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Alma Delia Murillo: Desvelos y demasiados

Hará cosa de seis años, pasé una larga noche insomnio provocada por un pleito de pareja. De los vecinos.

Su puerta quedaba frente a mi departamento y aunque cada tanto se escuchaba la tormenta de eso que llamamos matrimonio y yo me había habituado a convivir con el sonsonete de su drama de pareja, aquella noche fue memorable.

Portazos, muebles que arrastraban por el piso, gritos de ella y llanto de él, luego al revés y vuelta a empezar.

Su abismo marital era conocido por todos los vecinos; eran un pareja de unos treinta años, ella parecía mayor que él y los habíamos visto varias noches perseguirse por las escaleras y alcanzar el auto en el que alguno de los dos huía prometiendo nunca más volver. A la mañana siguiente estaban juntos de nuevo.

Matrimonio a la chilanga, ya se enteraría Vittorio de Sica que no sólo los italianos hacen de la vida de pareja una tragicomedia romántica.

En fin, que por aquel entonces yo escuchaba obsesivamente (¿hay otra forma de escuchar la música que nos gusta?) el disco “Los mares de China” de Tony Zenet, un crooner andaluz espléndido, showman del jazz impuro, del flamenco, del swing y del bolero que nadie debería perderse. (Cuantimás ahora que se fue nuestro redentor José José y las penas amorosas sin santos patronos son inconsolables).

Como los tórtolos me despertaron y yo difícilmente vuelvo a dormir cuando ocurre semejante putada, me resigné a pasar la noche en vela escuchando una vez más el disco del Zenet y escribiendo una suerte de decálogo para sobrevivir al insomnio inspirado en ese abismo maravilloso que es el amor y la vida de pareja.

Porque debo decir otra cosa: aquel matrimonio que sonorizaba con peleas épicas al edificio entero también nos recetaba el sonido envolvente de sus reconciliaciones sexuales. Épicas también, no les voy a regatear.

A la mañana siguiente otra vecina, a quien en secreto llamaba la Chupacirios, se apersonó para preguntarme si había escuchado la noche de sexo de reconciliación y si estaba dispuesta a acompañarla a la administración del condominio para solicitar mediante un memorándum firmado, que los intensos le bajaran a sus ímpetus. Con cara de póquer y deseándole un día lleno del amor de Cristo, cerré mi puerta.

Volviendo a la noche negra que musicalicé con Zenet mientras escribía, comenzó a sonar “Agua de Levante” cuya letra compuso —como la mayoría de las canciones de la discografía de Zenet— Javier Laguna, maravilloso poeta del desgarro.

Pues Agua de Levante me hizo pensar que esa pareja se separaría el día que dejaran de pelear y de su puerta a la mía sólo viajara el silencio.

Silencio que nace en la boca,
que nunca se calla.
Silencio que invoca
hallar las palabras,
que siembra de dudas,
que no dice nada.
Silencio que viene la bruja.
Silencio en la sala.

Las parejas que no pelean están desahuciadas, es una de las verdades más duras a las que llegué luego de batallar con mi propia alma enamorada y desenamorada analizada en terapia. Advertencia anti-linchamiento: esto es lo que yo creo y no tienen por qué creerlo ustedes, estamos hablando de amor que es el fenómeno menos uniforme de la experiencia humana, aquí no hay algoritmo que valga.

Y es que es verdad que las peleas surgen cuando el vínculo amoroso está vivo y duele, atraviesa, transforma; cuando ya nada importa, no hay chispa para el deseo ni para pelear ni para un carajo. A ver, desniéguenmelo.

En efecto, una noche llegó el primer silencio que concatenó otros tantos. Y una mañana ella se fue y él se quedó, juraría que el color de su piel fue pasando de un moreno saludable a un degradado de amarillos y verdes que daba pena.

Mientras viví ahí no volví a verlo con otra chica.

Tenía ganas de decirle que saliera, que lo intentara, que parrandeara; pero si el respeto al derecho ajeno es la paz, el respeto al duelo amoroso es mandato divino. Así que no crucé palabra.

Me mudé y dejé de ver al miembro mutilado que quedaba de aquella pareja pero no dejé de escuchar a Zenet.

He sufrido demasiadas sonrisas por la espalda
He cruzado demasiados puentes rotos

Ah, el decálogo que escribí entonces para sobrevivir al amor y al insomnio es este.

  1. Ante todo: Si no tiene sueño, no intente dormir, es una necedad. ¿Acaso le funciona comer cuando no tiene hambre?
  2. No vea la hora, por ningún motivo, o sentirá pasar los minutos como paciente terminal en la peor de las agonías.
  3. Beba. Algo con alcohol, desde luego.
  4. No espíe a sus vecinos ni indague sobre los sonidos raros. Lo que descubra podría traumarlo o inducirlo al devaneo pueril. Aprenda de mi experiencia.
  5. Aléjese del refrigerador. A menos que su propósito sea convertirse en un insomne obeso.
  6. Si usted no puede dormir debido al mal de amores, no llame al objeto de su amor en la madrugada. Nunca. Bajo ninguna circunstancia. El insomnio no es pretexto para perder la dignidad.
  7. Lea poesía en voz alta, grítela, expúlsela desde la entraña. No dormirá pero renovará su alma.
  8. Mastúrbese bajo su propio riesgo, el efecto de las endorfinas es variable en cada organismo.
  9. No se mire al espejo durante el desvelo. Cuando vea su cara podría pasar de insomne a suicida.
  10. Escriba o llore. No trate de entender por qué.

Pero no me hagan caso, que si el amor no viene con instructivos, el desamor menos.

Lo único que sé es que hay que poner toda la voluntad en atravesar el puente como cada quien pueda. Así que fuerza, gladiadores.

Y, por favor, háganse el regalo de escuchar a Tony Zenet.

 

(Texto originalmente publicado en El Cultural, el 12 de octubre 2019)

 

 

 

 

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