LA HABANA, Cuba. – El pasado fin de semana (los días 23 y 24 del corriente) sesionó en la capital cubana el II Pleno del Comité Central del único partido. Los que esperamos que esa reunión pudiera generar decisiones que propiciaran los cambios profundos que nuestra Patria tanto necesita, quedamos defraudados. Quienes aguardábamos que, en determinado momento, un cotorrón del régimen, con la voz engolada, pronunciara la frase mágica (“El Pleno del Comité Central acordó separar de sus cargos…”) nos quedamos con las ganas (al menos por esta vez).
Y que conste: jamás pronostiqué que la mencionada reunión tomaría sin falta ese tipo de decisiones. Para demostrarlo, basta con que yo cite las líneas finales de mi trabajo ¡Al fin se reunirá el Comité Central en La Habana!. Este último, como se recordará, me fue publicado en este mismo diario digital el pasado jueves 21; o sea, unas horas antes de la referida reunión.
Escribía yo allí: “Si en este mismo fin de semana no se toman decisiones que en alguna medida propicien el avance de Cuba hacia la democracia, lo único que habrán logrado los comunistas será retardar un poco ese cambio y quizás hacerlo más traumático. ¡Pero es inevitable que nuestra Patria vuelva a ser libre!”.
Volviendo al II Pleno, si algo testimonió esa reunión fue la vocación inmovilista de los integrantes de ese cuerpo que, cuando no está reunido el Congreso del Partido (es decir, casi siempre) es el órgano supremo de esa “fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado”. Sobre todo en esta ocasión, cabía esperar que actuaran de manera diferente.
No cuesta trabajo demostrarlo. Para llegar a esa conclusión, lo único que hace falta es hacer un breve inventario de la calamitosa situación económica y política del país. Basta constatar la absoluta falta de credibilidad en la que está sumido quien, por obra y gracia de una propuesta hecha por Raúl Castro Ruz, refrendada por los partidarios de este (los raulistas) enquistados en los órganos supremos de poder, ostenta hoy mismo el mando supremo.
La situación económica de Cuba bajo el régimen comunista jamás ha sido boyante. De hecho, ha representado un descenso constante hacia la carestía, la improductividad y la ruina. Pero la dirección encabezada por el señor Díaz-Canel ha logrado superar en este terreno a sus predecesores. Baste mencionar la tristemente célebre “Tarea Ordenamiento”, anunciada a bombo y platillo durante el pasado Fin de Año.
En la práctica, esta sólo ha representado, para los cubanos de a pie, la evaporación de los modestos ahorros de toda una vida de trabajo. También ha generado una inflación galopante que ha convertido en una burla macabra los incrementos de salarios y pensiones dictados por el gobierno. ¡Allá los verracos que, rebosantes de inocencia, se alegraron muchísimo cuando el pasado diciembre, en momentos en que todavía los precios se mantenían estables, el régimen adelantó unos 1 000 pesos a cada trabajador o jubilado!
Frente a esta situación, Díaz-Canel pudo haber acometido una política de reformas. Tal vez no una “perestroika” (un concepto que se ha convertido en una mala palabra entre los rojos de la Isla), pero sí una “renovación” (como sería el “Doi moi” llevado a cabo por sus muy queridos “hermanos vietnamitas”).
En lugar de ello, el actual mandamás de Cuba enarbola la absurda consigna “Somos continuidad”. Con ello, se proyecta como una especie de nuevo profesor Pangloss, que proclamase que “todo es para lo mejor en el mejor de los mundos posible”. Algo que tendría mucho sentido si las cosas marcharan bien, pero que constituye una majadería si tomamos en cuenta la situación calamitosa en la que está sumido nuestro país.
En el terreno político, el período entre el Congreso del Partido y el aludido II Pleno estuvo signado por el Gran Alzamiento Nacional Anticomunista del 11 de julio, un suceso histórico que habría sido imposible bajo el mandato del fundador de la dinastía, e impensable (o, al menos, muy poco probable) en tiempos de su hermano menor y sucesor inmediato.
Díaz-Canel no. El actual mandamás, con las torpes medidas adoptadas bajo su imperio, ha logrado hacer realidad algo en lo que los comunistas jamás pensaron, ni siquiera en sus pesadillas más febriles. Los valerosos cubanos que salieron a las calles a reclamar libertad este 11 de julio pusieron de manifiesto que la retórica que atribuye al castrismo la representación del pueblo es sólo una patraña más de la propaganda comunista.
No menos torpe fue la reacción del flamante Primer Secretario y Presidente ante los sucesos. Para reprimir, pudo haber enmascarado sus verdaderos fines tras la necesidad de “restablecer el orden público” o el propósito de devolver la “paz a la familia cubana”. Pero no; prefirió anunciar una “orden de combate” que constituyó un llamado formal a librar una guerra fratricida.
Con respecto a la credibilidad (o falta de ella) de la actual dirección (en comparación con las que la precedieron) baste decir que el fundador de la dinastía, al menos durante los primeros lustros de su dilatadísimo mandato era conocido popularmente como “El Caballo”. Se trataba —algo evidente— de una alusión a la charada, donde el mencionado cuadrúpedo representa el número uno. Era, pues, una materialización práctica de otra genialidad orwelliana: el personaje de “Number One”.
Los ciudadanos en su conjunto le tenían terror pánico. Y esto incluía a subordinados inmediatos. ¡Razón de sobra tenían para ello! Esto lo demostró el personaje con creces, al ordenar el fusilamiento, entre otros, de dos colaboradores destacadísimos (el general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia) en la tristemente célebre Causa 1 de 1989.
Después, el mando supremo recayó en su hermano menor Raúl. A este sus correligionarios no le tenían terror, pero sí respeto y quizás hasta un poco de temor. Nada parecido sucede con Díaz-Canel. A este, los cubanos de a pie, en plena vía pública y a cara descubierta (o con nasobuco, que para el caso es lo mismo), le gritan con absoluta desfachatez, en lenguaje popular, que carece de casa.
Debo comentar que, por muchísimo menos que todo lo señalado en los párrafos precedentes, los comunistas polacos se deshicieron de varios secretarios generales de su partido. Tal fue el caso de Władysław Gomułka en 1970, Edward Gierek en 1980, el fugaz Stanisław Kania en 1981 y el general Wojciech Jaruzelski en 1989.
Sólo cabe deplorar que, en esta reunión recién concluida, el Comité Central cubano no haya tomado las decisiones que se hubieran requerido. Pero no importa: La próxima vez será, o la otra. Por el momento, lo único que se avizora es que la situación de Cuba empeore. Por ende, la necesidad de cambio se hará cada vez más inevitable.