Luis Tovar / Cinexcusas: À bientôt, Monsieur Belmondo
El pasado lunes 6 de septiembre amanecimos –me refiero al mundo entero– con la noticia triste de que usted, monsieur Jean-Paul Belmondo, había muerto en su casa de París. No se informó la causa, se dijo solamente que se fue “tranquilamente”. De haber sido así, habrá que agradecer que haya tenido serenidad y paz al final de sus días, ya retirado desde hace poco más de un lustro de las fatigas cinematográficas a las que dedicó prácticamente su vida entera, desde aquel 1956, cuando tuvo su primera participación actoral en una versión fílmica de Molière –aunque el cuarto de edición cercenó sus escenas casi por completo y por esa razón pocos toman en cuenta ese debut discretísimo– hasta bien entrada la segunda década de este siglo, en 2015, si bien como intérprete su última aparición fue en Un hombre y su perro, de 2009.
Colaboró en poco menos de diez filmes entre 1956 y 1959, hasta que Jean-Luc Godard lo convirtió en el transparente y al mismo tiempo inescrutable Michel, el personaje que, de un modo u otro, usted habría de ser hasta el fin: À bout de soufflé, en estas tierras conocida como Sin aliento, lo catapultó a la fama –para decirlo con una frase muy de aquellos tiempos—y no sólo eso, pues hizo de usted uno de los rostros emblemáticos de la nouvelle vague francesa y aún más allá, un icono cinematográfico universal sin lugar a dudas, es decir, para todas las geografías y todos los tiempos. Debe haber escuchado palabras muy parecidas desde aquel entonces, pero permítame volver a decírselas: ese joven ladrón al que usted le dio cuerpo, pero sobre todo alma, que más que huir de la policía pareciera querer escapar de sí mismo, aunque al final entienda que será imposible, no podía tener otra voz, otro porte ni otro rostro que el suyo, monsieur Belmondo. Verlo a usted recorriendo París en los sesenta, solo o acompañado por Patricia, queriendo irse a Roma –y no puede uno menos que recordar que sus raíces maternas están en Italia–; verlo traicionado por aquélla y entregado al que parecía ser su personal destino manifiesto… qué puedo decirle, monsieur, sino que todos acabamos siendo usted, queriendo ser usted a pesar de los pesares, así de libre, verdadero artífice de una rebeldía que hoy ha perdido incluso el nombre.
A propósito de la nouvelle vague, que a partir de 1960 sería identificada con su rostro –el de “el actor más feo de Francia”, condición que resultó ser todo un privilegio–, un lustro más tarde volvió a trabajar con Godard en Pierrot el loco, y en 1969 con François Truffaut en La sirena del Mississippi, pero sobre todo hizo mancuerna creativa con cineastas menos célebres como Philippe de Broca –Cartucho, 1962; El hombre de Río, 1964– y Henri Verneuil –Un mono en invierno, 1962; Cien mil dólares al sol, 1964–, para empezar, en lo que sería la definición del perfil que decidió darle a su carrera cinematográfica, preferentemente orientada al cine policial, de acción y también de humor. Claro que eso no fue óbice para que al mismo tiempo figurara en Doctor Casanova (1972), de Claude Chabrol; Stavisky (1974), de Alan Resnais, o El imperio del león (1988), de Claude Lelouch. Perdone la brevedad, monsieur, pero una filmografía como la suya, con casi seis decenas de títulos en poco más de medio siglo, es muy difícil de abarcar.
A las generaciones recientes, afectadas hasta el tuétano de inmediatismo y desmemoria, quizá su sonrisa socarrona, su nariz de boxeador y su mirada impenetrable no les digan gran cosa; lo que ignoran al ignorarlo a usted es que la mayoría, si no que la totalidad de los “héroes de acción” cinematográficos contemporáneos, le deben a usted, a su talento inmenso, una enorme porción de su repertorio histriónico. La suya, lo sabemos quienes lo hemos visto, es una presencia imborrable y tenemos muchísimo que agradecerle. Así pues, permítame decirle merci beaucoup y à bientôt, Monsieur Belmondo.