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Carmen Posadas: Aporofobia

Mi amigo L. ha muerto. Nos conocimos en el barrio; él dormía en los soportales de un cine y guardaba como gran tesoro una bicicleta de competición, último resto del gran naufragio que lo convirtió de próspero comerciante en un sintecho. L. era un espíritu libre y, por tanto, no muy dado a utilizar los refugios que el Ayuntamiento habilita para las personas que se han quedado en la calle. «La comida es buena y las camas estupendas, pero no me dejan fumar –argumentaba–. Además, prefiero ir a mi aire. Sé cuidarme solo, no hay quien pueda conmigo».

Pero sí pudieron y L. es ahora parte de esa fría y terrible estadística que dice que más del cuarenta por ciento de las personas sin hogar acaba sufriendo algún tipo de agresión, a veces con resultado de muerte. Otras estadísticas apuntan que el cuarenta y tres por ciento de ellas han sido víctimas de insultos y vejaciones y no pocas han visto cómo les robaban sus escasas pertenencias.

Entidades como Hogar Sí luchan desde hace años para que la aporofobia figure en el Código Penal

En diciembre de 2005 España se estremeció (entonces aún nos estremecíamos, ahora son tantas las cosas que ocurren que la sensación dura apenas un suspiro) con cierto suceso ocurrido en Barcelona. Tres jóvenes, por hacer unas risas, quemaron viva a Rosario Endrinal, una mujer que vivía en un cajero de la ciudad. Lo más singular del caso es que los asesinos no eran delincuentes ni hooligans. Tampoco drogadictos o personas marginales, sino muchachos aplicados en los estudios, nada conflictivos e hijos ejemplares. Recuerdo haber visto entonces al padre de uno de ellos en la televisión anonadado y sin poder comprender qué condujo a su hijo a cometer semejante acto de inexplicable y gratuito horror.

Casi veinte años más tarde, ese horror tiene un nombre, se llama ‘aporofobia’ (odio al pobre y aversión hacia los desfavorecidos). Fue la catedrática y filósofa Adela Cortina quien acuñó el término y, en un ensayo publicado en 2018, decía que llevaba décadas dándole vueltas a palabras como ‘xenofobia’, ‘islamofobia’ u ‘homofobia’, que son el desprecio y odio hacia el extranjero o hacia personas de otra orientación sexual. «Pero me parece –explicaba ella– que la verdadera fobia o el verdadero rechazo a todos ellos se produce sólo cuando son pobres. Cuando el extranjero, la persona de color o el gay es rico, lo recibimos con todo entusiasmo. Nadie siente rechazo hacia un futbolista de élite ni hacia el jeque que paga miles de euros por una habitación de lujo, tampoco hacia el homosexual famoso o de éxito. Es solo cuando personas de estas características carecen de dinero  que se produce la discriminación y el odio».

Cortina señala que la aporofobia tiene lugar también en el seno de la familia, lo que explica el abandono de tantos mayores que acaban en una residencia y sin que nadie los visite. O esa situación extrema de ancianos a los que sus familiares ‘olvidan’ en una gasolinera porque son una lata y un engorro. Curiosamente, este tipo de fenómenos, más habituales cada día, coincide con el hecho de que la gente vive cada vez más años.

Se estima, por ejemplo, que en Europa el número de personas mayores de sesenta y cinco años pasará de 101 millones (2018) a 149 millones en 2050. Por eso, parece más necesario que nunca que, desde el ámbito de la Justicia, se puedan tomar medidas para proteger a personas en situaciones desfavorecidas. Entidades como Hogar Sí, que ha coordinado el Observatorio Hatento, luchan desde hace años para que la aporofobia figure en el Código Penal. En 2018 lograron llevar al Senado una proposición no de ley que fue aprobada por unanimidad. Lamentablemente, los avatares políticos han hecho que no llegara a ser debatida en la Cámara Baja. Sin embargo, recientemente se ha logrado que, a través de la Ley de Protección Integral de la Infancia y la Adolescencia, sea una realidad la entrada de la aporofobia en el Código Penal como un agravante.

Mi amigo L. ya no podrá ver cómo algo que él sufrió, y tan caro le costó, esté en vías de tipificarse como delito, pero otros miles de personas que viven en la calle sí. Y muchas más que no sufren una situación tan extrema se beneficiarán también si se visibiliza este fenómeno que, tarde o temprano, afectará a cada uno de nosotros. Porque la vejez llega para todos y los lazos afectivos que antes protegían a los mayores en el seno familiar son cada vez más endebles, de modo que todo lo que contribuya a hacer que un período cada vez más largo de nuestra vida transcurra sin desencantos (y/o discriminaciones) es más que bienvenido.

 

 

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