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Memoria de los campos

No sólo fue Mauthausen el infierno de tantos republicanos españoles. La Vorkutà compitió en eso eficazmente

Robert Conquest fue el primer historiador del universo concentracionario en la URSS. Su libro ‘The Great Terror’ da, en 1968, el balance de la primera gran ola represiva del estalinismo: 20 millones de asesinados. En 1990, y tras el pleno acceso a los archivos rusos, el autor corrige sus datos. Entre 13 y 15 millones. Sólo.

Martin Amis es uno de los más reputados escritores de mi generación: la nacida con la mitad del siglo XX. En el año 2002, publica ‘Koba el Temible’. Aclaremos, para los no muy versados en el personaje, que Koba fue el primer apodo de quien quedaría en los manuales de historia como Iósif Stalin. El libro lleva un subtítulo enigmático: ‘La risa y los veinte millones’. El origen de ese subtítulo no lo revela Amis hasta casi el final de la obra.

Amis ha acompañado a Conquest, viejo camarada de su padre en el PC británico, a un mitin contra la UE. El orador -Christopher Hitchens- hace una nimia broma acerca del local, «porque había pasado allí incontables noches con muchos antiguos camaradas». Y el público -remata Amis- «respondió como Christopher sabía que respondería: con una carcajada afectuosa». Todos sabían de qué «camaradas» hablaba el izquierdista Hitchens.

A la salida, Amis pregunta a Conquest: «¿Tú te reíste?» «Sí». «Yo también». Y, tras un silencio que uno adivina triste, hace la pregunta crucial: «Por qué la risa? ¿Por qué? Si se hubiera referido a sus incontables noches con muchos antiguos camisas negras, el público…» Es la risa del olvido, concluye, la risa de los veinte millones.

Quienes hayan puesto su pluma sobre el proyecto de ley de Memoria Democrática, que se filtró recientemente en las páginas de ABC, harían bien en considerar la espeluznante paradoja del mitin que Amis narra. Recordar los campos nazis es un deber moral para cualquier europeo moralmente sano. Olvidar los campos soviéticos es una poco perdonable indecencia.

Atribuyámosla a la pereza de los legisladores. Estamos hechos a asimilar los términos «campo de concentración» y, aún más, «campo de exterminio» a la práctica que quedará como un estigma perpetuo en la historia de Alemania. Y no estamos igual de habituados a enfrentarnos con los otros campos: la gélida Vorkutá, cuyas minas de carbón se convirtieron, a partir de 1931 en el núcleo germinal de lo que acabaría siendo llamado por Solzhenitsin el ‘Archipiélago Gulag’, el agujero negro que se tragaría a millones de opositores o simplemente de no lo bastante entusiastas como para merecer vivir en el sueño estaliniano.

También en esa galaxia de campos inaccesibles en la Siberia profunda perecieron españoles: viejos comunistas cuya buena fe no soportó el contacto con la realidad soviética. No sólo fue Mauthausen el infierno de tantos republicanos españoles. La Vorkutà compitió en eso eficazmente. Recordar a unos y olvidar a otros no es decente.

 

 

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