la sociedad, he tenido la suerte de que el Ministerio de Sanidad me reconozca ese privilegio.

En esa larga e infructuosa espera, nunca llegó por supuesto mi turno, y hace algo más de un par de meses comencé a sufrir síntomas de estar contagiado. Por fortuna, aquello no pasó de ser una gripe particularmente fuerte, de esas que en Venezuela llamamos “rompe huesos” por la debilidad física y el dolor en las articulaciones, pero también tuve dolor de cabeza y de garganta, tos seca y dificultad para oler. No tuve nada de fiebre, sin embargo, ni problemas respiratorios. A todas luces, síntomas de un caso de Covid-19, aunque leve, así que me aislé en mi casa durante dos semanas, al cabo de las cuales me hice una prueba de anticuerpos, cuyo resultado fue que en efecto había padecido la enfermedad, pero ya la había superado.

No obstante, no renuncié a reforzar mi relativa inmunidad con el refuerzo de una eventual vacunación, y seguí esperando por esa notificación fantasmal del Ministerio de Sanidad que, por supuesto nunca llegó, hasta que un amigo me informó que en el municipio que ocupa el oeste de Caracas, la zona más poblada del área metropolitana, los adultos de la tercera edad como él y como yo podíamos vacunarnos sin necesidad de ser previamente notificados por mensaje de texto y sin necesidad de hacer cola. No me lo pensé dos veces y dos días más tarde, poco antes de las 8 de la mañana, hora prevista para iniciar el procedimiento, me presenté en el sitio, un estacionamiento público habilitado como centro de vacunación.

Desalentadora fue la sorpresa que me llevé al ver el tamaño monumental de la cola de hombres y mujeres en fila de pie que se extendía a lo largo de la acera bajo pleno sol de Caracas en agosto. De inmediato me dirigí a uno de los efectivos de la Guardia Nacional, fusil de asalto AKA 103 terciado sobre el pecho, quien amable pero secamente me indicó que hiciera la cola. Lo único que logré fue que me situara al final de lo que parecía ser el primer lote de futuros vacunados. Después supe que en realidad era el segundo, pues las primeras 400 personas de la cola original ya habían ingresado al estacionamiento. Había que esperar a que terminaran de vacunar a ese primer grupo para hacernos pasar a nosotros. Otra media hora de insoportable espera, hasta que avisté a quien un vecino de cola me informó que era el comandante de la guardia al mando del operativo, y que salió a la acera a comprobar el tamaño de la cola. Rápidamente me le acerqué y le expresé mi sorpresa porque todavía no me habían hecho pasar. El oficial reaccionó enseguida. Usted tiene razón, me dijo, fue un error del guardia, llamó a una miliciana y le ordenó llevarme directamente a la mesa donde tomaran mis datos y me vacunaran. Sin hacer cola, le recalcó, y diez minutos más tarde salí del estacionamiento.

Mientras me detuve en la acera para observar la interminable cola de centenares de hombres y mujeres resignados a su suerte, pensé que en ese momento, suspendidos en el tiempo y el espacio de la realidad cotidiana que vivimos en Venezuela los ciudadanos de a pie, los dirigentes de la supuesta oposición agrupada en los jirones que quedan de la MUD y el G4, se preparan para enviar a sus representantes a México para reanudar el próximo viernes 3 de septiembre su desangelada ronda de entendimiento con los representantes de Nicolás Maduro. Y ahora, mientras escribo estas líneas, aunque Juan Guaidó ha repetido estos días su desconfianza en Maduro y en las futura decisiones del régimen, uno de sus lugartenientes anunciaba que habían decidido participar en el simulacro electoral convocado por las autoridades electorales del régimen para el próximo 21 de noviembre. Participación en esa próxima fiesta electoral, que una vez más solo servirá para darle un nuevo y fresco aliento a la muy fallida y desfallecida revolución bolivariana, como si en Venezuela no ocurriera nada digno de profunda reflexión. Y como si las colas, más allá de su valor simbólico, no fuera ingrediente principal del condumio nacional, y la amenaza de un Covid-19 más implacable que nunca no continuara haciendo estragos en nombre del amor a la Patria.

 

 

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